El pasado viernes 22 de abril la sede de Naciones Unidas en Nueva York recibió a los representantes de sus estados miembros para la ceremonia de apertura de la firma del Acuerdo de París. La ceremonia era más simbólica que otra cosa, en tanto inauguraba el período de un año que los países tienen como […]
El pasado viernes 22 de abril la sede de Naciones Unidas en Nueva York recibió a los representantes de sus estados miembros para la ceremonia de apertura de la firma del Acuerdo de París. La ceremonia era más simbólica que otra cosa, en tanto inauguraba el período de un año que los países tienen como plazo para proceder a la firma formal de los acuerdos aprobados en la COP 21 de París en diciembre pasado.
Como acto simbólico la ceremonia fue un éxito ya que 175 países estamparon su firma sobre el Acuerdo. Sin embargo como acto efectivo, el evento no reviste demasiado relieve. Lo importante de la nueva etapa del Acuerdo de París no es tanto la firma, sino la ratificación, que es lo que podrá posibilitar que éste entre en vigor. Para ello se requiere que al menos 55 países que en su conjunto representen al menos el 55% de las emisiones globales, lo ratifiquen.
De los 175 países que firmaron el acuerdo solo 15 pequeños países en desarrollo presentaron sus instrumentos de ratificación y que en su conjunto no representan un porcentaje significativo de emisiones [1].
La historia del Protocolo de Kioto ha dejado muchas enseñanzas. Entre ellas, que el período que va desde la firma hasta la ratificación del documento, es el período más cruel y despiadado de la negociación [2].
Entre los años 1997 (firma del Protocolo de Kioto) y 2001 (aprobación de los Acuerdos de Marrakech) hubo cuatro COPs y varias intersesionales y reuniones de los órganos subsidiarios para afinar los mecanismos y medios de implementación del Protocolo. Aquellas discusiones fueron tan extensas y complejas que, en una decisión única en la historia de la Convención, la COP 6 del año 2000 tuvo que realizarse en dos partes ya que los tiempos no alcanzaron: una en noviembre de 2000 y la otra en julio de 2001.
Al igual que ocurre ahora con el Acuerdo de París, el Protocolo de Kioto requería la ratificación de al menos 55 países que en su conjunto representaran al menos el 55% de las emisiones globales.
Rusia y Estados Unidos (sumado a alguno de sus aliados de entonces como Japón, Nueva Zelanda o Australia) sumaban más del 45% de las emisiones globales lo que les daba, actuando en conjunto, un virtual poder de veto para intentar imponer sus condiciones. Estados Unidos terminó saliendo del Protocolo de Kioto pero Rusia obtuvo una victoria trascendente al lograr que le duplicaran la cantidad de absorciones que podría justificar en sus bosques (de 17 a 33 MtCO2). Este enorme volumen de CO2 (parte de lo que se conoció como «hot air» ruso) terminó siendo utilizado dentro del régimen de Comercio de Emisiones del Protocolo para compensar las insuficientes reducciones de otros países desarrollados. Esto terminó debilitando los compromisos asumidos y haciendo que cumplir con el Protocolo de Kioto finalmente no significara nada [3].
Pero hubo otros asuntos que debilitaron el Protocolo de Kioto en aquellos acuerdos posteriores. Solo a modo de ejemplo en una lista no exhaustiva: el amplio uso de actividades de uso de la tierra y silvicultura para compensar emisiones en los países industrializados, la introducción del uso de la forestación para obtener certificados de reducción de emisiones en el Mecanismo de Desarrollo Limpio, el uso prácticamente ilimitado de los mercados de carbono, la ausencia de tope a la compraventa de «hot-air» de Rusia, entre otros. A todo esto se le llamó en su momento «los agujeros del Protocolo de Kioto».
El Acuerdo de París es un acuerdo laxo, que no contiene compromisos ni obligaciones respecto de las emisiones de cada país. Existe una meta global -2 grados de aumento máximo de temperatura- pero la reducción de emisiones necesaria para lograr este objetivo no está distribuida entre los países. De manera que no hay forma de exigirle a ninguno de ellos la cuota parte de su responsabilidad. En este sentido el Acuerdo de París es más débil que el Protocolo de Kioto que al menos tenía unas metas específicas para algunos países.
Lo que veremos a lo largo de los próximos meses será una cruel y despiadada negociación para definir los instrumentos y medios de implementación del Acuerdo de París. En este período, los países que son mayores emisores tendrán un poder mayor de negociación, en tanto su ausencia impedirá la entrada en vigor del acuerdo.
La ceremonia que acabamos de ver en Nueva York es, en el mejor de los casos, un intento del Secretario General de Naciones Unidas de darle un impulso político al nuevo acuerdo climático. Pero más allá del efecto propagandístico, esta reunión de Nueva York no tiene ninguna incidencia concreta en el tema central: la decisión de reducir las emisiones para evitar el cambio climático.
El Acuerdo de París sigue siendo un texto irrelevante para detener las emisiones de gases efecto invernadero. Y muy probablemente el resultado final, luego de las negociaciones que hagan posible su ratificación, sea un acuerdo mucho más debilitado aún, donde seguramente vayan a aparecer los futuros «agujeros del Acuerdo de París».
Nada para celebrar y mucho para preocuparse tiene la Convención tras esta ceremonia inaugural.
Notas
[1] Islas Marshall, Nauru, Palau, Somalia, Palestina, Barbados, Belice, Fiji, Grenada, Samoa, Tuvalu, Maldivas, Santa Lucía, Mauricio y San Cristóbal y Nieves.
[2] Un análisis más detallado puede verse en: http://energiasur.com/tras-la-
[3] Para mayores detalles sobre este punto véase http://energiasur.com/cop-18-
Gerardo Honty es analista de CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social)
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