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Las mujeres del huerto

Fuentes: Página 12

Las mujeres de Itaú, una pequeña comunidad boliviana a una hora de Caraparí, el pueblo donde se instalaron los campos petroleros más ricos del país, se reúnen con regularidad desde hace años, cuando se organizaron en una colectiva capaz de reconocerse juntas y proyectar un mundo nuevo, que rompiera con los sometimientos y las violencias […]

Las mujeres de Itaú, una pequeña comunidad boliviana a una hora de Caraparí, el pueblo donde se instalaron los campos petroleros más ricos del país, se reúnen con regularidad desde hace años, cuando se organizaron en una colectiva capaz de reconocerse juntas y proyectar un mundo nuevo, que rompiera con los sometimientos y las violencias ancestrales. Enredadas, salieron de sus casas para asistir y capacitarse en diferentes talleres, sobre todo aquellos orientados al cultivo orgánico de hortalizas, y recuperar sus pequeños huertos familiares. Hoy conforman una organización con todas las mujeres de su comunidad y de distritos vecinos, la Asociación Integral de Mujeres Productoras del Agro Sostenible, una herramienta de desarrollo sustentable y feminista.

Cecilia Yujra Chávez tiene la memoria de un elefante. Recuerda discursos enteros palabra por palabra y es capaz de escribir diálogos completos días después. Repite de memoria recetas de distintos tipos de abono orgánico con todos sus tecnicismos, señala fechas con día y hora puntuales, recuerda lugares y vestimentas precisos pero sobre todo recuerda el día que su padre se fue para siempre.

Tenía 11 años cuando su papá, después de beber y beber y golpear a su mujer y a sus hijos día tras día, finalmente se marchó. «Cuando una es chica no sabe si quiere o no quiere», dice Cecilia, los ojos achinados, la voz dulce. Ladea la cabeza con pena y por un segundo se pierde -o se encuentra- en los recuerdos de su memoria implacable, sentada sobre un tronco a modo de silla bajo el techo de lona de su casa en Itaú, un remoto lugar en el Chaco boliviano. Cecilia tiene hoy 45 años.

De pronto se levanta, sacude los recuerdos y sigue en lo suyo. Cecilia no es una mujer de llorar. Su verbo es hacer y mientras habla cocina, lleva y trae, se mueve. Conversa. Habla como hacen las mujeres alrededor del fuego: compartiendo sus alegrías y sus penas más inconfesables. Por eso comienza su historia recordando la maldad de su padre a quien ella no sabía si amar u odiar. Porque aún si miraba cómo él castigaba a sus hermanos amarrándolos por el cuello con una soga que luego colgaba del techo y con la punta les daba latigazos peores que la muerte misma («matarnos era poquito», dicen ellos), el día que éste se marchó, Cecilia lo despidió creyendo que volvería: «Papá: me va a traer de esas galletas grandes… grandes, ¿no? Muñecas me lo va a traer».

Cecilia agarra el cuchillo con firmeza y rebana con maestría la cáscara de la yuca gruesa, dura, terca. «¡Autoritario!» dice, mientras termina de pelar el último tubérculo. Se levanta, tira la yuca pelada al agua hirviendo y regresa como si acabase de escupir una pepa atorada en el corazón.

Cecilia nació allí mismo, en Itaú, una pequeña comunidad de clima semi húmedo distante una hora de Caraparí, el pueblo grande donde se han instalado los campos petroleros más ricos, al sur del país. Luego de la nacionalización de los hidrocarburos el año 2006, las arcas del municipio se llenaron de tal manera que muchos pobladores llegaron atraídos por la bonanza petrolera. Como en ningún otro lugar de Bolivia, en Caraparí lxs niñxs reciben desayuno, almuerzo, mochila y material escolar para todo el año y un autobús los recoge de sus casas para llevarlos al colegio gratis. Claro que cuando Cecilia tenía 11 años y su papá se fue de la casa, nada de eso había y ella cursó solamente hasta el cuarto año de primaria, igual que la mayoría de las mujeres bolivianas del área rural. Poco después de cumplir 15 años, la niña Cecilia fue mamá.

Cecilia va y viene de un lado a otro al mismo tiempo que conversa; no pierde el tiempo y anda afanada en cocinar. Los vientos helados del sur llegaron esta mañana como suele suceder de vez en cuando por estos lados donde lo habitual es el clima caliente, de modo que gran parte de las viviendas no tienen puertas ni ventanas, quiero decir, las casas pobres. Y casas pobres son casi todas, a pesar del dinero petrolero.

La casa de Cecilia queda al borde del camino de tierra, veinte minutos después de haber dejado el asfalto y antes de llegar al centro de la pequeña comunidad de Itaú. Es un extenso terreno de fronteras difusas cercado con maderas flacas y alambre liso, donde se alzan dos mínimas construcciones precarias. La principal es apenas un cuarto que tiene como base cinco filas de ladrillos y el resto de la pared armado con tablas y un par de telas que cuelgan en vez de puertas. A un lado está la cocina donde también hay una cama, una mesa y un montón de objetos diversos, entre ellos un televisor y un reproductor de DVD que hoy que hay invitadas tiene puesto el video de un grupo musical chaqueño; al otro lado, separado por una tela, está el cuarto de Cecilia.

Chacho, su marido, sólo logró levantar unas cuantas paredes de la casa que algún día esperan terminar y que por ahora está rodeada de maleza a pocos metros del cuarto principal. Detrás de todo, mirando a las montañas, está el huerto de Cecilia tan pequeño como media cancha de tenis. Eso sí, está lleno de hortalizas coloridas.

Calladiiiita ya no más

Llueve menudito. La tierra rojiza se ha hecho barro por donde pasean algunos chanchos, gallinas y tres perros con nombres de súper héroes. Chacho y Cecilia esperan visitas con un cerdo crucificado que se cocina lentamente clavado en un palo en medio de la brasa. Allí mismo, Chacho lanza la «taba»: un hueso pequeño y pesado que da nombre al juego que consiste en lanzar esa pieza sobre una superficie marcada en el suelo mojado; dependiendo de qué lado caiga, se gana o se pierde. Chacho se empecina en ganar a su mujer que se da tiempo de lanzar la «taba», al paso, mientras entra y sale de la cocina, abre una caja de vino argentino, lo mezcla con soda, invita y ahora sonríe. Chacho se entusiasma, prueba un sorbo y exclama: «¡púta!… tá ríco como ajéno…», acentúa y estira las vocales, usando a su antojo las palabrotas que allí son parte del vocabulario cotidiano, florido, cachondo. «Saque y meta, saque y tome», grita Chacho y ríe otra vez. Ella y su marido hablan y hablan, los dos al mismo tiempo, en esa batalla que de tanto pelear se ha hecho vida cotidiana llevadera. No sé si logran escucharse pero sí sé que hablar es la revancha. Su marido es su marido a fuerza de la costumbre de callar.

Eso cuenta Cecilia recordando que «antes, las mujeres éramos criadas así, a palos; por eso calladiiiitas teníamos miedo de avisar». Avisar que Chacho, jovencito, iba y la «afanaba» (afanar, argentinismo que significa apropiarse de lo ajeno). Así nació su primer hijo y luego otro y otro cada dos años hasta completar ocho igual que su mamá que desde el principio le dijo que si él quería casarse, ella tenía que aceptar, y como Cecilia no entendía nada, se casó. Con un hijo tras otro siguieron juntos hasta hoy.

Cecilia asistía a las reuniones de la comunidad «solamente para hacer bulto, para que no cobren multa nomás», porque su timidez no daba para más. Cecilia se recuerda a sí misma moviendo la cabeza en señal de reproche o lamento. «Yo no sé… Es como si una tuviese que madurar para darse cuenta recién, para saber qué es lo bueno, qué es lo malo. Yo calladiiiita todo ese tiempo. Todo sí nomás decía. Mi marido me trataba como a una ‘chiqui’ (niña, pequeña). Lo que me decía yo hacía; mi obligación era atender a mis hijos y a él. Vivía como si estuviera durmiendo».

Como las abejitas

Por eso fue lindo el día que su cuñada llegó como abeja que pica. Apareció diciendo que había un taller sobre género. ¿Qué? -Género. Bueno. Como a todo decía que sí, Cecilia fue y no se equivocó. Porque allí oyó decir que las mujeres tenemos un problema y es que «una mujer no habla bien de otra mujer». Supongamos -explica-: «si una mujer se separa de un hombre y el hombre se queda con los hijos, decimos: ‘pobre señor’, y lo ayudamos. No tiene con quién dejar a los hijos para ir a trabajar: ‘tráigalos aquí’, decimos, ‘yo se los voy a cuidar’. ‘Qué mujer perra que se ha ido con otro’, decimos. No sabemos reconocer, no nos damos nuestro lugar, no velamos por otra mujer, siempre por el hombre», advierte Cecilia.

Esa reunión resultó suficiente para saber que algo estaba a punto de cambiar. De allí en adelante, ella se apuntó a cuanto taller apareció. En uno de esos encuentros Cecilia oyó el ejemplo que marcaría su vida. «Nos entraron con el ejemplo de las abejitas -cuenta-. Tan chiquititas son que una no puede ver ni sus ojos, pero las abejitas nos ven de leeejos. Ven, olfatean y ¡cómo tienen esa resistencia! nos pican, nos pelean ¡nos hacen escapar!», exclama, sabiéndose ahora una suerte de abeja reina.

A pesar de las protestas de su marido, Cecilia incluso se animó y viajó lejos con sus hijxs a cuestas para asistir a un ambicioso curso sobre finanzas. Los reclamos de Chacho cedieron cuando ocho meses después su mujer entendía sobre planes de negocio, mercado, clientes y cómo comportase con ellos. Así lo ayudó a hacer presupuestos para las obras que emprendía como albañil y desde entonces él también supo valorar su trabajo. Más aún, los roles se invirtieron y eso quedó claro cuando Cecilia, ya empoderada, le dijo: «Aquí no manda nadie más que yo». Y hasta en las fiestas o en las camorras ella se puso al frente, a defender a su marido. «Yo no dejo que le humillen. Si alguien tiene que ofender, primero que me ofenda a mí, primero que me diga a mí. Si tiene que pegarme primero que me pegue a mí, después a él. Así he parado yo a la gente», cuenta envalentonada mientras Chacho mira de lejos sosteniendo su «taba» junto al cerdo que arde con paciencia. El alma de la familia es claramente su mujer.

De pronto «ahhhh…» , grita Chacho. La «taba» ha caído en el blanco y del lado correcto.

Todas contentas

Sandra Donaire tiene 40 años, la voz cálida, las manos cuidadas y el aire coqueto. Habla con calma y precisión. Dolly Jurado es la más joven, tiene 35 años y una figura imponente. Aunque poco, habla fuerte. Luisa Tórrez es pequeñita y tiene la voz tan gruesa que junto al modo de hablar local, lleno de particularismos, es difícil entenderle. Es la mayor de todas y esta vez la reunión es en su casa, tan colorida como ella que parece la hormiguita hippie.

Las cuatro mujeres se saludan de a besos y entre risas dicen «hola mi amor», «hola cariño». Están contentas de verse. Se reúnen con regularidad desde hace varios años cuando, igual que Cecilia, se reconocieron abejitas capaces de mirar lejos y salieron de sus casas a capacitarse en distintos talleres, sobre todo aquellos orientados al cultivo orgánico de hortalizas. Así resucitaron sus pequeños huertos familiares. Luego conformaron un grupo con todas las mujeres de la comunidad. Lo mismo sucedió en las otras comunidades del distrito hasta que finalmente formaron una asociación que llamaron Asociación Integral de Mujeres Productoras del Agro Sostenible, «un 25 de abril de 2010», apunta Cecilia memoriosa, siempre atenta a las fechas precisas desde la silla donde se ha sentado para escuchar a sus compañeras. Sólo interviene para acotar nombres, días, meses, años, cantidades, lugares. Su liderazgo se siente aún o precisamente porque ahora calla y hablan las demás.

«Fue en febrero de 2006» -precisa Cecilia- cuando se presentó una institución para hablarles de un proyecto de huertos hortícolas. A todas les pareció interesante porque hasta entonces compraban la verdura de un camión que venía desde muy lejos y todas salían corriendo. Si el camión no venía o no lograban alcanzarlo, tenían que caminar kilómetros hasta la casa de uno de los tres vecinos de la comunidad que producía algo de verdura para vender.

La segunda razón que las animó a poner empeño en sus huertos fue que así mataban tres pájaros de un tiro: No gastaban dinero comprando verdura sino produciéndola; el excedente podrían venderlo ellas mismas; y de paso cuidaban su salud y la de sus familias produciendo hortalizas orgánicas.

Pero antes de todas esas razones estuvo la primera: todas quisieron salir de sus casas y ser autónomas. Sandra, que habla con cuidado, un poco en broma y harto en serio, dice: «conocer nuestros derechos y tantas capacitaciones que hemos tenido nos ha servido para liberarnos del yugo español». Ellas estallan en una carcajada y corrigen a coro: «del yugo de nuestros mariiidooos…»

Dolly es la que más trabaja intentando «educar» a su marido. Tiene cuatro hijos pequeños y «como es costumbre», dice, se dedica a las labores de la casa. Su marido era «muy caprichoso», cuenta, «hay veces, cuando yo iba a las reuniones, volvía y él estaba bravo. Era bien machista pero al final ya entendió. Parece que ya torció el brazo. Cuando vuelvo yo le cuento lo que hacemos, aunque poco me da importancia pero igual le cuento qué es lo que he aprendido y en qué más me puedo capacitar».

De pronto vuelven las risitas, se miran y siguen riendo. Entonces Dolly explica que es porque ahora la ven y la oyen hablar recordando lo tímida que era y lo mucho que le costaba participar en las reuniones. «Yo sé que soy capaz de enfrentar y aprender cosas que todavía no he aprendido», cuenta casi solemne. Ahora viaja dos, tres días a los talleres donde se capacita y a su vuelta le toca moderar los ánimos de su marido. Finalmente dice: «es verdad: desde que empecé a salir, recién él me está valorando. Porque a veces cuando la mujer sale, ellos piensan que no es mucho lo que hacemos».

Nuevamente todas ríen y aclaran que hasta ahora ningún marido las ha llamado en medio taller para recriminarlas o molestar. «Al revés», comentan sonrientes: «llaman cariñosos». Chacho, el marido de Cecilia, dijo en su casa que su mujer «se ha puesto ¡más guapa!». También contó, con gesto resignado, que ahora los maridos se quedan «wuajchi», sin par, sin pareja. «Ni cómo ir a trabajar porque tengo que estar cuidando aquí a los chicos que van al colegio…. tengo que estar aquí viendo a los animales, dando de comer…» .

Luisa ya superó todo eso. «Mi marido ahora es educado, antes no me dejaba: ‘¡A qué vas, las mujeres no van a eso!’, decía. En una discusión, una vez dijo que si voy ahí es que vuelvo más capaz a pelearle a él. Es eso pues, no me voy a dejar tampoco porque ya no estamos en esos años», asegura con solvencia. Ahora sus hijos son los que más la apoyan: «mamita, cuando usted quiera ir nos avisa para que nosotros hagamos aquí», la alientan. Y eso sucede porque cuando Luisa vuelve también enseña a sus hijos lo que aprende. Lo mismo pasa en la casa de Cecilia donde las preguntas de sus hijos, cuando hacen las tareas de la escuela, se dirigen siempre a ella.

Y lo que las mujeres del huerto aprenden no es poco. Una a una describe los distintos tipos de abono orgánico. Entonces Cecilia, que las ha escuchado calladita, interviene, porque nadie como ella para repetir de memoria y con las medidas exactas una receta: «50 litros de suero, 20 kilos de ‘aca’ de vaca, 180 gramos de levadura y 3 kilos de chancaca…» Cecilia habla rápido, casi recitando y, de paso, repasa la receta del «biol» para todas: «se raspa la chancaca, se disuelve con agua caliente o tibia, ahí se aumenta la levadura, después de que se hace esa mezcla, se echa a la bosta de vaca, se deja fermentar bien tapadito y se deja un drenaje con una botella de agua. Dentro la botella se hacen burbujas y el agua va aminorando. Ahí madura por 90 días y eso se echa de acuerdo al crecimiento de la plantita, no es aconsejable echarle cuando está en floración, eso es netamente para el tallo». Es toda una maestra. Las demás la escuchan y sólo cuando termina aprovechan para volver a reír porque aclaran que la bosta debe ser «fresquita». «Detrás de la vaca con nuestro recipiente vamos» bromean, muertas de risa.

Producir abono orgánico es costoso. Chacho dijo en su casa que «tienen que estar molestando» a los vecinos para prestarse un aparato que pica la chala del maíz, o tienen que ir lejos a traer bolsas con guano o tierra del monte y no tienen movilidad. Sandra, Dolly y Luisa cuentan el tiempo que invierten en preparar sus abonos, esperando semanas a que los gusanos hagan su trabajo. «Hay que tener paciencia», dicen.

Sería más fácil comprar un químico y echar a las plantas, claro. Así las lechugas crecerían grandes, fotoshopeadas, los tomates redondos, lisos, siliconeados, igual que toda la verdura. Y en el mercado la gente miraría esas impactantes hortalizas y compraría sin dudar pero también sin saber que esos químicos pasarán pronto la factura a la salud. Las mujeres del huerto están absolutamente convencidas de eso. Luisa protesta y resume así lo que todas repiten: que si la gente enferma con cáncer es por eso, por los químicos. «Pollo con químico, tomate con químico, papa con químico; en cambio la gente antes era guapa, sana, le echaba papita a la tierra y daba nomás porque la tierra no era dañada», asegura. Cecilia interviene a su modo, siempre sonriente con su voz cantarina: «Lo malo que sucede en Bolivia y otros países es que hay gran cantidad de químicos. ¡Cuántas sonseras hay! Pero pulmones, hígados, riñones no hay. ¡Si hubiera fuera lindo! Yo con gusto cambiaría. No sé dónde hay un repuesto: voy a comprar». Y todas carcajean.

Cuando las mujeres del huerto sonríen sólo Sandra y Dolly muestran sus dientes blancos. Cecilia y Luisa cierran la boca con discreción porque allí hay demasiados espacios vacíos. Todas, excepto Luisa, tienen sobrepeso, y Sandra reconoce que producir orgánicamente sus hortalizas es «lo mínimo» que están haciendo porque «sí o sí le echamos a la olla arroz, fideo, aceite… y no sabemos cómo ha sido producido todo eso», dice. Por eso sus huertos son importantes. Mientras sus hijos crezcan sanos, mayores serán las posibilidades lograr lo que sus padres no pudieron.

Te invito

De vuelta en la casa de Cecilia el vino circula de vaso en vaso. En el camino ella paró a comprar más vino, mucho vino, al debe. En la tienda la conocen y saben que luego pagará. Ella y su marido están alegres. Sus hijos llegaron del colegio y acompañan, hablan de la escuela y Cecilia comenta que ahora a los hombres les enseñan a tejer. Dice que Oliverio, su hijo, teje bien. Chacho aprovecha esa mínima ocasión para ventilar su machismo con una gran risotada: «¡le voy a comprar una pollera, una pollera chapaaaaca (falda del lugar)!». Oliverio, echado en la cama atento a su teléfono celular, ni se da por enterado pero Chacho disfruta su ocurrencia como único resquicio a una situación sin vuelta atrás: en su casa las mujeres ocupan el mismo lugar que los hombres y más. Gracias a los talleres de su mujer, Chacho también ha participado en una de las capacitaciones orientadas a construir estanques de agua y un sistema de cosecha de agua. Ahora Chacho muestra orgulloso el único certificado de estudio que ostenta en su vida.

Lo único que Cecilia ha olvidado en todos estos años es la multiplicación de tres cifras, cuenta con seriedad. No ha olvidado el día que su papá se marchó, pero la madurez de los años le ha enseñado que «para qué una va a obrar mal con el papá o la mamá. Por qué lo harían, no sé, tal vez sería porque la ley estaba a favor del hombre, sería porque así lo han criado… Ahora mismo le digo a mi papá: ‘qué desgracia que en ese tiempo yo no era grande, porque si hubiera sigo grande yo te hubiera matado defendiendo a mi mamá'», concluye. Agarra un vaso lleno de vino patero y dice: «te invito». Salud.

* Esta crónica fue escrita con el apoyo de Oxfam Bolivia.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/38545-las-mujeres-del-huerto