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Reseña de "Las tareas pendientes de la clase trabajadora", de Jesús Rodríguez Rojo (El Viejo Topo, 2021)

Las tareas pendientes… son otras

Fuentes: Rebelión

Esta es una crítica breve a un libro — también breve— escrito por un amigo, con el que incluso he compartido espacios. Es, por tanto, y a pesar del inevitable tono polemista, una crítica amistosa. Entronca con debates que el autor y yo hemos tenido muchas veces en persona, ampliándolos y actualizándolos. Es, por último, una crítica sincera, pues tanto el autor como quien suscribe estas líneas están de acuerdo en que lo cortés no quita lo valiente.

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Se trata del libro Las tareas pendientes de la clase trabajadora, de Jesús Rodríguez Rojo (El viejo topo, 2021). Lo primero que hay que expresar es que ni el prólogo de Maxi Nieto ni el epílogo de Juan Íñigo Carrera aportan, a nuestro juicio, contenido sustancial a la obra. Nadie puede dudar de la erudición de ambos autores, indudablemente muy superior a la nuestra; pero sí que es plausible invitarles a reflexionar sobre el castrante “giro lingüístico” que parece haberse asumido. ¿Discutimos sobre meras palabras, o sobre los conceptos que se esconden detrás? Y lo que es más importante: ¿de qué sirve la terminología si, en vez de desvelar la realidad, la oscurece y aleja?

Idéntico problema se observa en el primer artículo (pues, más que de capítulos, este libro se compone de tres artículos independientes). Por momentos, parece estarse haciendo metateoría: teoría sobre la teoría, no sobre la realidad. Se glosan obsesivamente obviedades como la plusvalía, y nuestra impresión es la siguiente: al no iniciado no le servirá, porque no lo entenderá, y al iniciado tampoco, porque todo será demasiado evidente.

En cuanto al segundo artículo, más interesante, se vuelve a observar cierto teoricismo, aunque no tanto como en el primero. El problema es que acaba siendo similar a una entrada de Wikipedia, que abre muchos temas interesantes y te expone brevemente numerosas ideas… pero sin profundizar en ninguna. Políticamente, entre tantas alabanzas al feminismo (coincidimos: un movimiento progresista en la historia), se echa de menos más valentía para remar contracorriente y marcar distancias (pues, hoy día, todo movimiento revolucionario que esté por la emancipación de la mujer debería hacerlo), al menos, con actuales versiones oficiales y oportunistas de este movimiento, que son difundidas desde televisión y están calando entre demasiada gente. Hasta el punto de que, en la propia ciudad del autor, había quien expulsaba de las movilizaciones del 8 de marzo a sindicalistas solidarios para invitar, en sangrante contraste, a “mujeres directivas”. Este botón de muestra debe contemplarse, más allá del hecho anecdótico, como sinécdoque de algo que queremos denunciar y que nos parece evidente.

En cuanto al artículo tercero parece incluir, al menos, temáticas de superior calado. No disponemos del tiempo necesario — probablemente porque tampoco es una prioridad debatir, sino organizarse— para refutar pormenorizadamente cada afirmación errada a nuestro juicio de las que se contienen en este ensayo. Nos conformaremos con efectuar un repaso rápido de varias de ellas.

Sostiene Rojo que la URSS fue un país capitalista (habla, de hecho, del Estado soviético como “forma política del capital nacional centralizado”, p. 101) y, para argumentarlo, desliza que los planificadores, aun no siendo burgueses, “debían rendir cuentas ante el mercado”; y que la desaparición de la empresa privada no destronó a la plusvalía (p. 115). Pues bien, en El Capital (Libro I, capítulos XIII y XIV, por ejemplo), Marx se refiere constantemente al plusvalor como ese valor extra, no pagado, generado por la mercancía fuerza de trabajo y que se apropia el capitalista. Marx deja claro que no toda forma de apropiación del excedente es plusvalor. El diezmo de los señores feudales medievales no era plusvalor. No puede haber plusvalor sin capitalistas.

Naturalmente, los trabajadores soviéticos no recibían el producto íntegro de su trabajo, como defendería que sucediera… Lassalle. La cuestión es que Marx ya dejó palmariamente clara su oposición a este tipo de planteamientos. Recordemos por ejemplo la Crítica del Programa de Gotha:

«Lo esencial del asunto está en que, en esta sociedad comunista, todo obrero debe obtener el «fruto íntegro del trabajo» lassalleano. Tomemos, en primer lugar, las palabras «el fruto del trabajo» en el sentido del producto del trabajo; entonces, el fruto del trabajo colectivo será la totalidad del producto social. Ahora, de aquí hay que deducir: Primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos. Segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción. Tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos debidos a fenómenos naturales, etc.

Estas deducciones del «fruto íntegro del trabajo» constituyen una necesidad económica, y su magnitud se determinará según los medios y fuerzas existentes, y en parte, por medio del cálculo de probabilidades, pero de ningún modo puede calcularse partiendo de la equidad. Queda la parte restante del producto total, destinada a servir de medios de consumo.

Pero, antes de que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que deducir todavía: Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la producción. Esta parte será, desde el primer momento, considerablemente reducida en comparación con la sociedad actual, e irá disminuyendo a medida que la nueva sociedad se desarrolle. Segundo: la parte que se destine a satisfacer necesidades colectivas, tales como escuelas, instituciones sanitarias, etc. Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en comparación con la sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en que la nueva sociedad se desarrolle. Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para el trabajo, etc.; en una palabra, lo que hoy compete a la llamada beneficencia oficial.

Sólo después de esto podemos proceder al «reparto», es decir, a lo único que, bajo la influencia de Lassalle y con una concepción estrecha, tiene presente el programa, es decir, a Ia parte de los medios de consumo que se reparte entre los productores individuales de la colectividad. El «fruto íntegro del trabajo» se ha transformado ya, imperceptiblemente, en el «fruto parcial», aunque lo que se le quite al productor en calidad de individuo vuelva a él, directa o indirectamente, en calidad de miembros de la sociedad. Y así como se ha evaporado la expresión «el fruto íntegro del trabajo», se evapora ahora la expresión «el fruto del trabajo» en general».

En la URSS no existía la figura del capitalista para apropiarse la plusvalía. Por supuesto, no se le entregaba a cada trabajador el fruto íntegro de su trabajo (¿cómo se habrían financiado entonces la administración, la sanidad, la educación, las pensiones o la guerra contra los nazis, por ejemplo?). Podía existir, naturalmente, una burocracia; pero no existía una clase capitalista que se apropiara el plusvalor (hasta Trotsky reconocía esto). Así, gran parte de los beneficios se reinvertían socialmente. Por tanto, debemos hablar en todo caso de excedente socialista, no de plusvalía.

Otra idea que sobrevuela todo el artículo, desde sus primeras páginas, es la idea de que “la revolución social no es más que una contundente zancada adelante en el desarrollo histórico de la producción capitalista” (p. 84). “A lo que aspira la clase obrera, antes que al socialismo, es a terminar aquello que la clase capitalista tan solo comenzó a implantar a escala mundial, aquel sueño que la burguesía no pudo más que dejar inconcluso” (p. 86). Y acaba por concluir que el objetivo del movimiento obrero debe ser “gestionar colectiva y democráticamente la acumulación capitalista” (p. 103).

Parece abrazar nuestro viejo amigo una suerte de “aceleracionismo” según el cual, cuanto más avance el capitalismo, más cerca estará el socialismo, porque se incrementarán las filas del proletariado, etc. Un mecanicismo histórico no exento de pasividad en lo político e indolencia en lo social que desde luego habría agradado más a la II Internacional que a la III. Lo primero que hay que oponer a esta idea es que la ley del valor opera ya a escala mundial desde hace décadas (cfr. Xabier Arrizabalo, Capitalismo y economía mundial). Y ello, que sepamos, no ha acelerado ninguna revolución planetaria.

¿Y cómo vamos a movilizar (de nuevo, la estrategia transformadora por encima de la mera “interpretación filosófica”, como en la XI Tesis sobre Feuerbach) a quienes son oprimidos por el capitalismo, si lo que les prometemos es “más capitalismo”? Parece palpitar debajo del planteamiento rojiano (aunque no lo cite de manera directa) el “Discurso sobre el libre cambio”, de Marx. Al respecto, nos gustaría citar este texto del investigador Francisco Umpiérrez (“Marx y el libre cambio”):

«Dicha cita se encuentra al final del «Discurso sobre el problema del librecambio», pronunciado por Marx el 9 de enero de 1848 en la Sociedad Democrática de Bruselas.

“Pero, en general, el sistema proteccionista es hoy un sistema conservador, mientras que el sistema librecambista actúa destructivamente. Desintegra las nacionalidades anteriores y hace culminar el antagonismo entre el proletariado y la burguesía. En una palabra, el sistema de la libertad de comercio  acelera la revolución social. Solamente en este sentido revolucionario emito yo, señores, mi voto en favor del librecambio».

Entremos en detalle:

1. En la actualidad el sistema del libre cambio no hace culminar el antagonismo entre el proletariado y la burguesía, puesto que este antagonismo hace tiempo que llegó a su culmen y lo ha excedido. Su poder destructivo es lo único que queda.

2. En la actualidad el sistema de librecambio no acelera la revolución social.

3. Marx dice que sólo da su voto a favor del librecambio si acelera la revolución social. Pero como en la actualidad el librecambio no acelera la revolución social, entonces en la actualidad no tendría el voto favorable de Marx.

4. En este texto Marx presenta la contradicción entre el sistema proteccionista y el sistema de librecambio, como la contradicción entre conservador y destructor. Luego hoy día y para la mayoría de los países del mundo conservar la riqueza nacional es mejor opción que destruirla.

5. Se incurre en idealismo cuando desglosando las ideas de una época del sentido histórico de esa época, se pretende dotarlas de validez absoluta».

Finalmente, en la última página del libro (aunque deslavazado del resto del texto, no como conclusión lógica), encontramos la rompedora tesis con la que, durante los últimos años, Jesús Rojo ha llamado la atención. Rechaza nuestro viejo amigo a Lenin (p. 122) y sus teorías del imperialismo, defendiendo en contraposición una teoría que podemos resumir con la expresión “clase contra clase”, como si la actual sociedad clasista se bifurcara simplemente en “burguesía y proletariado”, etc.

En contra de Lenin, que solo pudo ganar la guerra civil por establecer una alianza obrero-campesina; en contra de Dimitrov o José Díaz, que defendieron la táctica de frente popular, y en contra de Ho Chi Minh o Fidel que constituyeron frentes nacionales anticoloniales, Rojo rechaza que la clase trabajadora necesite de alianzas (aunque históricamente nunca se haya pasado del “tradeunionismo” de esa manera). Al fin y al cabo, como le hemos oído defender al autor, la mayoría de los habitantes de nuestra sociedad son asalariados.

Efectivamente, la tasa de salarización ha seguido creciendo en las últimas décadas (y más aún en Occidente, superando en España el 80%). Pero, a nuestro entender, el planteamiento de Rojo carece de visión táctica en el plano más coyuntural y militante. Es evidente que, para tumbar al poder enemigo, hay que constituir una fuerza superior a la suya. ¿Podemos encontrarla en los asalariados, así en general? ¿No existen dentro de ellos personas cuyo nivel de vida es muy superior al de muchos supuestos “empresarios” (autónomos o pequeños negocios “autoexplotados”). ¿O funcionarios que son auténticos asalariados acomodados? ¿Y los profesionales de nivel alto? ¿Y directivos no propietarios que ingresan únicamente un salario… pero desde luego muy sustancial? Aunque no dejen de ser asalariados, y haya que intentar ganarse poco a poco el apoyo de la mayoría de ellos, ¿nos lleva algo a pensar que esa fracción acomodada del cacareado 80% estará entre los primeros en movilizarse frente a la crisis?

En el lado contrario (pero, diga lo que diga Rojo, en el mismo lado: el del pueblo), en España hay, según los datos de la Seguridad Social, más de tres millones de autónomos, la mayoría de los cuales trabaja en el sector servicios en condiciones precarias. Y eso por no hablar de los falsos autónomos (varios cientos de miles, según se estimaba en 2018). ¿Cuántos “propietarios” de pequeños negocios son en realidad “otros proletarios” cuyo patrón es el banco, parásito económico al cual se hallan endeudados? ¿Realmente podemos reunir una fuerza social suficiente obviando a millones de personas precarizadas (y a sus familias)? ¿Por qué esa parte del pueblo, entre cuyas filas hay gente literalmente en la pobreza, no va a estar entre quienes se unan a la lucha de los trabajadores frente a emergencias habitacionales, energéticas, sanitarias, inflacionarias, etc.? Otra cosa es que, efectivamente, no debamos dejar que las ilusiones de la “pequeña empresa” nos marquen la agenda, el objetivo político último; que no podamos dejarnos seducir por anacrónicos cantos de sirena sobre una imposible sociedad de pequeños productores individuales lanzando productos a un ilusorio “mercado justo”, como soñaba Proudhon, etc.

El caso es que, evidentemente, la determinación del sujeto (porque tanto Rojo como nosotros ansiamos aún la transformación social, por encima de cierto onanismo ideologicista de autoconsumo que puede rastrearse en más de un departamento universitario) tendrá que hacerse desde una perspectiva menos mecanicista y que incluya planteamientos socioeconómicos más ricos que eso de “burguesía y proletariado” (¡Marx pudo esquematizarlo así en el breve Manifiesto revolucionario de 1848, pero no desde luego en El Dieciocho Brumario o La lucha de clases en Francia!). En lo coyuntural, en el plano de la movilización, habrá que tener en cuenta ingresos, estabilidad social, condiciones de vida y otras variables (aunque la relación del sujeto con la propiedad siga siendo, en última instancia, la clave estructural del actual edificio social). Porque, para Marx, el quid de la cuestión del proletariado como sujeto no era la formalidad de que reciba un salario, sino la determinación histórica de que la revolución la hacen siempre aquellos que menos tienen que perder (“salvo sus cadenas”). En todo caso, si hay algo que dejen claro los retos a los que nos enfrentemos, es que no es el momento histórico de “deconstruir” al sujeto, sino de entender que este abarca hoy día al conjunto del pueblo, objetivamente enfrentado a los intereses de una oligarquía parasitaria. Algo que no quita que, efectivamente, necesitemos a la clase obrera como fuerza directriz de este proceso. ¡Es como fuerza motriz como puede que necesite aliados y, desde luego, en otras latitudes así lo demostró Mao!

En ese sentido, en esta época de imperialismo tardío, sí que somos casi un 99% como se ha dicho tantas veces: el país casi entero (haya votado lo que haya votado, y lo sepa o no) está objetivamente interesado en expropiar a esa oligarquía parasitaria del IBEX-35. Así pues, a la hora de determinar un sujeto y un programa, no hay por qué estar de acuerdo en las definiciones más últimas ni en el “programa máximo”. Desde determinadas líneas del movimiento se está proponiendo desde hace tiempo: hay que repudiar la odiosa deuda, nacionalizar la rescatada banca y romper con la tiránica Bruselas. Esa es la línea de demarcación, en torno a la que habrá de construirse el referente de masas que necesitamos; y su construcción es la verdadera “tarea pendiente” de la clase trabajadora (o de sus fracciones más precarizadas, en alianza con otras fracciones de clase también precarizadas y (auto)explotadas por el capital financiero: D>D’). Y eso es más importante que volcar las esperanzas en una especie de mero sindicalismo “con toda la clase obrera-asalariada”. Ya sea por folclore o por mero teoricismo. Y es que, de hecho, tal es la precariedad actual y la facilidad para el despido que, en ocasiones, la lucha sindical clásica solo es posible para los sectores más acomodados de dicha clase trabajadora.

Como conclusión, el título de este libro puede resultar engañoso, pues no trata desde luego sobre las tareas pendientes de la clase trabajadora. A menos, claro está, que una de estas tareas sea “gestionar democráticamente la acumulación de capital”. O, peor aún, leer el propio libro. Habría sido, quizá, más pertinente un título modesto al estilo de “Tres ensayos acerca de la teoría marxista” (manteniéndose, quizá, el actual subtítulo tripartito de “Género, ciudadanía y socialismo”). Con todo, y más allá del título, sorprende el hecho de que estos ensayos no profundicen en las interesantes líneas que abren pero de que, a la vez, no sirvan tampoco para la divulgación, quedándose en una tierra de nadie que, al menos en nuestro caso, nos ha resultado insatisfactoria.

Para concluir, quedo naturalmente abierto amistosamente a eventuales respuestas si el autor, un experto desde luego en teoría marxista, tiene a bien dedicármelas. Estaré contento si, al menos, logro obligar a mi amigo a que el debate deje de girar en torno a abstracciones para centrarse, esta vez sí, en las tareas que faciliten una mejor organización de la clase trabajadora. Sin o —esperemos— con aliados.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.