Cuando aterrizas en las Maldivas te sientes como el típico mafioso: «Bonito lugar, sería una lástima que le ocurriese algo». Y precisamente eres tú lo que le está ocurriendo.
En las Maldivas puedes observar al mismo tiempo el cambio climático y la imposibilidad de impedirlo, con tus propios ojos. En su capital Malé vi los sacos de arena que rodean un aeropuerto que se inunda, un carguero de petróleo licuado y una señal avisando de que está prohibido ir en bicicleta o caminando al aeropuerto. Pude oír aviones e hidroaviones pasando constantemente sobre mi cabeza, oler el gasóleo de las omnipresentes embarcaciones y sentir un calor abrasador en la época del año que no tocaba. Sobra insistir en ello: este tipo de cosas están sucediendo por todo el mundo, pero en ningún lugar las tienes tan delante de tus narices como en las Maldivas. El colapso climático todavía sigue siendo un asunto para el debate académico en buena parte del mundo, pero en las Maldivas ya es algo ineludible. Sin embargo, la reacción no es la que podrías pensar. No es tanto una toma de conciencia como una masiva disonancia cognitiva.
Las Maldivas son un lugar extraño cuya existencia inmediata depende de su cercana destrucción. Todo el mundo que llega aquí, llega en avión. Todas las cosas que llegan aquí, llegan en carguero. Todo lo que se trasporta entre las islas se mueve del mismo modo. La mayoría del dinero que se extiende por Malé procede del más millón largo de turistas que lo visitan cada año. Pero esos mismos turistas también traen toneladas mierdométricas de contaminación, haciendo de Maldivas un lugar cada vez más inhabitable. Las Maldivas no pueden vivir con combustibles fósiles pero tampoco sin ellos. En realidad esto es justo lo que constituye la condición de los tiempos modernos, aunque en las Maldivas esa condición se muestra al desnudo.
El gobierno maldivo realizó un posicionamiento importante contra el cambio climático cuando celebró una reunión de su consejo ministerial bajo el agua, pero ¿qué es lo que van a hacer en realidad? No pueden morder la mano que les da de comer (y detener el turismo), porque: a) tienen muchas bocas que alimentar entre su gente y, lo más importante, b) demasiada codicia mundializada. Desde aquella declaración submarinista, las Maldivas lo único que han hecho ha sido vender más islas al turismo, promoviendo así más vuelos de larga distancia desde todo el mundo. Ahora están montando infraestructuras de recarga de combustible para atraer más cargueros. Pero no es razonable pensar que alguna de estas funciones se pueda descarbonizar de ninguna manera. Resulta evidente que la oposición al cambio climático es más bien un circo, mientras que el pan aún se sigue untando con petróleo.
La imposibilidad de «simplemente cambiarnos» a la energía renovable también se puede observar en las Maldivas. Se ven constantemente los aviones, barcos y generadores que se requieren para hacer que este sitio funcione, y no es factible simplemente «cambiarlos» y seguir con la fiesta como antes. Podríamos tener otra civilización diferente, muchísimo más reducida, pero esta desde luego que no.
Los aviones a batería son demasiado pesados para despegar y los biocombustibles son literalmente quemar comida. El hidrógeno se obtiene en su mayor parte a partir de los combustibles fósiles, y es un almacenamiento de energía, no una fuente. Los alojamientos «ecológicos» presumen de prohibir el agua embotellada y chorradas superficiales, pero esto es como vestir de seda una mona voladora. No existe un turismo sostenible en las Maldivas, eso es un oxímoron.
Los barcos a batería o electrificados no podrían alejarse mucho de la línea de costa, y eso si fueran posibles, y otras soluciones teóricas sencillamente no son económicas en la práctica. Podríamos volver a la navegación a vela, pero aunque sea la solución más práctica, se sigue considerando algo irrisorio. La dura realidad, sin embargo, es que no existe la navegación sostenible, no el sentido moderno, ese de «todo lo que desees, cuando y donde lo desees». La gente tendría que apañarse con mucho menos, esperar mucho para conseguir las cosas y pagar mucho más. Y nadie está explicando eso. Seguimos fingiendo que alguna solución tecnomágica está a la vuelta de la esquina. Pero ese barco nunca va a llegar.
Todo esto es objeto de debate académico en la mayoría de los lugares pero en las Maldivas lo puedes ver y tocar. ¿Cómo consigo aquí un inodoro? Tiene que salir de una barcaza. ¿Qué barcaza? Bueno, aquella, la que está anclada alejada de la costa. Y ¿cómo llego allí? Pues tengo que ir en barca o en hidroavión, y oler los gases de la combustión yo mismo. La única ocasión en la que te encuentras con algo eléctrico son los buggies que utilizan en los complejos turísticos, y ¿a qué no adivináis cómo los cargan? Con generadores diésel. El lugar entero es una emisión de carbono. Es como ver nuestros estilos de vida alimentados por combustibles fósiles trasladados a una espantosa miniatura.
Da igual las declaraciones que haga el gobierno maldivo sobre el cambio climático, sus acciones están cambiando el clima ante tus ojos. Y no quiero decir que ellos sean los únicos, porque como la mayoría de los sistemas democráticos no son más que una distracción dramatizada. La gestión de «la economía» se deja en manos de los oligarcas locales y foráneos, con independencia de quién esté en el poder. Y es precisamente esta malevolente IA llamada «la economía» la que está devorando el planeta Tierra para sus propios procesos metabólicos. Así que no estoy echándoles la culpa a las Maldivas por su callejón sin salida. Este es simplemente el estado de nuestro mundo, que se encuentra en un estado que no puedes evitar.
Las Maldivas modernas no están dirigidas, en ningún sentido auténtico, para su gente. La mayoría de maldivas y maldivos son como los peces rémora, pillando las sobras de esa gran cantidad de dinero del turismo que o bien va a las élites locales o a las mundiales. Estas élites, a su vez, son lo que Marx denominó «capital personificado y dotado de conciencia y voluntad». Y el Capital es lo que yo denomino una especie artificial, dotada legalmente de personalidad en forma de empresas, la que en realidad dirige el mundo. Por lo tanto, por mucho que estas élites mundiales y locales apesten (que lo hacen), los incentivos para la sociedad son tales que podrías eliminar toda la cosecha de políticos vendidos y otra cosecha brotaría en su lugar en el espectáculo de las elecciones democráticas. Como Karl dijo, «Su propio movimiento social cobra a sus ojos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo control están, en vez de ser ellos quienes las controlen». Me estoy saliendo del tema, pero es un asunto importante que se puede seguir en las embarulladas reflexiones de mi blog.
Pero volviendo al microcosmos, el gobierno de las Maldivas —en su corrupción bipartidista actual— vendió la única isla a la que la gente de Malé podía ir de picnic. Un símbolo muy preciso de la subyugación del país al turismo, esto es, al colonialismo con propinas. Solamente tras una enorme protesta social el gobierno reclamó otra isla recreativa, para que la gente de Maldivas pudiera disfrutar de sus propias playas. Básicamente, a nadie le importa una mierda la gente que vive de verdad aquí (un pueblo maravilloso, emparentado con nosotros los ceilandeses). La mayoría de la gente que va a hacer turismo a las Maldivas en realidad no están yendo a las Maldivas, sino que van directamente del aeropuerto a algún mundo de fantasía donde la cultura maldiva se reduce a unos pocos platos en la mesa del bufet.
Del mismo modo, el mundo moderno en realidad no está dirigido en el interés de ninguna nación. El juego de verdad es multinacional. La mayoría de los países son apenas tan relevantes como los equipos deportivos, sólo son juguetes en las manos de billonarios mundializados que las masas de hinchas vitorean como si eso supusiese alguna diferencia. Al igual que con un equipo deportivo, la gente común se toma realmente en serio sus banderas, especialmente contra otras banderas, pero en lo básico no tenemos ningún control sobre nuestras naciones, y aun menos en las llamadas democracias. La premisa de la Democracia(R) es que cedes el control de la economía, que es donde se juega el partido de verdad. El mundo moderno se guía por el lucro y esa IA extendida a escala planetaria que llamamos Capital, sencillamente no es capaz de entender el planeta como otra cosa que un slogan publicitario, la última gilipollez para realizar sus propios procesos metabólicos, consumiendo energía y generando el calor residual que llaman beneficio. Y nosotros somos tontos de buena gana, como la gente que anima a un equipo deportivo cuyo billonario dueño venderá a otra ciudad en la temporada siguiente.
Para visualizar esto, pienso en el cebado de rayas que tienen en un complejo turístico. Ponen grandes luces sumergibles en el agua y les arrojan trozos de atún a las rayas, que se amontonan unas encima de otras cerca de la orilla. En la naturaleza ¿es normal que las rayas se agolpen aquí en la playa?, ¿comen atunes gigantes? No. Pero es donde está la comida, así que aparecen. Hay fuerzas artificiales mucho más grandes en juego aquí, pero ¡qué diablos sabrán ellas! Y nosotros nos creemos que somos muchísimo más inteligentes que ellas, cuando nos volvemos al bufet para hacer exactamente lo mismo. También somos parte del mundo natural, y la circulación artificial del capital que hace todo esto posible es lo que en definitiva nos está matando. Aun así, seguimos apareciendo, a por las sobras que nos arrojan. No comprendemos nuestra situación mucho más cabalmente de lo que lo hacen estas rayas.
Puedes poner a tu cerebro a pensar sobre estos temas, pero luego lo bloqueas completamente porque tienes hambre y además… ¡qué cojones vas a hacer tú al respecto! Esta es la disonancia cognitiva a la que me refería. Malinterpretamos el ruido que emite constantemente el capitalismo como si fuera la campanilla que nos llama a cenar, pero en realidad es la sonora disonancia de un sistema que aparece como si nos diera el mundo cuando en realidad lo está destruyendo. En la mayoría de lugares esa contradicción se oculta tras bonitos envoltorios y escaparates brillantes, pero en las Maldivas lo tienes justo delante. Puedes ver la sangre en el agua, seguida inmediatamente por la sangre en tu tenedor. Visto de esta manera, la mesa donde se sirve el bufet es lo que William S. Burroughs llamaba un «almuerzo desnudo, un instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores».
En la mayoría de sitios, estas contradicciones —estos costes— se mantienen fuera de la vista y de la mente. Los aeropuertos se ponen lejos, los contenedores de los cargueros aun más lejos, y la energía y las mercancías simplemente aparecen de la nada, quizás con algún envoltorio que diga lo «sostenible» que es todo. La gente que vive en islas que no se están hundiendo pueden ir en bicicleta y reciclar y fingir que esto supone realmente alguna diferencia en el gran esquema de cosas. Es como cuando la gente compraba las indulgencias papales para poder pecar sin sentimiento de culpa.
La gente habla en Occidente sobre el cambio climático porque, lo digo con franqueza, están aun más apartados. Creen que pueden practicar el consumo consciente porque son completamente inconscientes del proceso de producción de cualquier cosa. Cómo llegan las cosas, cómo se desplaza la gente, cómo se construyen las cosas (incluso las [energías] renovables, que son fabricadas e instaladas con combustibles fósiles). Los occidentales arrojan su trabajo sucio en lugares que sólo experimentan a través de una mierda de envoltorios o de vacaciones higienizadas. Creen que el cambio climático es una elección que puedes hacer en el menú de un restaurante o en un concesionario de coches, cuando esto sólo es la punta de un iceberg que se está derritiendo a toda mecha. Ojos que no ven, corazón que no siente una mierda. Pero es que ¿de qué hostias están hablando? Es como aquel rico que le preguntó a Jesús qué podía hacer y Jesús le dijo «regala todo lo que tengas y sígueme». Y entonces el rico va y le responde «esto… va a ser que no. Y ¿si usamos pajitas de papel?»
En las Maldivas están muy claras las concesiones que tenemos que hacer para detener el colapso climático de manera efectiva. Tenemos que renunciar a todo. Las Maldivas tienen que cerrar complemente y volver a sus modos de vida sostenibles, lo cual significa una fracción de su población actual y poca conexión con el resto del mundo. Mis padres me contaban que la gente de antes navegaba a Sri Lanka cuando los vientos eran favorables, y luego esperaban unos pocos meses hasta que los vientos los pudiesen llevar de vuelta. La industria tradicional aquí solía ser la pesca, aunque de ella solamente no pueda vivir el hombre (aunque sea un pescado excelente). Hay muy poco que realmente crezca aquí, y entre esos cultivos no hay la más mínima cantidad de cereal. Me han contado que la gente de Maldivas solía almacenar el fruto del árbol de pan que luego comían durante meses hasta que se acababa. Pero ¿de qué sirve hablar si quiera de esto? Cuando salía por ahí con la gente del lugar, y sacaba el tema de lo irónica que es su existencia, me sentía como si dijese cosas sin sentido o incluso bruscas. También es así mi existencia, y puede que tan sólo esté adoptando una postura más afectada. Soy yo el que les está echando encima sus emisiones a ellos, y luego les pregunto «oye, ¿has pensado en esta porquería que te he echado encima?». No tengo una respuesta convincente a la pregunta de cómo debería responder la gente al colapso climático. Creo que es como cualquier desastre pasado: es interesante y asusta pero no está sucediendo ahora, así que simplemente no pienses tanto en ello.
Los seres humanos modernos no pueden procesar la realidad del colapso climático y de lo que se necesitaría hacer, mejor de lo que aquel rico que habló con Jesús. Como el desaparecido Mark Fisher dijo, «la catástrofe ambiental aparece en la cultura capitalista tardía apenas como una especie de simulacro, cuyas implicaciones reales son demasiado traumáticas para ser asimiladas dentro del sistema». Fisher veía las cosas con claridad y se suicidó. Honestamente, es mejor vivir en el simulacro, que puedes experimentar en una pintoresca miniatura en las Maldivas.
La gente vuela desde todas partes del mundo para ver los océanos en las Maldivas, y los océanos les corresponden levantándose para saludarlos, más y más arriba cada año que pasa. La gente viene por el clima cálido, a lo cual los dioses corresponden subiendo la temperatura. La gente viene, en realidad, como indicadores de capital, volando a islas segregadas según ingresos, operadas por empresas multinacionales, tanto para ver a las rayas como para ser las rayas, destruidas en última instancia por las formas de vida artificiales que los consumen como meros valores anotados en una inmensa hoja de cálculo. Esto es el colapso climático en versión microcosmos, el crecimiento del mundo artificial a expensas del natural. Puedes pensar en ello en cualquier sitio, pero el lugar donde más claramente lo verás es en las Maldivas. Y, joder… ¡menudas vistas!
(Publicado previamente en el blog del autor. Traducido por Manuel Casal Lodeiro.)
INDRAJIT SAMARAJIVA. Escritor canadiense de origen ceilandés. Estudió Ciencias Cognitivas en la Universidad McGill de Montreal y ha trabajado en diversos medios online, además de haber creado varias revistas y su propia empresa de contenidos.
Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2023/08/22/las-maldivas-como-microcosmos-del-cambio-climatico/