América latina tiene por delante un desafío enorme en materia ambiental. A pesar de los cambios políticos profundos suscitados en la región, los gobiernos progresistas no han podido desembarazarse del rol asignado en la división internacional del trabajo. Es necesario volver a discutir los fundamentos del sistema capitalista para comprender los problemas ecológicos. Entender no […]
América latina tiene por delante un desafío enorme en materia ambiental. A pesar de los cambios políticos profundos suscitados en la región, los gobiernos progresistas no han podido desembarazarse del rol asignado en la división internacional del trabajo. Es necesario volver a discutir los fundamentos del sistema capitalista para comprender los problemas ecológicos. Entender no sólo la relación contradictoria capital-trabajo sino también la contradicción capital-naturaleza: la capacidad proveedora y receptora de la naturaleza es limitada y, por lo tanto, incompatible con la acumulación ilimitada de capital.
En este artículo intentaremos exponer brevemente algunos de los desafíos que afronta América latina en materia ambiental. A tal fin, comenzaremos analizando los factores estructurales de la crisis ecológica global. Luego, expondremos lo que hemos denominado desigualdades ambientales, las formas que asumen y los conflictos que pueden albergar. En último lugar, haremos referencia al comportamiento y a las estrategias políticas que los gobiernos latinoamericanos llevan y pueden llevar a cabo.
La humanidad enfrenta una crisis ecológica de gran magnitud y con tendencia a agravarse. Sus manifestaciones pueden agruparse en dos grandes problemas, íntimamente relacionados. En primer lugar, la degradación ambiental, la cual envuelve la contaminación del aire, de los cursos de agua (superficiales y subterráneos) y del suelo. El denominado cambio climático se ha vuelto su cara más visible hoy en día. Y en segundo lugar, el progresivo agotamiento de bienes naturales, esenciales para la vida humana: agua dulce, minerales, tierra fértil, fuentes de energía. Las estadísticas de la World Wide Fund For Nature (WWF) indican que la demanda mundial sobre los recursos biológicos del planeta supera en un 30 por ciento la capacidad de regeneración de la naturaleza.
Es posible ubicar temporalmente la acelerada degradación ecológica en las últimas cuatro décadas, período que coincide con la implementación de las políticas neoliberales. Adjudicar la responsabilidad a la acción del hombre de modo abstracto, como suele hacerse en análisis ligeros o intencionados, oculta la forma histórica en la cual está inserta esa acción.
Tampoco nos conforma adjudicarla en el conjunto de ideas propias de la modernidad, es decir, la fe en el progreso indefinido de las fuerzas materiales. No nos dice nada acerca de cuál es la forma en la que el hombre se apropia de la naturaleza en un momento determinado dado el régimen de producción y reproducción material dominante.
Es necesario volver a discutir los fundamentos del sistema capitalista para comprender los problemas ecológicos. Entender no sólo la relación contradictoria capital-trabajo sino también la contradicción capital-naturaleza: la capacidad proveedora y receptora de la naturaleza es limitada y, por lo tanto, incompatible con la acumulación ilimitada de capital.
Capital contra naturaleza
Dada la estructura atomizada y caótica del capitalismo, la forma predominante en la cual el hombre se vincula con la naturaleza es a través de la apropiación privada y la mercantilización. El hombre se encuentra alienado respecto del mundo natural y el capital «fetichiza» la naturaleza.
El Estado aparece mediando entre el capital y la naturaleza, regulando su acceso y su explotación. Sin embargo, las políticas de privatización de empresas públicas, desregulación de los mercados y apertura económica del neoliberalismo desarmaron los mecanismos estatales que resguardaban en gran medida la naturaleza.
El capital aceleró, por ende, su dominio sobre el mundo natural en función de la producción de plusvalía. Es un proceso simultáneamente extensivo e intensivo. Extensivo porque el capital se va adueñando de cada porción de la naturaleza, ampliando las fronteras de extracción como continuidad de la acumulación originaria. E intensivo porque cada vez precisa una mayor cantidad de bienes naturales y un mayor sometimiento de las fuerzas naturales.
Asimismo, podemos observar que el debilitamiento de las regulaciones estatales también acelera los procesos de contaminación ya que deja librado a los capitales individuales deshacerse de desechos sólidos, líquidos y gaseosos sin tratamiento alguno. La lógica de la maximización de ganancias señala que el cuidado del medio ambiente no entra en los gastos productivos del capital.
Desigualdades ambientales
Habiendo analizado las características específicas del modo de producción capitalista en lo que hace a su relación con la naturaleza, ahora veremos cuáles son sus impactos sociopolíticos. Así como estamos acostumbrados a hablar de desigualdad social o económica, consideramos pertinente introducir el concepto desigualdad ambiental para dar cuenta de las relaciones de poder que se reproducen también en el ámbito ecológico.
Existen dos formas en las que se manifiesta la desigualdad ambiental: la desigualdad en el acceso a y control de los bienes naturales y la desigualdad en el acceso a un ambiente sano. La primera forma se refiere a las asimetrías de poder existentes para disponer, aprovechar, utilizar bienes esenciales para la vida, tales como agua, tierra y energía. La segunda forma está relacionada con la protección del medio ambiente y con las asimetrías de poder en la distribución de la degradación ambiental derivada de actividades productivas.
En el caso de la actividad extractiva de la minería y de los hidrocarburos se conjugan ambas formas de desigualdad, ya que en todo el mundo son apropiadas por poderosos capitales transnacionales en detrimento del acceso de poblaciones locales, que además sufren desplazamientos territoriales, y se realiza con bajos costos económicos y altísimos costos ecológicos, dada la utilización de grandes cantidades de agua, contaminación con químicos, quema de gases, etc. También resultan peligrosas estas actividades en su transporte, sea por la rotura de mineraloductos, oleoductos y gasoductos o las pérdidas en barcos petroleros.
La persistencia o la magnitud de las desigualdades ambientales son generalmente condición de posibilidad de conflictos socioambientales: se trata de disputas por la apropiación y/o mantenimiento de los bienes naturales y por el acceso a un ambiente sano o por la protección del medio ambiente, a escala local, nacional o internacional. Al mismo tiempo atraviesan distintos tipos de desigualdad social que generan nuevos conflictos o disputas en viejas relaciones desiguales, como el clásico intercambio desigual entre los países del Norte y los países del Sur. En los primeros se ubican los grandes centros de demanda, consumo y contaminación, mientras que los países más pobres quedan relegados a meros proveedores de bienes naturales. Un dato que ilustra: el 80 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero que producen el cambio climático pertenece al 20 por ciento de la población mundial, concentrada en Estados Unidos, Europa y Japón.
Se reedita la división internacional del trabajo, donde las regiones con grandes riquezas naturales que escasean en otras partes del mundo se tornan apetecibles para la apropiación capitalista. Las riquezas de América latina la convierten nuevamente en un proveedor de materias primas, alimentos y energía para las economías industrializadas. A su vez, los países más ricos intentan trasladar el costo ambiental de las industrias más sucias. El ejemplo más cercano son las plantas de celulosa, siendo la pastera UPM (ex Botnia) la que generó más conflictos y cobró mayor notoriedad.
Dentro del ámbito nacional, también existen desigualdades ambientales que se superponen con desigualdades de otro tipo. En condiciones normales de acumulación, la apropiación capitalista restringe progresivamente el acceso a los bienes naturales y genera una distribución de los efectos de la degradación ambiental en mayor medida sobre pobres, negros, indígenas, campesinos, etcétera. En tiempos de crisis, sea económica o ecológica, la brecha de la desigualdad ambiental también se agranda porque el capital está dispuesto a salvar su propio pellejo a cualquier precio, transfiriendo los costos hacia otros sectores sociales.
Del extractivismo al neoextractivismo
En el contexto de las desigualdades analizadas, América latina tiene por delante un desafío enorme en materia ambiental. A pesar de los cambios políticos profundos suscitados en la región en la última década, los gobiernos progresistas no han podido desembarazarse del rol asignado en la división internacional del trabajo y en algunos casos lo han profundizado.
Países como Venezuela y Bolivia han tenido un destacable rol a nivel internacional como sucedió en Copenhague en diciembre pasado, responsabilizando al mismo sistema capitalista en relación con el cambio climático. Asimismo, cabe enfatizar la importancia de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre Cambio Climático impulsada por el presidente boliviano Evo Morales y que tuvo lugar en Cochabamba en abril último.
Sin embargo, son numerosas las tareas pendientes en el marco interno. Si en la etapa neoliberal predominó una política extractivista con respecto a la naturaleza, la última década es caracterizada por el investigador uruguayo Eduardo Gudynas bajo el rótulo de neoextractivismo.
El término extractivismo se refiere al predominio de actividades económicas basadas en la remoción de grandes volúmenes de bienes naturales, que no son industrializados o se hace limitadamente, con el objetivo prioritario de destinarlos a los mercados internacionales. En la historia de América latina no resulta una novedad ya que podríamos remontarnos a los inicios de la colonia misma. Pero sí es interesante observar cómo las políticas neoliberales de la década de los noventa profundizaron el perfil primario exportador de las economías latinoamericanas a partir de una legislación favorable a capitales transnacionales.
A pesar de una retórica crítica del neoliberalismo, en las políticas de los gobiernos progresistas persiste buena parte de los componentes de aquel extractivismo combinados con nuevas características. El neoextractivismo promueve un estilo de desarrollo basado en la explotación intensiva y extensiva de la naturaleza, que alimenta un entramado productivo escasamente diversificado y muy dependiente de la inserción internacional como proveedores de bienes naturales. Los altos precios internacionales redoblan las exportaciones petrolera, minera y de monocultivos. El componente más novedoso es que el Estado adquiere un rol más activo en esos sectores, buscando fundamentalmente la captación de una mayor renta que le permita una redistribución de ingresos a través de políticas sociales. En muchos casos, los gobiernos logran una legitimación importante hacia el conjunto de la población pero se avizora como una política con límites muy definidos. Además de los impactos negativos sobre la naturaleza, se agrandan las desigualdades ambientales en las regiones donde abundan riquezas. No casualmente sino causalmente, se multiplican los conflictos ambientales donde es común encontrar poblaciones locales, campesinas e indígenas enfrentadas a transnacionales petroleras y mineras o resistiendo el desplazamiento que imponen los monocultivos.
Difícilmente los gobiernos latinoamericanos cambiarán el rumbo en el corto plazo y todo hace suponer que las tensiones sociales seguirán presentes en los próximos años. Si bien Gudynas nota las diferencias entre países de acuerdo con el tipo de intervención del Estado y el desenvolvimiento de las economías extractivas, creemos necesario enfatizar aún más estas diferencias.
En algunos casos se mantiene el control privado de aquellos sectores, como claramente podemos notarlo en la Argentina. La explotación de hidrocarburos sigue en manos del capital a pesar de la brusca caída de reservas y la crisis energética que acecha la economía desde hace unos años. Los megaemprendimientos de minería a cielo abierto se multiplican por decenas pese a las consecuencias negativas para el medio ambiente y la salud de las poblaciones aledañas. La soja transgénica sigue ampliando su frontera, a costa de poner en riesgo la soberanía alimentaria nacional y a costa de la contaminación con agroquímicos.
Por otro lado, hay países que avanzan en el control estatal de las economías extractivas, como es el caso de Venezuela. A través de una profunda reforma en la legislación y la renegociación de contratos, el Estado logró alzarse con el control mayoritario de los pozos petroleros. Ciertamente los impactos ambientales de la explotación de hidrocarburos no desaparecen simplemente por un cambio en la forma que se asume el control. Pero sí nos interesa destacar el control estatal como un paso necesario para, posteriormente, avanzar hacia el control social de la actividad y sus impactos.
La transformación política y social es condición ineludible hacia la planificación democrática de la explotación de los bienes naturales y del cuidado del medio ambiente. Ello requiere también una transformación cultural que estimule una democracia cada vez más participativa. Finalmente, aun con buenas intenciones, la transición a una sociedad ecológica es una utopía si no se cuestionan y trastocan los fundamentos de la producción y reproducción capitalista.
Ignacio Sabbatella es becario Conicet, Instituto Gino Germani (UBA)
Fuente: http://www.vocesenelfenix.com/sabbatella2.html
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