«El batallón de las sombras», película española de 1957. Un personaje atildado, con aires de gentilhombre y dicción enfática, larga a la cámara: «¿Para qué sirve la mujer? Para nada, nos cosen los botones, nos hacen la comida y dicen que no estamos en casa cuando alguien viene a cobrar un recibo. Bueno, en algo […]
«El batallón de las sombras», película española de 1957. Un personaje atildado, con aires de gentilhombre y dicción enfática, larga a la cámara: «¿Para qué sirve la mujer? Para nada, nos cosen los botones, nos hacen la comida y dicen que no estamos en casa cuando alguien viene a cobrar un recibo. Bueno, en algo han de entretenerse. Nos traen al mundo, pero también nos traen algunas corbatas que no podemos ponernos (…)». Llevado al límite de la caricatura y al extremo de lo grotesco (¿o no tanto?), es un discurso -y también unas prácticas- que se hallaban presentes en la sociedad española de la época. También en el cine.
Presentado por el Fórum de Debats de la Universitat de València, «Con la pata quebrada» recorre la imagen que el cine español ha proyectado de la mujer desde los años 30 del siglo XX hasta la actualidad. Son 80 minutos con 180 fragmentos de películas integrados en un documental, producido por Enrique Cerezo y El Deseo. Con guión y dirección de Diego Galán, el filme obtuvo el premio al mejor documental en el Festival Cine-Horizontes de Marsella en 2013 y estuvo nominada al mejor documental en los premios Goya de 2014.
En la II República llega el cine sonoro, pero también profundos cambios políticos y sociológicos que afectan a la población femenina, y que las películas expresan. El derecho al voto, la legalización del matrimonio civil, el acceso a la vida pública (y a la política), el derecho al divorcio y (a partir de 1937) al aborto en Cataluña son algunas de las grandes conquistas del periodo. Se reivindica la libertad sexual de las mujeres. En «Nuestro culpable» (1937), ellas se ofrecen con descaro a un preso rico, al que cantan a coro tras las rejas: «Somos cariñosas, vampiresas, esmerosas como puedes probar/todos los encantos te ofrecemos por un tanto/si tu quieres pagar». «Es fino el coral», le destapa ligeramente el pecho a una de ellas el recluso. Todo ello en tono jocoso, de comedia frívola. «Tengo mis cositas, ni muy grandes ni chiquitas», canta otra.
La visión que de la mujer tiene la España oscura y retardataria aparece en las películas. Del año 1934 es el filme «El agua en el suelo», en el que un provecto cura le confiesa a un joven clérigo que le acompaña: «En la tierra no he visto más que un peligro: las mujeres. Huye de ellas, Gustavo. Son el cólera, el tifus, el terremoto, la peste, la guerra, el diablo (…)». Es su experiencia tras muchos años de confesionario. Y agrega en tono admonitorio: «Cincuenta años oyendo beatas me dan una gran autoridad en la materia. Por una se terminó el primer hombre, por otra se perdió España y, para muchos, el mundo». El documental «Con la pata quebrada» selecciona, en minuciosa y concienzuda labor, todos estos fragmentos.
Pero frente junto al cine alegre, desenvuelto y con mujeres divertidas («Centinela alerta», de 1936; o «El bailarín y el trabajador», del mismo año), la II República también conoció la expansión de melodramas en los que se defendían los valores de la España eterna («La dolorosa», de 1934) y las tradiciones carpetovetónicas. Esposas repudiadas por adúlteras, madres solteras engañadas por señoritos o mujeres prostituidas a la fuerza remiten a un pasado de siglos. «Don Quintín el amargao» (1935); «Rinconcito madrileño» (1936) o «Barrios bajos» (1937) recogen estos valores. Algunas veces aparecían en los filmes prostitutas de lujo en imitación del cine estadounidense, pero en otras -«Nobleza baturra» (1937)-, la maledicencia popular se ensañaba por sus relaciones prohibidas con las mujeres pobres.
La asonada fascista de 1936 y el comienzo de la guerra civil atrajo a cineastas españoles y extranjeros con determinación por documentar lo que ocurría. Se arriesgaban hasta el límite por captar a mujeres milicianas, laborando en la retaguardia o adiestrándose para ir al frente. Terminado el conflicto, los directores al servicio de la dictadura reconstruyeron el pasado: «El santuario no se rinde» (1949); «Rojo y Negro» (1942) o «Raza» (1941), con argumento de Franco. Los valores del nuevo régimen rellenaron las pantallas de los cines. Primero, con héroes viriles que de épocas legendarias se trasladaban al presente: «Jeromín» (1953), «Amaya» (1952) o «La princesa de Ursimos» (1947). Pero también con heroínas del pasado glorioso: «Fuenteovejuna» (1947), «Agustina de Aragón» (1950) o «Lola la Piconera» (1952). Todas ellas con énfasis de «grande» de España, aunque ninguna como Isabel de Castilla en «Alba de América» (1951), a quien se caracteriza abducida y sollozosa ante un indígena convertido que reza el padrenuestro. Nos atará una sola ley, una sola lengua y será el milagro más hermoso de todos los siglos, dice la reina.
De lleno en la noche de la dictadura, el cine también refleja historias de la vida cotidiana. En los hogares ocupa un lugar importante la radio, que acompaña a muchas mujeres -amas de casa- con programas especiales, seriales y consultorios. «Pototo, Boliche y compañía» (1944) o «Historias de la radio» (1955) recogen esta realidad del día a día. El consultorio de Elena Francis, seriales que adaptan «Amara Rosa», con el papel protagónico y estelar de Imperio Argentina, y el fútbol (retransmisiones para hombres) son ineludibles. En «Los ases buscan la paz» (1954), Matías Prats radia un partido con el soniquete habitual. Tampoco la radio repara en distingos de clase, pues se escucha en los hogares pobres («Así es Madrid») y también en los ambientes de lujo («Alta Costura», de 1954).
La mujer española era esencialmente católica y debía huir de los modismos franceses. Se tenía que moderar en los vestidos y en las costumbres. Por eso, la sección femenina de la Falange Española abogó por crear buenas patriotas, buenas cristianas, buenas esposas y buenas madres. El documental de Diego Galán apunta cómo Pilar Primo de Rivera pedía a las mujeres que fueran femeninas y no feministas. También las reconocía limitadas en su talento creador. En «Llegaron siete muchachas» (1957) pueden apreciarse las cátedras «ambulantes» de la sección femenina de la Falange, que se desplazaban a los pueblos para alfabetizar y adoctrinar en el catolicismo a las pupilas. ¿Qué les ocurría a estas «misioneras» cuando abandonaban las poblaciones y terminaban su labor de captar prosélitos? Recuperaban la ilusión por hacer feliz a un hombre y trabar con él sagrado matrimonio («Sabela de Cambados», de 1948).
«Cantando y cantando», las jóvenes «encuentran amores» en «Las chicas de la cruz roja» (1958). El amor es «Pasión», «tormento», «fuego», «ciclón» y «huracán» en «El día de los enamorados» (1959). En «Margarita se llama mi amor» (1961), las alumnas miran encandiladas a un profesor universitario (el señor Heredia), que recita las poesías amorosas de Garcilaso de la Vega. En las películas puede verse a mujeres que buscan «un hombre que me quiera querer sólo un poquito, porque yo pienso quererle por los dos, que son ya muchos años de rodar sola por el mundo…» («El arte de casarse», de 1966). «Sé alegre, picarona, olvida tus penas; que vea en ti (el hombre) una mujer que le pueda alegrar la vida; ríete», aconseja una amiga a otra en «Sólo para hombres» (1960). El remate, un diálogo de «Las muchachas de azul» (1957): «Debo de ser muy tonta, ¿verdad?, porque ningún chico se me ha declarado», pregunta uno de los personajes. Su amiga le responde que la iniciativa corresponde a ellas: «Nosotras nos declaramos. Para eso nos ponemos tacones, nos pintamos, nos soltamos el pelo o les miramos, o les damos un tortazo a tiempo. Ellos no cuentan para nada, pobrecitos…». En «Pero ¿En qué país vivimos?» (1967), Manolo Escobar le espeta a una «moderna» Concha Velasco su particular visión del género femenino: «A mí una mujer si no cose y no reza, me parece que no es una mujer».
Amores platónicos, idílicos, de rosa, con almibaradas bodas y largos vestidos, muy blancos, de novias que enlazan a su príncipe. Casamientos felices pero también misoginia, como manifiestan los personajes masculinos de «Tuvo la culpa Adán» (1943) o Alfredo Landa en «El arte de no casarse» (1966). También los ancianos, su conversación, en «Ella y los veteranos» (1961). Ponen el contrapunto las solteronas, a las que el cine caracteriza como gordas, viejas o feas («Alta costura», «La tía Tula» o «Calle mayor»). Se les ha pasado el arroz y han quedado para «vestir santos». Sobre todo si se convierten en monjas («La hermana San Sulpicio», de 1952). Y más aún si se trata de monjas que obran milagros, como «Sor Intrépida», película del mismo año.
Pero hay asimismo mujeres que se adentraban en la sensualidad y se atrevían a romper tabúes («Noches de Casablanca», de 1963; y «Varietés», de 1971), aunque se les solía connotar de modo muy negativo. A las que destrozaban matrimonios con su libertinaje les esperaba un destino inapelable («Fedra», de 1956). Ahora bien, de vida alegre son las mujeres de «Carmen la de Ronda» o «La bella Lola». Lo contrario de aquéllas -la inmensa mayoría- que contraían un matrimonio de por vida, sagrado, que les relegaba al hogar y a sus labores. Las películas de la época multiplicaban los discursos machistas y patriarcales: «Una cocina así es lo que yo llamo la liberación de la mujer» («La adúltera», de 1975); «Deja tu carrera, para trabajar me basto y me sobro yo» («Los derechos de la mujer», de 1963).
La cosa empieza a cambiar en los 70. El turismo agrieta la gazmoña moral de la España franquista. Vende la dictadura que España es diferente. En «Bahía de Palma» (1962), la actriz sueca Elke Sommer luce el primer bikini, aunque para ello ha de sortear los problemas de la censura. A la primera llamada se agregan un montón de secuelas, como «Manolo la Nuit» (1973) o «Tres Suecas para tres Rodríguez» (1975). Pero el español de a pie aún no lo tiene claro. En «Objetivo bi-ki-ni» (1968), José Luis López Vázquez -tras subrayar que es «español»- le dice a Gracita Morales que no ha de enfundarse el bikini, pues ella es una «mujer decente».
El documental «Con la pata quebrada» muestra la transmutación de algunos artistas, que se adaptan sin ambages a la época. Por ejemplo, Carmen Sevilla. Pasa de encarnar el paradigma de mujer para el franquismo, en «La guerrillera de Villa» (1967), donde es «Carmen de España, con bata de cola, pero cristiana y decente»; a enrolarse en papeles que anticipan los tiempos del «destape». Unos tiempos que llegan poco después y que levantan el entusiasmo de muchos hombres, pero también el antagonismo de los sectores conservadores. En «Zorrita Martínez» (1975), cinco mujeres en ropa interior hacen publicidad frente a un sanedrín de curas. La censura exigía que los desnudos estuvieran muy justificados por los requerimientos del guión.
Poco a poco el «destape» y las escenas eróticas ganaron cuota de pantalla. Las mujeres desnudas en la ducha ya no eran tan excepcionales: «La lozana andaluza» (1976); o «La mujer de Jeremías» (1980). En «Historia de S» (1980) se muestran imágenes de sadomasoquismo y relaciones eróticas entre ellas. Los títulos resultan bien explícitos: «Sexy, amor y fantasía» (1976) o «Sábado, chica y motel ¡Qué lío aquél!» (1976). Por descontado, el sexo que aparece en estas películas es para consumo exclusivamente masculino.
No menos palmarios son otros títulos de filmes con referencias a la violencia machista: «No es bueno que el hombre esté solo» (1973), «Marcada por los hombres» (1976) o «pecados conyugales» (1968). Carmen Maura es la víctima en «¿Qué he hecho yo para merecer esto?» (1984). Los valores de la época y el marco jurídico dejaban a las mujeres en la indefensión ya que, recuerda el documental, el Código Penal preveía (desde la posguerra) los malos tratos en legítima defensa para defender el honor masculino. Al marido homicida se le podía condenar a penas de destierro entre 25 y 250 kilómetros.
Llegada la transición y la democracia, la mujer se embarca en un largo proceso de emancipación, se enfrenta a nuevos desafíos y poco a poco rompe con el yugo patriarcal. Filmes tan distantes en el tiempo como «Pisito de solteras» (1972) o «Mujeres al borde de un ataque de nervios» (1987) incluyen escenas y diálogos que testimonian los nuevos tiempos. Las mujeres que pugnan por una vida independiente, se atreven a romper con un matrimonio no deseado y plantan cara al marido adúltero/maltratador, tienen un papel en el cine. En «Esclava te doy» (1974) ya se plantea alguno de estos asuntos. La legislación española prevé, desde 1981, la posibilidad del divorcio. Y el cine recoge esa nueva realidad, por ejemplo, con un Fernando Esteso convulso y airado en «Caray con el divorcio» (1982). En «¡Qué gozada de divorcio!» (1981), Florinda Chico reclama el derecho a separarse y casarse de nuevo en encendida discusión con Juanito Navarro.
Otra de las reivindicaciones «fuertes» de la época es el derecho al aborto. Las mujeres con posibles viajaban al extranjero para abortar, pero las que no, tenían que interrumpir el embarazo con métodos burdos y en la clandestinidad. Hay un filme que lo deja claro, «Abortar en Londres», de 1977, en el que la empleada de una clínica londinense reconoce que la mitad de las extranjeras que llegan a esta ciudad para abortar son españolas. «Aborto criminal», de 1973, testimonia el sufrimiento, el dolor y la precariedad de los abortos clandestinos. «Si vosotros parierais, los anticonceptivos irían a costa de la seguridad social y el aborto sería legalizado», dice una mujer en «Los embarazados» (1982).
Las películas de los años 80 introducen otro arquetipo de mujer. Ella es independiente, hace su vida sin necesidad de muleta masculina, crece profesionalmente, viaja y se lanza a nuevos retos («Gary Cooper que estás en los cielos», de 1981; «Miss Caribe», de 1988 o «Femenino singular», de 1982). Pero no es fácil, y las resistencias masculinas al cambio son todavía muy fuertes («Poniente», de 2002). En cuanto a las mujeres, la libre determinación gana fuerza pero a veces no es suficiente. Algunas, esto se recoge en diferentes filmes, desarrollan una vida autónoma pero con momentos de abatimiento y vacío, por la falta de compañía masculina.
Es cuestión de tiempo. Cuenta «Con la pata quebrada» cómo, en la década de los 90, artistas más jóvenes empiezan a llenar la pantalla con su desparpajo y ausencia de prejuicios. Ellas hablan y ejercen su libertad sexual sin preocuparse por el dogal del patriarcado. «Atómica» (1997); «Familia» (1996) o «Todo sobre mi madre» (1999). Estallan nuevos roles en la sociedad y en el cine. Se hace trizas buena parte de la rigidez tradicional. Una mujer de 70 años empieza una relación de pareja que no entiende su hija, a la que dice, incluso, que se vaya de casa, en «La vida empieza hoy» (2010). El documental finaliza en la era del digital, en el presente. Jóvenes adolescentes, con su inseparable tableta, que se abrazan, besan y juegan juntas en la bolera.
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