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Las víctimas

Fuentes: La Estrella Digital

En algunas culturas, sobre todo de la antigüedad, la justicia quedaba encomendada a las víctimas, a sus familiares, a la tribu. Más que de justicia, puede hablarse de venganza. Lo malo es que con ello se abre un proceso al infinito, la sangre llama a la sangre. Un círculo vicioso sin principio ni fin. Ése […]

En algunas culturas, sobre todo de la antigüedad, la justicia quedaba encomendada a las víctimas, a sus familiares, a la tribu. Más que de justicia, puede hablarse de venganza. Lo malo es que con ello se abre un proceso al infinito, la sangre llama a la sangre. Un círculo vicioso sin principio ni fin. Ése es el conflicto que plantea Esquilo en su trilogía la Orestea, que recae como una maldición sobre la familia de los Atridas, y cuya solución, rompiendo la cadena de muertes, sólo se vislumbra al final de Las Euménides con la creación del Areópago: la venganza deja paso a la justicia y su ejercicio se traspasa de los parientes a los tribunales.

A medida que las sociedades van evolucionando, esta institucionalización de la justicia se hace más clara e incuestionable. Uno de los principios que rigen el Estado moderno y una de sus tareas prioritarias consiste en preservar la práctica de la justicia de toda influencia partidista e interesada, rodeándola de un ámbito de objetividad e imparcialidad, casi de asepsia, que garantice que nada ni nadie interfiere de forma pasional en su administración. Mala cosa si el ruido exterior termina contaminando su ejercicio. En ese sentido, las víctimas de los delitos son las menos adecuadas, e incluso podría decirse que están incapacitadas, para poder juzgarlos.

El florecimiento de la democracia conlleva la creación de todo tipo de sociedades y asociaciones. Cuando un delito resulta frecuente o es especialmente reprobable por la sociedad, se crean las circunstancias adecuadas para que las víctimas se asocien; lo que sin duda es bueno y deseable si tiene por objeto dar respuesta de forma colectiva a la problemática y dificultades que como víctimas padecen, pero comienza a resultar socialmente distorsionarte y peligroso si en su condición de tales pretenden constituirse en grupo de presión frente a los tribunales o frente a la tarea legislativa.

Hemos presenciado cómo las distintas asociaciones feministas y de víctimas de la violencia doméstica, amparadas en la lógica repulsa que estos delitos generan en la opinión pública, han creado a menudo una atmósfera de presión sobre fiscales y jueces, dificultando el ejercicio imparcial de la justicia y propiciando que el principio de inocencia quede en entredicho. Esa misma atmósfera ha impelido a los políticos a elaborar una ley -no era electoralmente conveniente ponerse en contra o, por el contrario, era rentable proponerla- altamente discutible, en la que los delitos se tipifican de manera diferente según los cometan los hombres o las mujeres y en la que en las desavenencias conyugales el hombre es en principio culpable y sospechoso, si la mujer así lo quiere, de violencia doméstica. Lo más grave es que, como cabía esperar, la ley no ha arreglado el problema. El número de asesinatos sigue siendo idéntico. Y es que el delito, el verdadero delito, se mueve por mecanismos psicológicos distintos. Las medidas penales no cuentan demasiado para el que tras asesinar a su mujer intenta suicidarse.

Estos días están en primer plano de actualidad las víctimas del terrorismo, han celebrado su congreso. Lo cierto es que existe la sensación de que al menos algunas asociaciones se mueven como agrupaciones políticas, con la pretensión de condicionar las diferentes medidas que puedan adoptarse. Las víctimas tienen, sin duda, importantes derechos frente a la sociedad, pero entre ellos no está el de tener una calificación especial a la hora de enjuiciar el fenómeno del terrorismo y la respuesta adecuada al mismo. Más bien, todo lo contrario. En este aspecto, con toda probabilidad, se encuentran contaminadas, y es humano, demasiado humano, que carezcan de la imparcialidad y objetividad necesaria para enjuiciar el problema. En términos forenses tendríamos que afirmar que han de ser objeto de recusación. A nadie se le ocurriría aceptar en un caso de violación como miembro del jurado a una madre a la que acaban de violar y asesinar a su hija, y tampoco parecería demasiado conveniente que la elaboración de las leyes penales que califican este tipo de delitos fuesen elaboradas por sus víctimas.

Es difícil sustraerse a la impresión de que, aprovechando la conmiseración social que las víctimas del terrorismo suscitan, se las pretende utilizar políticamente dándoles un protagonismo que no les corresponde. Todo el mundo se reafirma en la necesidad de que no se produzca esta manipulación, pero lo cierto es que casi todo el mundo también pretende llevar el ascua a su sardina, empezando incluso por las mismas víctimas. Su condición de tales no anula su personalidad con sus características e ideología propia. Pueden tener la tentación de utilizar su situación de víctimas para influir en el ámbito político en una medida muy superior a la que normalmente les competería.

 


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