Varios de los cantautores que combatieron el régimen rememoran el inicio de las reivindicaciones sociales y políticas en una época en la que cantar adquirió un inesperado poder
Dar un concierto durante el franquismo era algo similar a desembarcar en Normandía con una pistola y tres balas. No debía ser fácil abordar un recital cuando un administrativo del Gobierno ponía el sello de «censurado» en casi todas las canciones que iba a tocar un músico. Eso le ocurrió a Marina Rossell a mediados de los setenta, teloneando a Ovidi Montllor en Tortosa. «A Ovidi le dejaron tres canciones y a mí, cuatro. Lo que hicimos fue llenar todo el concierto con ellas, repitiéndolas. Era como un loop gigante. La gente alucinaba», recuerda la cantante, una de las participantes en el simposio sobre la canción de autor de los sesenta y setenta que la Fundación Joaquín Díaz organizó en Tiedra (Valladolid) durante la semana pasada.
No deja de ser curiosa la tarea que tenía la Policía en aquellos legendarios recitales: escuchar canciones. Se supone que al músico nunca se le ocurriría variar el orden del repertorio, a riesgo de ser encerrado. De improvisar con las letras ya ni hablamos.
Porque las canciones, cuando el muro del franquismo comenzaba a agrietarse, adquirieron un inesperado poder, tanto que lograron incomodar a un totémico sistema dictatorial. Voz y música, dos elementos sonoros, físicamente inofensivos, produjeron alteraciones imprevistas en una sociedad que, sencillamente, perdió el miedo.
«Cuando ibas a una manifestación, estaba todo el pueblo, yo miedo no tenía. Fue el principio de todas las reivindicaciones civiles, sociales y políticas, algo apasionante», explica Rossell. Eran jóvenes y hasta cierto punto inconscientes. «Pero el miedo era un problema peor que la inconsciencia subraya María del Mar Bonet, precisamente eso era lo que intentaba la dictadura: sembrar el miedo. Muchas de las acciones en las que participamos te podían llevar a conflictos graves, pero no tenías miedo, porque tenías la sensación de hacer cosas importantes, algo urgente».
Todos los que vivieron aquel momento hablan del lirismo crudo de Paco Ibáñez, que también se dejó ver en el simposio, del grito telúrico de Raimon, de la elegante dignidad de Serrat, de las canciones de trabajo de María del Mar Bonet, de la artesanía melódica de Chicho Sánchez Ferlosio… Los jóvenes, especialmente los universitarios, empezaban a escuchar lo que nadie les enseñó en la escuela: se exponían a un mundo cultural desconocido, poético, libre, esperanzador y combativo, con el aura de indestructibilidad que genera el saberse en posesión de la verdad. María del Mar Bonet no cree que «la sociedad estuviera dormida, la sociedad estaba sometida por un régimen que no le gustaba a nadie y contra el que la universidad, el mundo obrero y el intelectual intentaban luchar. Había un fuerte deseo de acabar con el bagaje de opresión del franquismo».
La estrategia de imaginar
Lo que les definió a todos, además de la necesidad de cambiar el curso de las cosas, fue el uso de la poesía. Más que una cuestión de derribar un sistema a pedradas, la estrategia era la de imaginar otro y cantarlo, hasta que su verdad se impusiera como un hecho consumado. Así se expulsaba el miedo y se despertaban las conciencias. «Yo nací en un pequeño pueblo catalán y este movimiento de cantautores me ayudó a explicarme a mí misma lo que yo vivía, me descubrieron un mundo nuevo, me llevaron a hacerme preguntas que de otra forma hubiera sido imposible que surgieran», cuenta Marina Rossell.
Si había que luchar contra Franco con poesía, lo primero era rescatar del olvido forzado a los primeros que lo habían hecho: los poetas republicanos. Paco Ibáñez lo entendió con rapidez y revistió sus canciones con los versos de Lorca, Celaya, Machado, Hernández. «Decían con palabras hermosas y directas todo lo que tú sentías y lo que querías aprender», responde Martirio, integrante de grupo Jarcha a principios de los setenta.
Las armas ya estaban cargadas, solo había que desenfundarlas. «Paco Ibáñez abrió las ventanas a una nueva canción. Tenía esa dimensión política tan importante, aunque luego si analizas las canciones no son tan descaradamente políticas. Era más bien la actitud, el símbolo y el ser síntoma de una inquietud, de una contestación», resalta Amancio Prada, que en los primeros setenta daba sus pasos iniciales en el mundo de la canción en París.
Asistir a un recital en aquellos años se convirtió en una declaración política. Conciertos como combates: algo tienen en común el francotirador que se tumba en la trinchera esperando que el enemigo aparezca en su objetivo y el cantautor que apoya el pie en una silla, empuña su guitarra y comienza a ametrallar fantasmas con versos, en medio de un escenario lleno de sombras. «En aquel momento teníamos una plataforma, podíamos expresar el sentimiento de una sociedad que luchaba. Realmente, éramos la voz de mucha gente. Lo que pasa es que luchábamos con toda una serie de problemas graves, entre ellos la censura. Te podían coger a ti mismo. Muchos cantautores se tuvieron que exiliar», explica Bonet.
En 1971, el régimen franquista le prohibió a Paco Ibáñez actuar en territorio español. Tres años antes, los discos de Serrat eran retirados e incluso, ya en 1975, el cantautor catalán se vio obligado a exiliarse en México durante un año por una orden de busca y captura. Se repetía la historia de la Guerra Civil: los grandes nombres de la cultura no tenían sitio en España. Todavía en 1974, Amancio Prada tenía que eliminar una canción de su primer álbum, la titulada Monorrimo, con letra del poeta leonés Luis López Álvarez.
Una noche en la trena
Los problemas en los conciertos no eran menores. La policía vigilaba todas las actuaciones y no dudaba en actuar si lo creía necesario. A María del Mar Bonet, por ejemplo, la detuvieron después de un concierto en la universidad de Zaragoza. «Sería a finales de 1971 y yo era muy joven, tenía 19 años. Me hicieron un interrogatorio horroroso. Me acusaban de lo que había cantado y yo no hacía más que poner excusas. Estuvimos encerrados una noche. Menos suerte tuvieron los universitarios que organizaron el acto. A ellos los detuvieron unos cuantos días más…», recuerda Bonet.
Los cantautores recuperaron a la Generación del 27 y se dejaron empapar por las principales corrientes artísticas y fenómenos culturales del momento: Dylan, la chanson francesa (Brel, Brassens, Moustaki), la canción latinoamericana (los ecos de Violeta Parra y Atahualpa Yupanqui, el compromiso político de Silvio Rodríguez), Mayo del 68, el pop de los Beatles. De fondo, se mantenía el espíritu comprometido que enlazaba con la canción protesta estadounidense de principios de los sesenta. «Yo creo que la música siempre es comprometida», añade Martirio, «incluso el poema de amor más lírico puede conectar con los sentimientos de forma que te haga reivindicar cosas muy políticas. Al remover los sentimientos, se mueve no sólo lo lírico, sino también lo social y lo político».
Con el final de la dictadura, la música (y el arte en general) vivió una explosión sin precedentes. Según Marina Rossell, «en la Transición se hicieron mejores canciones, menos metafóricas, más directas y mejores producciones. Fue una fiesta. Lo viví como algo apasionante. Como demostración de la apertura aparecieron las Galeuscas, que eran conciertos de músicos de las distintas autonomías».
Desde entonces, la música en España no ha vuelto a tener ese peso político. Acudió al servicio de la gente cuando se la necesitó, pero su carga ideológica decreció con la llegada de la democracia. «Importancia social sí tiene, tal vez mayor que entonces, pero política no. La música en este país se ha enriquecido mucho, pero a los cantores ahora nos cuesta más. Yo echo en falta una canción comprometida. Ahora es cuando hay que hacerla, o no menos que antes», sostiene Amancio Prada.
La sociedad sigue necesitando a la música como instrumento para iluminar la realidad. Quizás lo difícil ahora es definir un enemigo, como lo fue Franco. «Habrá que empezar por la corrupción», concluye Marina Rossell. El futuro está asegurado, entonces.
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«Doctor Feelgood no, que Franco está enfermo»
Como suele ocurrir en casi todas las dictaduras que emplean la censura para controlar a sus ciudadanos más díscolos, durante el franquismo se vivieron momentos delirantes motivados por el celo de los funcionarios del Gobierno. Por ejemplo, el periodista musical Carlos Tena tenía previsto hacer un especial sobre el grupo Doctor Feelgood en Radio Nacional de España a finales de 1975, pero le recomendaron que desistiera ya que Franco estaba enfermo en esos momentos y no convenía radiar a un grupo que se llamaba «Doctor». Generalmente, se censuraban las canciones por motivos políticos, aunque en el caso del franquismo se hizo especial énfasis en cuestiones sexuales. Sin ir más lejos, Joan Manuel Serrat tuvo que eliminar el verso «magreando a una muchacha» de su canción ‘Fiesta’.
Fuente: http://www.publico.es/