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Sobre el Sacristán que podemos seguir leyendo en el siglo XXI (III)

Laye, la inolvidable

Fuentes: Rebelión

La revista salió con dos formas distintas. Los primeros números tenían un formato bastate grande y se editaban como boletines de la Asociación del Colegio de Licenciados y Doctores. Después, a partir el número 9 o 10, no lo puedo precisar en estos momentos, se convirtió, de hecho, en una nueva revista de contenido más […]

La revista salió con dos formas distintas. Los primeros números tenían un formato bastate grande y se editaban como boletines de la Asociación del Colegio de Licenciados y Doctores. Después, a partir el número 9 o 10, no lo puedo precisar en estos momentos, se convirtió, de hecho, en una nueva revista de contenido más teórico, más intelectual, y en este cambio, la función de Sacristán fue decisiva […] Milagrosamente, si se me permite la expresión, logramos editar una revista con «cara y ojos», con cuerpo, que por depender de un órgano de la Delegación Nacional de Educación no pasaba censura.

Josep Mª. Castellet. Entrevista para Acerca de Manuel Sacristán (1996)

En una carta a su amigo Juan Carlos García Borrón de febrero de 1951 [1], Manuel Sacristán da cuenta de los primeros compases y reacciones (obispado barcelonés no excluido) ante una revista que publicaba sus primeros números:

    Acostumbrado a tirar del mismo carro, has olido perfectamente la esencia de mis sudores en Laye. Naturalmente, las protestas del Obispado se han producido inmediatamente después de la salida del primer número de nuevo formato. El artículo de Ferrater reseñando lo de Castro les ha resultado `existencialista´ y mi crónica `volteriana y extranjerizante´. Afortunadamente numerosas felicitaciones han venido a inflar la vanidad de Fuentes [Jefe del Servicio que editaba Laye] y me han salvado de momento. Farreras se muestra bastante comprensivo y no ofrece peligro a nuestro intento. Vamos a ese nuestro: el hecho de que me hayas enviado tu Crónica de Villacualquiera me permite suponer que tal vez la fachada que proporciona el nuevo formato te permite alentar -como a mí- alguna modesta esperanza de dejar constancia, cuando no más, en unos cuantos números (es decir, hasta que, descubierto el juego, nos manden a la calle). En este caso, ni que decir tiene que todo lo que me mandes -y ten en cuenta que el formato permite llegar al ensayo- serán más cartas en mi mano de representante de ese grupo que tal vez no formamos más que tú y yo, pero que a lo mejor cuenta también con Castellet y Pocholo, cuando menos. ¿Hasta dónde llegan mis esperanzas? No demasiado lejos: calculo que con cierta prudencia puedo aguantar alrededor de un año o poco más como Redactor-Jefe. Es lo más probable que al cabo de ese tiempo un trabajo tuyo, mío, de Castellet o de J[oan] Ferrater, un poema de Costafreda o de [Alberto] Oliart provoquen la cuestión de confianza, y mi escasa ductilidad no me permita seguir disfrutando del sueldecito y de la plataforma, mucho más importante ésta que aquél, pese a la debilidad de la carne, como lo demostrará mi dimisión, que, apenas en el comienzo del camino, preveo para antes del primer recodo. No admito recodo en mi trayectoria: por eso acabo de dimitir del Instituto de Estudios Hispanoamericanos… Salvo que se realizara la más utópica de las esperanzas, a saber, que se hundiera todo y el crédito obtenido con unos artículos dignos y una información bibliográfica rica nos permitiera contar con una publicación viable.

Meses antes, en 1950 [2], le había escrito también a su amigo de juventud dando cuenta de dos aportaciones recién escritas:

    Mi alejamiento [de la vida pública] en cuestión no me ha impedido sin embargo entregar a Pocholo [Jesus Núñez] y José María [Castellet] una nota de crítica literaria y una nota sobre exámenes para que lo publiquen en Laye, órgano del servicio de educación nacional de cuya dirección técnica se encargan ambos.

Los patrocinadores de la revista [3] empezaban a ver el talante poco católico de los jóvenes letraheridos que dirigían, de hecho, la publicación:

    […] [los patrocinadores de Laye] se han dado cuenta de que están alimentando enemigos, gente poco católica, nada neocatólica y escasísimamemte devota del señor Ruiz Giménez. Sospecho que se han formulado claramente esta cuestión.

Sobre el nombre de la publicación [4], Sacristán escribía esta nota aclaratoria:

    Ante la petición de algunos de nuestros lectores y colaboradores, nos vemos obligados a publicar una aclaración sobre el significado del nombre de nuestra Revista. No hemos puesto Laye porque se nos haya antojado, no señores. LAYE era el lugar de convivencia de los iberos catalanes. El lugar de Laye era el asentamiento de los Lacetanos de que habla Tito Livio, que quizá sean los mismos llamados por Plinio Laletanos. Tenían como emblema una punta de lanza, como aparece en la lápida de Calaceite. El nombre de este lugar fue cambiado posteriormente por el de Barcino.

    Ningún nombre, pues, más conveniente para nuestra publicación. El Laye ibérico, lugar de lucha y de trabajo en común permanece el mismo. Tan sólo han cambiado los medios de combate, se han trocado la lanza y espada corta por el el estilo. No nos movemos, sin embargo, de las armas blancas. Y punzantes.

El mismo dada cuenta, en la edición de Intervenciones políticas [5], de una de las secciones de Laye de las que se ocupaba:

    «Entre Sol y Sol» era una sección de crónica de la que me ocupaba en la revista Laye. El motto es un fragmento de Heráclito [«Hasta en el sueño son los hombres obreros de lo que ocurre en el mundo»]. Al final de la crónica se llama al pintor Alvarez de Sotomayor «bombero» y «hagiógrafo»: lo primero por su estilo; lo segundo por su idealizado retrato del general Franco, entonces muy conocido.

Sacristán publicó en Laye (Castellet: la inolvidable) reseñas, crítica literaria, crítica teatral, notas, artículos filosóficos y politicos… Algunos de estos trabajos fueron recogidos en volúmenes de «Panfletos y Materiales», en el segundo, tercer y cuarto concretamente.

En Papeles de filosofía, Sacristán incluyó: «Nota acerca de la constitución de una nueva filosofía», «Homenaje a Ortega», «Verdad: desvelación y ley», y doce reseñas, cinco de ellas dedicadas a obras de Simone Weil.

En Intervenciones políticas, pueden verse «Comentario a un gesto intrascendente», «Entre sol y sol I», «Entre sol y sol II» y «Entre sol y sol III».

Por ultimo, en Lecturas se recogen «El gran periplo de T. Wilder en La piel de nuestro dientes«, «Il conformista de Moravia», «Tres grandes libros en la estacada», «El deseo bajo los olmos de Eugène O’Neill», «El Cónsul de Gian Carlo Menotti», «Una pica en Flandes, un tiro por la culata y algunos nombres propios», una necrológica sobre E. O’Neill y una reconocida reseña del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio.

Sin ánimo de exhaustividad, otras aportaciones suyas a Laye, no incluidas en «Panfletos y Materiales», fueron las siguientes:

«Nuestra presencia», en Laye, nº 1, marzo de 1950, p. 1.

    «Alfonso Costafreda: Nuestra elegía, Barcelona, 1949″, Laye, nº 2, abril 1950, p. 11.

«El problema de Europa», en Ibidem, pp. 8-9.

«Notas a la primavera universitaria», en Ibidem, p. 12.

    «Antístenes y la policía política», en Laye, nº 3, mayo de 1950, pp. 6-7 y 11. Firmado M.S.

    Columna de teatro (a propósito del estreno por el Teatro de cámara de «Un tranvía llamado deseo»), en Ibidem, p. 10. Sin firma.

    «Información profesional», en Laye, nº 4, junio de 1950, p. 2.

    «Heidelberg, agosto de 1950. Notas de un cursillista de verano», en Laye nº 8 y 9, octubre-noviembre de 1950, pp. 9 y 11.

    «Un mes de Barcelona (Febrero de 1951), en Laye, nº 11, febrero de 1951, pp. 37-39.

    «Un mes de Barcelona (Marzo de 1951)», en Laye, nº 12, marzo-abril de 1951, pp. 57-61

    «Acerca de los cursos de seminario en la Facultad de Letras», en Laye, nº 13, mayo de 1951, pp. 10-12 [firmado como Juan Manuel Mauri].

    «Un mes de Barcelona (Mayo de 1951), en Ibidem, pp. 43-48.

«Dos conferencias», en Ibidem, pp. 49-50.

    «Una humilde verdad», en Laye, nº 14, junio-julio 1951, pp. 36-39. Firmado como Manuel Entenza.

    «Un mes de Barcelona (Junio de 1951), en Ibidem, pp. 45-49.

    «Una conferencia de Luys Santa Marina», en Ibidem, pp. 49-50.

    «Las vacaciones de Barcelona», en Laye, nº 15, septiembre-octubre de 1951, pp. 43-50.

    «Un mes de Barcelona (Noviembre de 1951), en Laye, nº 16, noviembre-diciembre de 1951, pp. 43-46.

    «Reseña de el Butlletin de l’Association Guillaume Budé (troisième sèrie)», en Ibidem, p. 65.

    «Nueva revista», en Laye, nº 17, enero-febrero de 1952, p. 70. Firmado como L.

    «Entre sol y sol», en Laye, nº 18, marzo-abril de 1952, pp. 101-103.

    «Visita del ministro de Educación Nacional», en Laye nº 20, agosto-octubre de 1952, pp. 104-106 [8].

    «Teatro (sobre los premios Ciudad de Barcelona)», en Laye, nº 22, enero-marzo de 1953, pp. 100-105.

«Concepto kantiano de historia», en Ibidem, pp. 5-24 [9].

    «Teatro clásico en Barcelona», en Laye, nº 24, 1954, pp. 88-91 [firmado M. L.] [10]

No es posible dar aquí cuenta detallada de este conjunto de aportaciones pero sí dar alguna pincelada de las menos transitadas y destacar pasajes especialmente brillantes. Este, por ejemplo, pertenece a un comentario de Sacristán de 1954 sobre el castellanismo y universalidad del Alfanhuí ferlosiano [11]:

    […] Lo que sea sonará pues ahora mismo es necesario hacer una tal interpretación a propósito del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio, que es un libro rico en «estratos» y «filones» susceptible de lecturas distintas. Obra, por tanto, «universal» -en la significación arriba dicha-, aunque sea, a la vez, castellana en un sentido peculiarísimo y exacerbado (poco «universal» por tanto, en sentido geográfico), y extremadamente esteticista, incluso preciosista (por tanto, poco «universal» en cuanto a la «humanidad» de su contenido).

    El castellanismo del Alfanhuí puede hacerse visible en un breve resumen de su anécdota, con tal que la brevedad sea compensada con un poco de intención: Alfanhuí nació en Alcalá de Henares, aunque quizá pueda discutirse su cuna, pues sólo existe el testimonio de una sirvienta de su abuela. «Se escapó de su cuarto» para su primera salida, acompañado de un rarísimo escudero: un gallo de veleta. Volvió a su casa después de una primera aventura, porque su preparación no era suficiente y había decidido armarse disecador, cosa que consiguió en Guadalajara. Pues el oficio de disecador versa sobre los colores y sobre el arte de fingir vida, y de esa índole son las aventuras del niño alcalaíno.

    Luego hablaremos más de esas aventuras. Ahora importa decir que sería torpe y falsa la alusión a un solo clásico para buscar las raíces del castellanismo del Alfanhuí ni la alusión al Quijote ni la alusión al Lazarillo ni ninguna otra están justificadas por sí solas cuando se habla del Alfanhuí. Sólo alguna constelación más o menos nebulosa, que preside las andanzas de todos esos grandes personajes castellanos, gobierna también la vida de Alfanhuí, según una astrología que señala en el cielo emociones históricas junto a las estéticas. También todos los paisajes y todos los caminos y todas las localizaciones geográficas del Alfanhuí son castellanas, y siguen siéndolo en medio de las más complejas y sorprendentes elaboraciones imaginativas, porque éstas son, como la institución de los bueyes viejos de Moraleja, «gentileza de pueblo viejo» (Cap. VI de la Tercera Parte.)

    Pero las aventuras del niño que hizo su primera salida al campo de Alcalá y que se armó disecador en Guadalajara son, como las que ocurrieron en el Campo de Montiel, superlativamente multívocas. Son, ante todo, aventuras de la sensibilidad, especialmente de los ojos: en su primera salida, Alfanhuí ayudado por el gallo de veleta, conquistó en el horizonte el color rojo sangre del crepúsculo, y consiguió guardarlo en ollas de cobre por el bello procedimiento que sabrá quien leyere el libro. El castellanismo del Alfanhuí no es pues obstáculo para su carácter universal: en lo literario, entronca con uno de los libros más universales de la literatura europea; en cuanto al contenido, sus aventuras castellanas versan sobre un tema profunda y constitutivamente humano: la sensibilidad.

    Al mismo tiempo se deshace ahora la segunda posible objeción a la universalidad del Alfanhuí siendo la sensibilidad el principal tesoro del libro, la extraordinaria preocupación formal, el cuidado detalladísimo de la belleza externa, el preciosismo incluso, es el modo obligado de elaboración de un tesoro de tal naturaleza.

En este ootro fragmento [12], se habla de los tesoros incomparables del Alfanhuí:

    En el Capítulo III de la Tercera parte del Alfanhuí, Heraclio, el Gigante del Bosque Rojo, dice lo siguiente. «Nadie sabía lo que aquello significaba. Pero era un verdadero tesoro, porque no se podía vender». Eso puede ser dicho del  Alfanhuí. Vender, que es casi trocar, puede ser ahora para nosotros  trocar en conceptos. El Alfanhuí  no sería un tesoro si pudiéramos apurarlo del todo cambiándolo por conceptos, comprándolo con ideas. El intento de comprar el tesoro con ideas contantes y sonantes, claras y distintas, sin misterio, está pues condenado a fracasar si es muy ambicioso. Pero si se sabe impotente para los grandes negocios y toma precauciones para ganar sin riesgo alguna cosa, puede hacer discreto camino. Una buena precaución es la de hacer, cuando menos, relación de los tesoros incomparables.

    1. El mayor tesoro de Alfanhuí son si duda sus ojos que, todavía muy niño, le permitieron contestar sencillamente a su maestro, un disecador extremadamente sabio:

    «¿Sabes de colores?

    -Sí»

    (…) Pero si en el tesoro de Alfanhuí figuran ante todo los colores, casi tan importante como ellos son las percepciones asombrosamente reveladoras de las cosas. Ello es natural, porque el color es a veces sólo un lamento de la percepción, cuando no es él mismo la cosa. Pues bien, no hay cosita pequeña que escape a Alfanhuí y por consiguiente él llega a saber las causas de todas las pequeñeces…

    2. Como todo el mundo sabe, la naturalidad es algo de difícil conquista, a lo cual se llega tras muchos años de búsqueda retorcida. La «espontaneidad» cotidiana es lo más antinatural que existe, pues es el mero resultado automático de las influencias sociales. Sólo el muy rebuscado puede llegar a ser natural, cuando después de mucha rebusca haya llegado a construirse su naturaleza, su naturalidad.

    Lo mismo puede decirse de la sensibilidad. La sensibilidad «espontánea» de todos los días ve siete colores (si llega a verlos), más el blanco y el negro. La sensibilidad «natural» cotidiana es tan rutinaria y poco natural como la «naturalidad» del hombre ingenuo. A través de la sensibilidad «natural» ingenua no ven los ojos de un hombre, sino los órganos monstruosos de la Gran Bestia platónica: la masa, que no es ni tú, ni él ni yo, aunque todos formemos parte de ella.

    Una sensibilidad descubridora tiene que ser tan laboriosamente lograda como la personalidad del hombre sutil que, en su vejez, llega por fin a ser natural. Por eso el título completo del Alfanhuí es: Industrias y andanzas de Alfanhuí.

    Las cosas se descubren por el «industrioso pensamiento», como se dice en varios lugares del Alfanhuí, y se estudian mediante «industrias» cuyos ejemplos más notables son las que se hicieron en el castaño del jardín de Guadalajara, narradas en los capítulos XI y XII de la Primera Parte.

    El «industrioso pensamiento» es coextensivo con la fuerza vital, y se pierde cuando una enfermedad o una grave tristeza empiezan a convertir al hombre en cosa, en pasividad…

El segmento áureo del Alfanhuí [13], la perspectiva que permite sus otras dimensiones es vista así por Sacristán:

    Faber, obrero, dicen, que es mejor determinación del hombre que la corriente, sapiens, sabidor; homo faber mejor que homo sapiens. Para el artista del Alfanhuí acaso sean lo mismo una cosa y otra, o acaso no se interese por la cuestión. Sea de ello lo que sea, en nuestra lectura ésta es precisamente la razón del Alfanhuí, su segmento áureo, con el cual se pueden medir todas sus otras dimensiones: que el arte es laboriosa construcción, la cual, si bien saca sus fuerzas de lo natural del hombre, no tiene por tema ni por aspiración directa la naturaleza absoluta. La naturalidad del arte estriba en la naturaleza del hombre que es el artista, la cual no es la naturaleza absoluta, pero es todavía una naturaleza: los colores del arte no tienen «fuerza de fecundidad» pero no está ajenos a «principios de vida» pues brotan de esta nueva naturaleza que es el hombre. Y de la naturaleza del hombre, del artista, brota la natural necesidad de no ser natural en sentido absoluto, la obligación de ser artificioso, laborioso, constructor. En lo que el hombre construye se espeja su peculiar naturaleza, y en ese espejo la conocemos: las vías directas hacia la naturaleza absoluta están cerradas, sólo queda la vía refleja que es el espejo del hombre, es decir, su obra. Todo lo que el hombre puede hacer, y el hombre mismo que en lo hecho se conoce, como cima de su obra, es arti-ficio, o, si se prefiere, arte-facto. Por tanto, es máximamente natural lo máximamente construido, lo sublimemente artificioso. La naturaleza del arte es el artificio, conclusión digna de Pero Grullo y, por consiguiente, certísima.

En este fragmento de su artículo de 1953 sobre Heidegger y Ortega («Verdad: desvelación y ley») [14] Sacristán se aproximaba del modo siguiente a la noción de la verdad como esencial libertad:

    […] Ortega y Heidegger nos han contestado a la pregunta: ¿cuál es la teoría de la verdad que, con precedentes más o menos lejanos, se hace explícita en la metafísica europea durante los años próximos a la primera guerra mundial? Es la teoría que define la verdad como la esencial libertad. La cuestión con cuyo breve estudio terminaremos está provocada por la afirmación frecuente de que tal teoría es incompatible con las concepciones que dominan en la ciencia contemporánea y en la epistemología de ella, concepciones que proceden de las raíces galileanas de nuestra física: pues aunque a menudo esta procedencia sea por vía crítica o de inversiones de sentido, uno sólo es el impulso y el «acontecimiento» y él obliga, en fidelidad a sí mismo, a tales rompimientos dogmáticos. Estos se deben a la necesidad de sustituir datos erróneos o insuficientes, y perspectivas incorrectas determinadas por aquellos errores o insuficiencias. Pero la continuidad del «comportamiento» se mantiene: un mismo gremio se honra con la inscripción de Galileo y Planck, obreros del mismo oficio… En otras palabras: sea lo que sea aquello que hoy entienda el sabio por «verdad física» ese concepto tiene tradición y está con ella. En cambio, ¿qué tradición tiene la teoría de la verdad que hemos denominado inmanentismo de la libertad? Por la pluma de Ortega y por la de Heidegger esa teoría apela a una ascendencia venerable: el pensamiento presocrático. Pero precisamente en contra los restos de presocratismo se levantó la física europea.

[ La siguiente reseña de 1951 en torno A la espera de Dios es una de sus cinco aproximaciones a obras de Simone Weil (Attente de Dieu. Éditions du Vieux Colombier. París, 1950). Contiene una clara crítica al trabajo editor de J. M. Perrin:

    Vergonzoso volumen, realmente. Es de suponer que J. M. Perrin se ruborice, desde el momento en que realizó esta hazaña editorial, cada vez que recuerde la ingenuidad con que Simone Weil le confió textos y palabras. El volumen se compone de 46 páginas de Introducción general del señor Perrin, 14 páginas más de notas e introducciones especiales debidas a la misma pluma, un tanto enferma de logorragia y -menos mal- unas cartas y cinco estudios de Simone Weil.

    Lo grave es el contenido de esas notas e introducciones de Perrin, pues ni una sola respeta íntegramente el pensamiento a que se refiere. Este hombre no ha sido capaz de leer ni una sola línea sin esperar que el texto dijera lo que él ya piensa desde los primeros días de su infancia. Cuando el texto no se presta a ello ni leído al revés, el editor no tiene más reacción que ésta: medir cuidadosamente los extraños «centímetros» espirituales que separan al pensamiento de S. W. de lo que tenía que haber dicho. Ni una sola nota presenta sencillamente el texto de S. W., o se limita a someterlo a una crítica interna. Ni siquiera a una honrada y abierta crítica externa. Lo que hace es proyectar una versión astigmática de las construcciones de S. W.: no falta ninguna línea pero todas padecen distorsiones, por el mero hecho de soportar en sus extremos las introducciones, o por estar referidos los textos a problemas de una concreción y materialidad que el pensamiento de S. W. no se propuso nunca.

    El hecho sería doble, triple, no sé cuántas veces vergonzoso (ya que viene cubierto por esa indudable garantía que es para el lector un editor presentado como el amigo más íntimo del autor en sus años productivos) si no estuviera tan claro que más que de mala fe se trata de incapacidad para entender y aceptar que algo existe en el mundo que no sea uno mismo o la proyección de la propia creencia. J. M. Perrin es un buen escritor. Pero no es el primer caso de gran inteligencia que no puede entender más que sus creaciones propias. Poco a poco va uno descubriendo que es más difícil saber leer que ser un genio.

    Además de las impertinentes y abundantes páginas del editor, el volumen contiene en primer lugar seis cartas: dos sobre temas teológicos (Bautismo), una sobre un problema moral concreto, dos autobiográficas y una última, importantísima (carta del 26 de mayo de 1942, desde Casablanca) que muestra cómo Simone Weil se dio al fin cuenta de lo difícil que es tratar con quien no puede entender nada porque ya ha decretado que lo entiende todo. El imperturbable editor la publica y ¡la contesta! Supongo que es un caso único en la historia editorial, sobre todo, estando muerto el autor. La contestación, naturalmente, no es tal contestación, sino una muestra más de impermeabilidad.

    En la segunda mitad publica Perrin un estudio pedagógico, otro sobre la desgracia y la teoría de las formas del amor implícito de Dios, de importancia en el pensamiento de la autora. Por último, se encuentra en el libro la exposición del Padrenuestro (según el texto griego de San Mateo) y el deslumbrante apunte acerca de «los tres hijos de Noé y la historia de la civilización mediterránea».

    A pesar de todo, los textos de Simone Weil son más del triple de los de su editor en este volumen, escrito en una colaboración que Simone Weil habría rechazado probablemente, según puede inferirse de su carta desde Casablanca.

José Gaos, sus traducciones e investigaciones, la filosofía republicana exiliada y la robusta tradición de la «Revista de Occidente», tampoco estuvieron ausentes en sus aportaciones. El siguiente texto es una aproximación a la traducción castellana de Gaos de Sein und Zeit:

    Han pasado veinticuatro años desde que en el octavo volumen del «Anuario» apareció Sein und Zeit. [Ser y tiempo]. En ese cuarto de siglo la obra ha llegado a colocarse merecidamente entre las investigaciones filosóficas capitales de nuestra época. Pero tantos miles de días no habían sido tiempo bastante para que se tradujera a ninguna lengua. La de Gaos es la primera traducción de Sein und Zeit.

    Una nota bibliográfica escrita en 1952 no es lugar oportuno para comentar la importancia de aquel acontecimiento viejo de cinco lustros. Acaso tampoco lo sea para declarar la del segundo -la traducción de Gaos, merecedora de más resonante eco-. Pero a los motivos profesionales que tuviéramos para hacerlo se suma esta consideración: la primera traducción de Sein und Zeit se hace a nuestra lengua.

    Las más retóricas alusiones a la escuela toledana de traductores estarían justificadas en esta ocasión, tan propicia para celebrar los méritos del serio movimiento editorial que señalará probablemente en nuestra historia un renacimiento del espíritu científico: aquellas páginas bien impresas con los tipos de Galo Sáez, tipos de cuya belleza aristocrática están llenos los ojos de unas cuantas generaciones españolas. Porque Gaos pertenece a la robusta tradición de la Revista de Occidente. Acaso el Fondo y alguna otra de estas grandes editoras americanas sean hoy todo lo que son gracias al feliz injerto (feliz -¡ay!- sólo para ellas) que les llegó de la Revista de Occidente.

    Repitámoslo: los discursos más endecasílabos serían perdonables en esta ocasión. Pero la coronada empresa de Gaos es lo suficientemente seria como para provocar las evocaciones por sí misma con la suprema retórica de la honrada cosa hecha y aún para prescindir de toda evocación.

    (…) Es estúpido buscar las cosquillas a esta empresa descomunal. Tanto más cuanto que a los cuatro reproches que van a seguir -y a todos los demás que puedan hacerse- ha contestado tácitamente el propio Gaos, haciendo al crítico la invitación de que intente colocar las traducciones que proponga a lo largo de todo el texto -no sólo en tal o cual paraje- a ver si resisten la prueba como las del propio Gaos.

    Empero, ya sea dirigiéndolas al traductor, ya sea, simplemente, como triste subrayado de lo imposible que es llegar a la perfección, ahí van cuatro lamentaciones:

    1ª. Por más coherente que sea con el magnífico  reiteración que traduce a Wiederholung, la versión de holen por ir a buscar por el camino me parece inadmisible por la lengua filosófica española. Afortunadamente, el mismo Gaos reduce esa traducción en algún lugar… a la expresión más sencilla ir a buscar.

    2ª. La traducción de Neugier por avidez de novedades parece enfática. ¿No habría valido más cargar al término curiosidad de un contenido técnico preciso?

    3ª. El Raum del Dasein, es decir, el Raum del im-Raum-sein, si hubiera sido traducido por ámbito, en vez de por espacio (que es la traducción de Gaos) no habría necesitado aclaración alguna que lo separara del espacio de lo categorial y vorhandenes.

    4ª. Por último llegamos a un punto de cierta gravedad: Gaos ha traducido man por uno, en vez de por  se. Acaso uno sea más generalmente utilizable, aunque eso no parece seguro. En todo caso, las ventajas del  se eran numerosas e importantes: primera y principal, verter más exactamente el man; segunda, dar lugar a frases castellanas menos pesadas: se charla en más «cursivo» que uno charla, sin dejar de lado, ni mucho menos, el matiz impersonal del uno. Tercera: el se  habría ahorrado a Gaos frases de poco gusto filosófico y hasta involuntarias parodias del más patético plotinismo, como la siguiente expresión: «perdido en el uno». Bastaba subrayar se para conseguir la frase perfectamente inteligible: «perdido en el se«. SE es una voz neutra en filosofía, mientras que UNO tiene gran resonancia. Esto sólo bastaba -en mi modesto entender- para preferir la primera a la segunda. Pero repito que frente a todas estas objeciones está la que nos hace Gaos: usen ustedes en todo el libro el término que prefieran al mío, antes de proponérmelo. ¡Y no es cuestión de hacer perder el tiempo al hombre que ha traducido Sein und Zeit !.

Tampoco estuvieron asuntes aproximaciones a poetas de la generación de los 50 como Alfonso Costafreda (véase anexo). El Nuevo clasicismo teatral era visto así en esta nota de 1950 sobre La piel de nuestros dientes:

    Si son clásicos teatrales por excelencia quienes convirtieron a su recién nacida escena en bastidor donde tejer la tela de la entera vida con hilos de todas clases sobre la urdimbre de un ritmo bello, no hay duda entonces de que el teatro está alcanzando en nuestros días un nuevo clasicismo. Otra vez los autores, en la ruta ordinaria del teatro, llevan a su mirada por el panorama íntegro del vivir del hombre. Y sólo en rincones de palurdo aislamiento deja de manifestarse el fenómeno y sigue considerándose la obra dramática exclusivamente como traslado de una anécdota recortada sin más implicaciones que sus propios presupuestos, sin referencia esencial a un panorama que rebase con su amplia profundidad la doble limitación de lo local y lo intranscendente.

En el que fuera una de sus últimas aportaciones a Laye, un texto de 1954 sobre el teatro clásico en Barcelona, Sacristán apuntaba en torno a las obras clásicas y la pedagogía:

    No mejor, pero acaso tan bueno, es el que consiste en representar obras «clásicas» próximas al hombre de hoy por alguna venturosa circunstancia: «Fuenteovejuna», por su tema social y revolucionario, «Prometeo encadenado», por retrato de una situación crítica del hombre, «El caballero de Olmedo», por su sentido tan «moderno» del misterio dramático, del «inefable» teatral; el desenlace previsto, profetizado, y, con todo, nebuloso e interesante, porque importa más su «cómo» que su «qué».

    Obras ligeras de calidad formal y obras densas con proximidad a los estilos artísticos de hoy: tales son las obras clásicas cuya representación promete ser fructífera desde el punto de vista pedagógico: ellas pueden enseñar al público -que las respeta sólo por ser «clásicas»- a pensar, a sentir con finura y profundidad, y pueden acercarle así, poco a poco, al gran teatro de esta época nuestra, que probablemente será historiada como un período importante en el desarrollo del teatro.

    Celos, aun del aire, matan y El caballero de Olmedo están en el buen camino que aviva la sensibilidad para lo viejo y para lo nuevo, y para todo lo fino y digno de ser percibido por lo que ello es. El jardín de Falerina está en el camino mortal de los fósiles, sólo digno de las excursiones de los arqueólogos y disecadores que a ellas estamos obligados, que nos interesamos por lo que las cosas «representan».

Sacristán no sólo un crítico teatral de referencia, como ha señalado su amigo de juventud el poeta y crítico Jaume Ferran, sino que autor de una pieza teatral de un sólo acto y de un artículo sobre el teatro español bajo el regimen franquista que apareció en una revista alemana de literatura. Vale la pena acercanos a ello con más detalle en una próxima entrega. Antes de ello, para finalizar esta nota sobre Sacristán y Laye es imprecindible reproducir uno de los textos más bellos que escribió para «la inolvidable», su breve aproximación al autor de Estudios sobre el amor, el «homenaje a Ortega» que publicó en el número especial que Laye dedicó al filósofo que promovió la Liga para la Educación Política española.

    Una tradición venerable distingue entre el sabio y el que sabe muchas cosas. El sabio añade al conocimiento de las cosas un saber de sí mismo y de los demás hombres, y de lo que interesa al hombre. El sabedor de cosas cumple con comunicar sus conocimientos. El sabio, en cambio, está obligado a más: si cumple su obligación, señala fines.

    Dos modos hay que señalarlos: poniéndolos fuera de la vida de cada hombre, sin tomar muy en cuenta los trabajos de éste por alcanzarlos y dando por bueno su logro casual, o precupándose, más que por su consecución, porque los hombres se la propongan. Esta última fue la preocupación de Sócrates, que su nieto Aristóteles expresó de este modo: «Seamos como arqueros que tienden a un blanco.»

    Tal es la divisa de Ortega.

    Cuando el sabio enseña así los fines del hombre más que enseñar cosas lo que enseña es a ser hombre. Enseña a bien protagonizar el drama que es la vida, a vertebrar el cuerpo que es la sociedad, a construir el organismo que es nuestro mundo, a vitalizar todo lo que es vida común, desde el contacto al lenguaje. Todo eso ha enseñado Ortega en su socrática lección explicada a lo largo de cincuenta y tres años. Su obra, además de enseñar cosas, enseña a vivir y todo lo que el vivir conlleva: convivir -ahí están sus escritos político-, hablar -él ha re-creado la lengua castellana-, amar -en Alemania los estudios Über die Liebe [Sobre el amor] son regalo de primavera.

    En suma, Ortega ha cumplido respecto a los españoles una función tan decisiva como la que cumplió Sócrates respecto a los griegos. Razón que justifica largamente el homenaje que hoy le rinde Laye.

Señalando fines, preocupándose no tanto por su consecución sino porque los seres humanos, autónomamente, autodeterminándose, se la propongan. Enseñando no sólo temáticas y «cosas», sino aristas y nudos del vivir y existir humanos. Tal fue también la divisa de Sacristán

Anexo: Sacristán y Nuetra elegía de Costafreda

El siguiente texto es la reseña que Sacristán publicó en el número 2 de Laye sobre Nuestra Elegía de Costafreda, «el libro más importante del momento». No fue incorporada a los volúmenes de «Panfletos y Materiales».

    1. Molesta decepción ha debido sufrir el poeta Alfonso Costafreda. Su exhortación, obediente al llamamiento íntimo, en vez de agitar el limpio y vivo medio que él deseaba, se ha escindido perdidamente en ecos mal recogidos por una crítica de asombrosa incompetencia. La incomprensión y la ignorancia han llegado tan lejos en la crítica de Nuestra Elegía que resulta imprescindible consignarlas, arrancando para ello una parcela al ya reducido espacio de que disponemos. Porque los fenómenos sociales provocados por el poeta son los que, siguiendo el sentido fundamental de Nuestra Elegía, deben ser recogidos los primeros.

    El selvático y no del todo voluntario entrecruzamiento de motivos teóricos con los hilos intuitivos del poema ha sido la causa de la desorientación crítica. Con todo, tal dificultad no puede justificar disparates como el encasillamiento del poema bajo la papeleta de «existencialismo» -juicio de un crítico que al dictarlo mostró junto a su incapacidad para leer poesías su ignorancia en cuestiones ideológicas.

    La obra de Alfonso Costafreda, si ha de ser fichada ideológicamente, debe serlo como vitalista. Y no en el sentido obvio y trillado de la conversación corriente, sino en el más preciso de tecnicismo filosófico. Reúne suficientes motivos del vitalismo estricto para afirmarlo así -desde la originaria exaltación de la vida hasta la enunciación de una muerte franca y aceptada que no «deshonra» en nada al ser vivo.

    2. Recogida esta hebra corta y sin importancia, entramos en el difícil ovillo de Nuestra elegía.

    Quede establecido que un aire ideológico general se desprende de la primera y sorprendente lectura. Por momentos sucumbe el lector a la impresión de un todo ideológico demasiado perfecto y trabado cuya maciza solidez es opresiva. Si los sillares conceptuales hubieran sido colocados por el poeta con el perfecto aplomo y equilibrio que a primera vista presentan, difícil sería ver en Nuestra elegía la obra de un hombre joven. Antes bien, su perfecta plenitud, su pulida convexidad permitirían identificar la madurez de un dogma. Pertenecería entonces realmente a la obra esa asombrosa perfección que ahora parece poseer, pero tras ella no quedaría al poeta más que esa alternativa: el abandono de la poesía o el camino de Damasco.

    3. Mas ocurre que Nuestra elegía no tiene en realidad esa perfección arquitectónica que con infrecuente admiración le concedemos en la primera lectura1. Dos o tres imágenes -la imagen es la unidad dinámica del arte- dos o tres bellas, grandes, poderosas imágenes con valor de auténtico mito abren en la metálica muralla de Nuestra elegía otras tantas saeteras que amplían el paisaje, lo enriquecen, lo perforan en profundidad y, sobre todo, presentan al poeta vía libre para futuro andar.

    Subrayemos el principio del canto III. En el canto I la Muerte ha tentado al poeta para que lo confiese y reconozca. El canto II ha completado el cuadro con nuevas intuiciones, reorganizándolo todo. Se acerca la vida en el canto III. ¿Y cómo se acerca, después de tanta blasfemia contra ella? ¿Golpeando furiosa a sus torpes enemigos, con toda la inflexibilidad de un dogma ideológico? ¿Violenta, tempestuosa, despectiva? No; la vida se acerca, a lo largo de su hermosa selva engendrando «ondas de fuego que se esparcen dando su luz protectora a las piedras necesitadas», se acerca con los pájaros, en quienes se apasiona, se adelgaza, se cumple y se canta ella misma en los cielos.

    Troneras también abiertas sobre campos de insabido límite, los versos del canto II, 2, en los que el poeta ha cambiado eternas canciones con las ciudades perdidas y se ha sentido escalado por todos los seres vivos.

    Algunas otras hay, cuya interpretación hace imposible la falta de espacio. Pero bastan las recogidas para apoyar nuestra esperanza de que el poeta se hunda más en la vena pura, de la que la mayor parte (en extensión) de Nuestra elegía es solo un brote considerablemente mezclado con las gangas difícilmente filtrables de cierta infundada suficiencia teórica y algún inoperante orgullo de profeta.

    4. Pero nada de esto agota al río de allá abajo. Hay que decir al poeta que puede seguir hablando. Y no sólo por la satisfacción de haber lanzado el libro de poesías más importante de nuestro momento, sino también y principalmente, porque todos andamos por ahí bastante secos, presintiendo ansiosos, aunque con mayor o menor disimulo (por el absurdo pudor enérgico de los hombres) el venturoso vuelo de la lluvia madrugadora. Y he aquí que, por las escotillas abiertas en la obra muerta de Nuestra elegía adivinamos que el poeta Alfonso Costafreda puede enviarnos desde las nubes -esas nubes que se siguen riendo de Aristófanes- en forma ardiente, pero sencilla, más callada que en este poema el agua pura que nos enamore, para que en nosotros reviva la alegría, huya el duelo y rebrote la simiente interior.

    [1] Al decir «arquitectónica» me refiero aquí a la íntima trabazón espiritual del mensaje poético contenido en Nuestra elegía, no a su disposición externa. Ésta, por cierto, merece algún reparo, toda vez que la interrupción por los cantos IV y V del lineal desarrollo seguido en los cantos I, II, III y VI encuentra difícil justificación. Tal vez la inclusión del IV sea totalmente justa, por la importancia de su motivo en un total desarrollo del manifiesto vital del canto III. Pero el canto V, destinado a reforzar el valor polémico del poema, le causa un daño apreciable al interrumpir el ascenso de tono psíquico iniciado en el III. A nuestro parecer, los temas polémicos del canto V, habrían encontrado lugar oportuno en el canto I, con lo que, además, habrían reforzado y concretado la imagen del bosque petrificado que en éste aparece.

Cuando Sacristán tradujo en 1968 Palabra y objeto de Quine, eligió para ilustrar el apartado 28 -«Algunas ambigüedades de la sintaxis»- del texto del gran lógico y filósofo norteamericano unos versos de Alfonso Costafreda:

Lluvia de la mañana ya presiente

la tierra gris tu venturoso vuelo

y en espera de ti se ofrece al cielo

delicado rosal rosa impaciente

con la siguiente nota a pie de página: «Sin puntuación en el texto del poeta A. Costafreda».

Notas:

[1] Carta a Juan Carlos García Borrón, febrero 1951. En Juan Carlos García Borrón, «La posición filosófica de M. Sacristán, desde sus años de formación», mientras tanto 30-31, 19897, pp. 46-47

[2] Ibidem, p.45.

[3] Ibidem, p. 47.

[4] «Información profesional», Laye núm 4, página 2.

[5] Manuel. Sacristán, Intervenciones políticas, Barcelona, Icaria, 1985, p. 17, nota.

[6] Atribución, con algunas dudas, de Laureano Bonet.

[7] Ibidem

[8] Atribución de Laureano Bonet.

[9] Última reimpresión en Sacristán 2007: 99-120. Fue publicado también, con el número 7, como separata de la revista Laye, y como un capítulo de: AA.VV. Hacia una nueva historia, Madrid, Akal, 1976, pp. 85-108.

[10] Sacristán eligió una cita de Garcilaso para la contraportada de este último número de Laye: «Sufriendo aquello que decir no puedo».

[11] M Sacristán, «Una lectura del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio», Lecturas, Icaria Barcelona, 1985, pp. 67-69.

Danilo Manera, en su Introducción (1996) para la edición de Alfanhuí en clásicos contemporénos comentados de Destino, apuntaba lo siguiente sobre este ensayo de Sacristán: «Es el primer estudio importante sobre IAA y hasta hoy uno de los más interesantes. El lector lo encontrará al final del presente volumen».

[12] Ibidem, pp. 69-74.

[13] Ibidem, p. 86.

[14] Manuel Sacristán, «Verdad: desvelación y ley», Papeles de filosofía, Icaria, Barcelona, 1984, pp.42-43.

[15] Ibidem, pp. 470-471.

[16] Ibidem, pp. 491-497.

[17] M. Sacristán, «El gran periplo de Thornton Wilder en La piel de nuestros dientes«, Lecturas, ed cit, p. 7.

[18] M. Sacristán,»Teatro clásico en Barcelona»,Laye nº 24, 1954, p. 91.

[19] M. Sacristán, «Homenaje a Ortega», Papeles de filosofía, ed cit, pp. 13-14.

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