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Sobre La pasión turca, otra mala novela de Antonio Gala

Lectura comentada de una pasión

Fuentes: Rebelión

Se hace muy difícil admitir que una persona que empleafrases hechas sea inteligente.Aldous Huxley, Ciego en Gaza La segunda novela de Antonio Gala, La pasión turca, arranca con una conversación, en el cuarto de una pensión de Zaragoza, entre tres jóve­nes mañas, oscenses y progres. Una conversación compuesta a base de citas de lo que […]

Se hace muy difícil admitir que una persona que emplea
frases hechas sea inteligente.

Aldous Huxley, Ciego en Gaza

La segunda novela de Antonio Gala, La pasión turca, arranca con una conversación, en el cuarto de una pensión de Zaragoza, entre tres jóve­nes mañas, oscenses y progres. Una conversación compuesta a base de citas de lo que el autor sin duda había espiga­do, acerca del papel del hombre y la mujer, en El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y algún manual de antropo­logía, aunque sin mencionarlos. Tal como está «representada» la escena, produce un efecto cómico, que, con toda seguridad, el autor no pretendió: la maña más lista perora y perora sin descanso y las otras dos res­ponden a dúo, hacien­do incluso el mismo movimiento, sin fallar una vez. Y dando además la sensación de que el trance no es cosa de una sola ocasión, sino semanal, por lo menos, o de un día sí y otro no, en idénticos térmi­nos. A quien sostenga que Antonio Gala es un gran escritor, ese oráculo sobre todo lo humano y lo divino que sus cofra­des pretenden hacer de él, compare esta conversación, sin nada especialmente brillante, con cual­quiera de las que contiene Contrapunto, El tiempo debe detenerse­­­ o alguna otra de las obras narrativas de ese insuperable nove­lista intelectual que fue Aldous Huxley. Al llegar a la página 48, anoto que la prosa es de una pobreza y una vul­garidad extrema, con tono de novela rosa, pero sin el oficio de una Concha Linares Becerra, pongo por caso; con graves inexactitudes de léxico, como escribir escuchar por oir (p. 8) o feminidad por feminismo (p.9); como decir que las ideas «no se habían cumplido» (p. 8). Y con las consabidas frases hechas, tan caras al autor: «pisar fuerte» (p. 8), «salir el tiro por la cula­ta» (p. 9), «con tres palmos de nari­ces» (p. 10), «les gustaba a rabiar» (p. 16), «sin ton ni son» (p. 22), «le había echado el ojo» (p. 30), «hecha una verdadera facha» (p. 33), «se deshacían en elo­gios» (id.), «lan­zarse a tumba abierta» (p. 47), «fun­ciona de pelícu­la» (id.), «ni Cristo que lo fundó» (p. 48), etc., etc. Talante de novela rosa, digo, y trasnochado cos­tumbrismo a lo padre Coloma. Nada de literatu­ra. Nada de profundidad. Nada de esos primores de lenguaje de que hablan sus exegetas. Abun­dante infor­mación sobre la vida provinciana, o sobre lo que el autor cree que es la vida provinciana. El lector no llega a estar seguro de que lo sea. Hay algo de conven­cionalismo literario en todo esto, que lleva a pensar que habla de oídas. Cuando, por los alrededores de la página 27, el relato se hace intimista, la prosa gana algo. Alcanza por lo menos la altura de la de Linares Becerra. Logrado esto, Gala decide marcharse, con sus personajes, a Colombia, al objeto de informarnos acerca de lo que a él más le gustó cuando estuvo allí. Una breve pero sustanciosa guía, que constituye el primero de los cuatro discursos extranove­lísticos con que nos va a obsequiar antes de la página cincuenta. El segundo, y más increíble, es sobre cómo se fabrican velas, cirios y otros adornos de cera. Verdaderamente chocante introito para una pasión turca o, mejor dicho, para una pasión aragonesa en Turquía. En su momento, creí haberme equivocado de libro. El terce­ro, sobre las distintas razas caninas, las virtudes del perro en tanto amigo del hombre y los defectos del hombre como potencial amigo del perro. Un primor. Y el cuarto es sobre el matri­monio: tri­viales generali­zacio­nes de un célibe sobre el estado marital, que algunas veces producen sonrojo, cuando lo que Gala quiso es que nos escan­dalizára­mos y exclamásemos: «¡qué atrevi­do!» Sin duda, cada pareja es un mundo, por lo que las posibi­li­dades son infini­tas. No obstante, es altamente improbable que ni una sola funcione como ésta -o éstas, puesto que son tres idénticas- que Antonio Gala ofrece como paradig­ma. Verda­deramente, tanta simpli­fica­ción ofende a la inteligencia. Lo mejor de este discurso es la doc­trina expre­sada en la frase: «sin transgresión no hay erotismo». Doctrina realmente profunda -¡cuán­tas veces no habrá sido citada por los seguidores del genio!-, que al bueno de Gala se le olvida decir que es de Geor­ges Bataille. Quien la razona infinitamente mejor, por supuesto. Y es el caso que, más adelante, en la página 91, aduce la conocida idea de Pascal de que «el corazón tiene razones que la razón ignora», como si fuera suya, sin decir que es de don Blas. Un día -o una página, la 48-, una de las baturras progres escan­daliza a sus excondiscípulas diciendo que ella recurre en el tálamo a la coprola­lia, esto es, según se encarga de aclarar el erudito narra­dor, a decir guarradas, para creerse que está traspa­sando los lími­tes burgueses y saliéndose de la norma. La descocada baturra pone un ejemplo extra­terrestre y chorra: «Yo le digo a mi marido cosas tan finas como éstas: ‘Me gusta tu polla, cabrón. Cuánto me gusta… Ay, no te vengas tanto que me vas a matar… Así, hijo de la gran puta’, y otras por el estilo». El crítico supone que, no obstante el carácter fantacientífi­co del pasaje, las damas lectoras de Antonio Gala se habrán dicho unas a otras, antes de ir a la agencia de viajes, a sacar un bille­te para Estam­bul: «En ésta está atrevidísimo». Por supuesto que no niego que, en las relaciones de pareja, exista esa «técnica» -no con el fin de transgredir normas burguesas o de cualquier otro tipo, sino con el de excitar. Desde mujeres que adquieren su mayor voltaje siendo tratadas por sus maridos como putas, hasta hombres que disfrutan contemplando cómo su mujer hace el amor con otro, de todo hay en esta viña del diablo. Lo que yo digo es que la alusión, fuera de su contexto o, mejor -peor-, en el contexto en que la sitúa nuestro autor resulta ridícula. Eso es lo que digo. Pero lo más grave de todo, aunque no tenga que ver directamen­te con lo literario, es que parece ser que se han dado casos de lectoras que tienen a Gala por una especie de preceptor a distan­cia, que han pretendido imitar a la heroína de su novela. Una de ellas le dijo lo mismo que ésta a su marido, que es cooperador del Opus Dei, en el tálamo, y él, al día siguiente, la agarró por las orejas y la llevó, primero, al confesor, y luego al psiquiatra. Otra, que añadió por su cuenta, a lo de » Cuánto me gusta tu po­lla!», la frase, que pensó quedaría bien, «¡La más grande que he visto!», se encontró con que el marido se apeaba del lecho marital con un moscardón detrás de la oreja y preguntando: «¿Pero cuántas has visto tú, so furcia? Es que me has puesto la cornamenta?» En vano ella intentó explicarle que no se trataba sino de una trans­gresión de las normas burguesas, pura­mente verbal. Aquel acompleja­do sujeto no cedió y la misma noche quedó roto para siempre un matrimonio de doce años, siete meses y veinti­cuatro días. Claro que también hubo marido que se decidió a buscar el empate y contestó: » Y a mí tu coño, so puta! Ay, ay, no empujes tanto, mamona, que te la voy a sacar por detrás y se me va a engan­char en el somier!» A mí, esta filosofía de las relaciones sexuales que propugna la maña progre creada por Antonio Gala no me parece esencialmente feme­nina. Es masculina -y machista-, aunque la profesen algunas mujeres. Asistí no hace mucho a una exposición de ella, en una taberna de la calle Espoz y Mina. Cuando entré, sólo estaban en ella el dependiente y un parroquiano vejete y bajito -a pesar de lo cual, apoyaba el codo en el mostrador como si fuera alto-, con su pañuelo blanco al cuello y su gorrilla. Media sonrisa en los la­bios, entre la comisura de los cuales sostenía una colilla apagada, escuchaba con cierta complacen­cia las quejas del dependiente por los achares que, al parecer, le estaba dando la chulapa de sus entrañas. Cuando al muchacho estaban a punto de saltárseles las lágrimas, el vejete, acentuando la sonrisa, aconsejó: -Dela de pollazos, don José, dela de pollazos. Hasta el final del Primer Cuaderno (página 88), sólo se impone un breve comentario acerca del lenguaje coloquial de Gala, tan almi­donado, tan esmerilado, tan alambicado, almibarado y sentencio­so como si fuese uno de esos recuadros periodísticos en los que pontifica. En una discusión entre marido y mujer sobre la homose­xualidad, en que ella lleva a cabo una más bien pedestre exposición del mito platónico del andrógino, él, Ramiro, machista ibérico, concluye así (página 72): -«Eso lo habrá dicho Platón, o quien sea, desde su paganismo. Pero por la Iglesia está condenado ese vicio nefando. Y, aunque no lo estuviese, por mucho que tú lo justifiques, a mi me seguiría dando mucho asco.» Por las lágrimas de la Magdalena, ¿hay alguien que se exprese de esta guisa? Pero todavía resulta más increíble el «editorial» que el perso­na­je Laura larga acerca de la gordura (página 78): -Las personas que tienen un cuerpo modelo son las que, si se descuidaran, serían gordas. El secreto de la belleza es la medida justa de las formas, no estar delgados como espátulas, y para que las formas sean bonitas han de embridarse; en cuanto se desbocan aparece la deformidad. Valgan estos dos ejemplos como muestra de que a Antonio Gala, autor de teatro, no se le da bien el lenguaje coloquial, como ya dijimos.

 

Me adentro un poco en el Segundo Cuaderno donde la descrip­ción de Turquía -Geografía e Historia-, a donde Desideria de Aragón viaja en grupo con su cónyuge, es tan acartonada, que en seguida se nota que el autor nos está endilgando lo aprendido en dos o tres guías de turismo que ha consul­tado. Por lo que empieza a decir, tras una inoportuna digresión sobre los crucigramas -pasión que la Desi está dispuesta a simultanear con la sexual-, me asalta una sospe­cha. ¿Será posible que haya caído en eso nuestro autor? No, no es posible. Como diría Jean Sendy, «la novia sería entonces dema­siado bella». Pues sí que es posible. A la maña protago­nis­ta no se le ocurre otra cosa que enamo­rarse del guía de su grupo, como a tantos millones de turistas meno­páusicas que viajan al Oriente Próxi­mo y al Medio con esa espe­ranza. Conozco guías egipcios que medio viven de eso. ¡Es increíble! Por lo visto, hay que caer en todos los tópi­cos, todos los convencio­nalis­mos, manejar hasta la saturación las frases hechas y los valores entendidos para tener éxito. Ligar con el guía no es algo que garanticen las agencias de viaje, pero sí algo que ocurre muy frecuentemente. A mí mismo me ocurrió, cierto que en el buen sentido de la palabra. Muhammad Has­sanein, el guía que tuve en mi visita a Tell-el-Amarna, es hoy uno me mis mejores amigos egipcios, y fue el traductor simultaneo del magnífi­co discurso que pronuncié -no lo digo yo; Everybody likes very much your speech, me dijo el embajador de Nigeria- en la boda de una de mis hijas. Y también le ocurrió a una simpática catalana de otro grupo posterior, Marisel Bea, hoy señora de Hassanein y colaboradora de su marido en el negocio turístico. Por cierto, si ustedes quieren hacer un crucero óptimo y barato por el Nilo, acudan a este matri­monio encantador, a su agencia Galaxia Tours. Vayan de mi parte. Les trata­rán bien y les hablarán con amenidad y solvencia, en el mejor espa­ñol, unos guías que son profesores de filología española en la Uni­versidad de El Cairo, como Ali Menufi, igualmente amigo mío.

Se enamora Desideria, sí, del primer turco que se le pone por delan­te, el guía de turismo, y de forma tan repentina y fuerte que se le corta la digestión y vomita y se mea. Como lo leen. Aunque ella lo dice más poéticamente, antes de que el autor concrete un poco más lo que ocurre bajo sus faldas: «Tuve la impresión literal de que me derretía» (página 96). Es el colmo. Y este hombre se queja (ver ABC de 10 de junio de 1994) de no ser ya «veintisiete veces académico y tener tres premios Cervantes». ¡Hombre! Los acadé­micos no es que sean muy listos, pero un poco sí que conocen la lengua. Por lo menos, algunos de ellos: los filólogos. No los escritores ni los premios Nobel. Y es lógico que no quieran tener de compañero a un autor que habla de inventar el café y las pasas (p. 97), de que «Marcelo se encargó de «controlar el equipa­je» (subrayo yo, p. 95), de que un matrimonio tenía que pasar el verano «en la ciudad por la niña reciente­ (ibid.., p. 91); lo reciente sería el parto, no la niña, dirán los académicos), y que produce algunos involun­tarios calambures como el que le hace decir, en la página 89, que el padre de la protagonis­ta «colgó para ella un verano dorado», cuando lo que colgó fue un columpio. Y que no pierde ocasión de utilizar frases hechas, algunas que afean tanto el párrafo más pedes­tre, como «Me vino a las mientes» (p. 89), «Me parece de juzgado de guardia» (p. 93) -¡qué horror!-, «Se me caye­ron los palos del sombra­jo» (p. 94), «Sin orden ni con­cierto» (p. 103), «Nos vigilábamos como dos fieras en celo» (p. 104), «Se le va continuamente el santo al cielo» (p. 113)… «No anda donde repica» (ibid.), «Tomar tierra» (ibid.)… O metáforas y expre­siones asi­mismo mani­das: «Estambul en torno mío como un gran carru­sel» (p. 99), «Tan fuerte latía mi cora­zón que me extrañaba que los otros no lo oyeran» (p. 100), «Yo apre­taba su sexo turgente -‘Es mi cetro, pensé’-… (p. 104, subrayado mío), «En cuando me quedaba sola, le hacía apasionadas protestas de amor (p. 114, id.)… Con la maña oscense enamorada del morenazo peludo, según nos lo descri­ben, podemos esperar cualquier cosa. Y la primera que se nos brinda es que, en el autobús que les lleva al hotel, se embobe [la maña] oyén­dole decir [al more­no] cosas como ésta: «Cuando ustedes [los euro­peos] aún estaban en la oscuridad de la Edad Media, nosotros vivíamos en un mundo de placeres y voluptuosida­des»… Aun aceptando la técnica decimonónica de novelar que utiliza Antonio Gala (en el Segundo Cuaderno, como cabía esperar, el cos­tum­brismo provin­ciano del primero se lo llevan consigo los persona­jes, como suele ocurrirles a los turistas que viajan en manada), aun aceptando el talante de novela por entregas del libro, hay que decir que, psicoló­gicamente, no está ni medio bien explicado el enamora­miento de Desi­deria… (Nombre que, por cierto, vale por toda una etopeya de pro­vin­ciana -de provincia pequeña, además- característica. En Nueva York o en Berlín, ninguna mujer en su juicio aceptaría que le pusiesen Desideria). Por otra parte, está contado tan ingenuamente (increíble­mente ingenua es la forma en que la Desi se deshace de su marido, el presunto cornudo, convenciéndo­le de que se quede descan­sando en el hotel), que el lector menos avisado no tarda en adivinar que, antes o después, estallará el conflicto otomano-aragonés. Entre la página 115 y el final del Segundo Cuaderno (p.164), me encuentro con los dos o tres mejores pasajes de cuantos llevo leídos hasta ahora: se trata de otras tantas digresiones sobre el amor, a través del sentimiento y la experiencia de la protagonista, en los que se ad­vierte la autenticidad del conocimiento de uno y otra -sentimiento y experiencia- por parte del autor. Fuera de esos pasa­jes, el relato de la aventura amorosa de la protagonista con el turco resulta un tanto reiterativo. A años luz de sus modelos, lady Chat­terley y madame Bovary, Desideria se expresa, por la pluma de Antonio Gala, menos atenta -salvo en los pasajes aludidos- a trans­mitir auten­ticidad que a épater les bourgeois. ¡Mira que, en medio precisa­mente de la primera de esas atinadas consideraciones sobre el amor -la que comienza en la página 133-, llamarle a la unión amorosa polvo! «Por lo que sé de mí, mi pasión es continua: no dura sólo lo que dura el polvo; conduce a él y lo sigue y lo precede» (p. 133). Es lícito poner esa palabra en boca de un carretero, por ejemplo, pero no de una mujer enamorada, que está, por ende, ha­blando -en serio- por el autor, que en el trance pretende dar lo mejor de sí mismo. Hasta el térmi­no coito habría chirriado en ese contexto, que, en cambio, hubiese permitido -de hecho, lo exige- la utilización de una imagen que todo buen escri­tor debe estar en disposición de crear. Es injustifi­ca­ble el mal gusto, la vulgaridad y la cursilería de que un escri­tor de forma­ción univer­si­taria, como Gala, adolece en algunos momentos, así como sus faltas de exactitud en la expresión. Ya hemos dado algu­nos ejem­plos, al hablar de sus aspi­raciones acadé­micas frustradas. En las páginas que ahora considera­mos, también las hay. En la 152, al querer hablar la prota­gonista de la alegría que le produce la certeza de que va a tener un hijo, de hecho habla «de la alegría del hijo», que apenas si es feto todavía. Las comas no siem­pre están bien colo­ca­das -unas veces, faltan, y otras, sobran-; a menudo, confunde nunca con jamás y vice­versa, ir con venir, temer con esperar geografía con territorio­, esquina con rincón, en el más puro lenguaje de los hombres y mujeres «del tiempo» en la televisión… Y femi­ni­dad con femi­nismo, escuchar con oir, mirar con ver, tardar con durar, temer con esperar etc. En plena escena de amor, Deside­ria alaba los sobacos de Yamam, no las axilas; con lo que, involunta­riamente, produce un efecto cómico, pues en España hay un dicho que reza, para referirse a lo muy sucio, que «tenía más mierda que el sobaco de un turco». Como produce un efecto cómico involun­tario Yamam hablando de «economía sumergida» (p. 143); o esta frase, escrita con total serie­dad: «Era simpático, atento, educado, servi­cial y llamado Lorenzo» (p. 117). O la alusión (p. 125), cuando Desi se dispone a engañar al marido por prime­ra vez, al Cuerno, para colmo sin su «apellido» -de Oro-, que hubiera distraído la mente del lector del chiste fácil. O esta afirmación (p. 156): «La mujer que no haya estado preñada (siem­pre el término más vulgar entre los posibles) no entenderá lo que aquí escribo», que lleva al lector a pensar en que el autor ha estado preñado. Y, por supuesto, no faltan las frases hechas, despa­rra­madas o voleo por el texto en los lugares más inopor­tunos: «Sin ton ni son» (p. 117), «Como anillo al dedo» (i­bid.); «Mirándome con ojos de carnero» (p. 118), «Santas pascuas» (p. 119), «Ardía en deseos» (p. 122), «Le temía más que a una vara verde» (ibid.), «Para más inri» (ibid.), «Entre bromas y veras» (p. 128), «A pecho descu­bierto» (p. 132), «Entero y verdadero» (ibid.), «Deja todo manga por hombro» (p. 133), «Este estira y aflo­ja» (p. 134), «Se me puso la carne de galli­na» (p. 144), «Enrojecí hasta las orejas» (p. 148), «Tenía la sartén por el mango» (p. 150, dos veces), y etcétera, etcétera…

 

En el tercer cuaderno, como habíamos previsto, estalla el con­flicto turco-maño, lo cual no impide al autor demorarse en comenta­rios, que no logra integrar verosímilmente en el relato, acerca del comercio turco y de la historia de Turquía. Claramente se ve que se trataba de engordar el libro, aprovechando todo cuanto aprendió durante la preparación del mismo. Prurito constante de Gala es el de aparen­tar sabiduría y pontificar, lo cual, el noventa y nueve por ciento de las veces, resulta contraproducente. Y -¿cómo no?- frases hechas y convencionales en abundancia: «No he entrado con buen pie» (p. 166), «Ha sonado la hora de la verdad» (p. 168), «Actuar por libre» (p. 170), «Esta bicoca» (Id.), «No te digo más» (p. 171), «Quien quiere col quiere las hoji­tas de alrededor» (id.), «Con un palmo de narices» (p. 173), «Echaba chispas por los ojos» (id.), «Paseaba como un león enjaulado» (p. 174), «Sabes a la perfección» (p. 175), «Saltaba a la vista» (p. 176), «De una vez por todas» (id.), «Había mandado a hacer gárgaras» (p. 177), «Me dio un vuelco el corazón (id.), «Pura y llanamente» (id.), » Qué pinto yo aquí?» (id.), «Todas esas garambainas» (p. 178), «Sin el menor asomo de duda» (id.), «Ninguna técnica al uso» (id.), «Fue llegar y besar el santo» (id.), «Tenía la cabeza gacha» (id.), «Mi media naranja» (p. 179), «Premios de consolación» (id.)… No, quien tiene que emplear estos recursos no es un gran escritor. No es si­quiera un mediano escritor. ¿Puede el lector culto, no el devo­rador de seriales y folletines, imaginar a un Aldoux Huxley (Contrapunto, Ciego en Gaza, El tiempo debe detenerse­­­…), a un Thomas Mann (La montaña mágica, Los Buddenbrook…) o, por citar los más cercanos modelos de Antonio Gala en esta obra, a un Gustave Flaubert (Madame Bovary, La educación sentimental…) o un D. H. Lawrence (El amante de lady Chatterley, Mujeres enamoradas­…), haciendo estallar el conflicto sentimental porque «el ingrato» ya estaba casado, «desde muy joven, con una muchacha fea y riquísima»…? ¿A la mujer despechada diciéndole al amante cosas como: «Yo lo paso mucho mejor que tú» (p. 176) Casi mayor que la vulgaridad expresiva es la vulgaridad concep­tual en ésta y la anterior novela de Antonio Gala. Y así llegamos a la página 180 en nuestra lectura.

No llevamos cinco líneas de un nuevo parágrafo, cuando ya nos encontramos con una frase hecha: «A la tercera fue la vencida», a la que han de seguir, en las siguientes quince líneas: «Me dieron ganas de ponerme en jarras» (p. 181), «No podía fingirme una mos­quita muerta» (p. 182), «De pies a cabeza» (id.), «Sacó los pies del plato» (p. 183), «Dio la vuelta a mi vida como a un calcetín» (id.), «Con ojos como platos» (id.), «Colgadas de mis labios» (id.), «Clavé el estoque a fondo» (id.), «La aventura papanatas» – Nada menos que seis en una sola página, como se ve! Y aún dicen sus panegiristas que este autor tiene una gran preocupación por el idioma-, «Todas aquellas brujas» (p. 184), «Usque ad summum«, para variar (id.), «Muy amiga de mis amigas» (id.), «Mi corazón se encuentra literalmente embargado» (id.), «Apenas he podido pasar bocado» (p. 185), «El panorama era tan bello que cortaba la respi­ración» (id.), «Los celos hicieron su aparición» (p. 186), «Limpio igual que una patena» (id.), «Llevarlo a mi terreno» (id.), «No poner peros» (id.), «Me pasaba las horas muertas» (p. 187), «El tiempo vuela» (id.), «Qué bicho le ha picado a ésta» (id.), «Se los metí por los ojos» (id.), «Llorar a mares» (p. 189), «Asunto con­cluido» (id.), «Se lo dijo muy claro» (id.), «Se ha entregado con el alma y la vida» (id.) «Girar como una veleta» (id.), «Ni te sale de las narices» (p. 190), «No estaba mal para empezar» (id.), «No se me iban a caer los anillos por repartir propaganda» (id.), «No dejaba de ser un primer paso» (id.), «Nos la bebimos enterita» (p. 191), «El tiempo vuela» (p. 192), «Un pellizco de dolor» (id.), «Se la dieron de todo corazón» (p. 193)… Está uno por pensar que este autor, en vez de por matrices o por folios o por ejemplares vendi­dos, cobra por frases hechas. Personalmente, no me he encontrado en todas mis lecturas -y son muchas- un caso de pobreza semejante. Ni entre los traductores malamente pagados por las edito­riales poco serias. Pero hablábamos antes de la pobreza conceptual que acompaña a esta pobreza de lenguaje… Algo elemental que Gala parece ignorar es que un autor de nove­las no tiene que decir -lo he apuntado e insistiré sobre ello- que un personaje «es muy malo»; tiene que hacerlo actuar de forma que, de sus maldades, deduzca el lector que lo es. Así, en la página 212, cuando la protagonista llega, para comprar unas alfombras, a la casa de una mujer que el autor quiere que el lector vea como misteriosa, escribe: «A la luz de un par de arañas de buen cristal (…) vislumbré una misteriosa figura femenina (coma, que no pone) sentada en un sillón de altísimo respaldo…» ¿Por qué misteriosa? No se captan las razones, por lo que ese adjeti­vo, ahí, resulta totalmente inadecuado. De forma bastante ingenua, se nos dice y se nos repite en este ­libro que Desideria -Desi para los íntimos- vive una gran pa­sión. Por medio de un personaje episódico, de esta forma, cierta­mente ridícula, ante la modestia que expresa la enamorada, cuando se ve centro de la curiosidad general por causa de su hazaña: -«¿Le parece poco, querida mía, en los tiempos que corren, dedicarse a vivir una gran pasión?» Por lo visto, una gran pasión no sólo es algo a lo que una/o puede dedicarse, sino también algo perfectamen­te recognos­cible, incluso a distancia, por una serie de atributos que no admiten variantes y todo el mundo puede advertir. En la escena a la que pertenece el parlamento citado, tenida lugar en el consulado español de Estambul, es evidente que el autor ha querido poner en ridículo a un grupo de damas burguesas que palmo­tea y se emboba ante la grandemente apasionada, a quien no se atreven a imitar; pero sólo se pone en ridículo a sí mismo y a su personaje. Es tanta la inverosimilitud, que todo en ella -la escena- resulta contraprodu­cente. El lector avisado llega a no saber si Gala sabe muy bien lo que hace, pues conoce el retraso mental de sus lectores -lectoras, mejor, según vimos (veremos) que él mismo reconoce- o no sabe, como novelista, lo que hace. -«Sin embargo -perora la Desi ante su auditorio, en plena diser­tación sobre las grandes pasiones-, no estoy convencida de que lo mío sea una gran pasión, como asegura nuestra anfitriona (y presentadora de la disertante, digo yo), no sé con qué propósito. De lo que sí estoy convencida es de que las grandes pasiones no son las que nos cuentan las novelas… (incluida ésta, debería haber añadido). En cualquier caso, ¡qué chorrez!, como pensaría Flaubert y Dumas y Shakespeare y Eurípides y el abate Prevost y Pirandello y… -«Debe quedar muy claro -insiste la conferenciante- que yo no soy una mujer especial, que no tengo ningún vigor, ni pretendo vivir como una Mata Hari. Yo era una provincianita como tantas otras»… Etcétera, etcétera. Más líneas del manual para el apren­dizaje de los grandes apasionamientos, en medio de las cuales advierte la oradora, ante un grupo que crece por momento (la colo­nia española de Estambul debe de ser copiosa): -«No admiren sin embargo a la provinciana que fui; cuando sacó los pies del plato (coma, que el autor no pone. Subrayo la inoportuna frase hecha) no tuvo ningún méri­to, simplemente porque aquella que llevaba hasta entonces no era su vida, es decir, no era la vida que soñaba y con la que yo me tropecé cuando lo conocí (señala a Yamam). Sólo con conocerlo (coma, que el autor tampoco pone) dio la vuelta a mi vida como un calcetín. ¡Sublime expresión). Desde luego, no hay nada como la alusión a una prenda de vestir de la parte inferior del cuerpo para elevar el tono poético de un relato. En esto de elevar el tono poético, Gala es un maestro, como asegura José Infante. Cuando aparecen los celos -¿cómo no iban a aparecer?-, el apasionado Yamam habla de esta guisa a Desideria: -«Como ni sabes turco ni te sale de las narices aprenderlo, te he buscado un empleo…» Es lo que uno estaba echando de menos en medio de una gran pasión: las clases de idioma y el remedio contra el paro. Una amplia­ción del horizonte existencial, en todo caso, que la Desi, visto el éxito de su conferencia en el consulado, aprovecha para dar cumpli­miento a su recién descubierta vocación de oradora. Su fama de ex-provinciana convertida en amante apasionada se ha exten­dido tanto, que ahora es ante unas viajeras andaluzas ante las que se ve obligada a disertar, en el vestíbulo de un hotel sueco. Recién inaugurado, según precisa el autor. En el coloquio, una malagueña comenta: -«Hija, corazón, qué amor tan grandísimo tiene que ser ése para arrastrar a una mujer de una vez a una tierra como ésta». (Versión galiana, evidentemente, del popular «¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?» ¡Lo que se le escape a don Antonio cuando de frases hechas se trate…! En fin, que por todas partes se asaeta al lector con manifes­ta­ciones acerca de «un amor grandísimo», de «una gran pasión», que él, sin embargo, no ve que los personajes vivan. Por muy reiterati­va y hasta pesada que se pone Desi en su monótono relato, lo que se palpa es algo mucho menos importante. Alguien se imagina a Romeo, ante una actitud de Julieta que no comprende, preguntándose, como Yamam: «¿Qué bicho le ha picado a ésta?» (En madrileño de Arniches, por ende.) O a Julieta gritándole a Romeo, cuando éste la penetra hasta las bolas: «¡Torero, torero!», como grita la Desi a su turco?

Pasamos unas páginas y nos encontramos con la prueba irrefuta­ble de que lo que hay entre Desideria y Yamam no es una gran pa­sión. Ella se queda embarazada ¡por segunda vez! (Y ha de haber una tercera). La que, durante años de compartir el tálamo con su marido y paisano Ramiro, ha permanecido infecunda, bajo el turco se convierte en una coneja. Y es que Antonio Gala parece creer que el embarazo es el resultado de un amor loco. Y, así, le hace decir (página 205) a un personaje: «Me dejó embarazada porque estábamos locos de amor». En tal caso, el mundo estaría lleno de parejas apasionadas y, en nues­tro país y en algunos otros, la Seguridad Social no estaría premiando a las Familias Numerosas, sino la pasión en el amor. Cuando el hecho cierto es -ver Julius Evola, Metafisica del sesso, Seconda edizione riveduta, Roma, Edizio­ni Mediterranee, 1969. Traducción española de M. García Viñó- que está com­probado, a todo lo largo de la historia, que los grandes amores no son fecundos. Porque así es de lógica y elegante la Naturaleza. Como la literatura grande. ¿Puede imaginarse alguien a Melibea con las manos manchadas de la caca de un retoño habido con Calixto? A Julieta yendo con Romeo a la farmacia a comprar potitos? Pues no sólo esto está dispuesta a hacer Desideria, sino que, en medio de su «arrebatado amor», de su gran pasión turca, tiene tiempo para comprar y vender alfom­bras, educar niños ajenos, hacer obras de caridad, dar clases de idiomas, ser testigo de donaciones y hasta darse un garbeo a su país de ori­gen. ¡Qué error! ¡Qué inmenso error! Cometido, por supuesto, entre frases hechas, ¡tan desmedida es la afición de este autor por el lenguaje facilón! No son de extrañar, por tanto, sus dificultades expresivas, sus espantosos anacolutos, cuando el len­guaje común no le brinda la solución, como veremos oportunamente: «Como por ensal­mo» (p. 195), «Yo estallaba de risa» (p. 197), «Estoy que reboso de contento» (id.), «Oía como un runrún» (p. 205), «El entonces era una maravilla» (id.), «Las pala­bras no pueden expresar los senti­mientos» (p. 206) -según quien escriba, habría que decir-, «Tú y yo codo con codo» (p. 210), «El que partía el bacalao» (p. 213), «Un apartamento monísimo» (p. 214), «Con la jodida pierna en alto» (p. 215), «Nos han hecho la pu eta» id.), «Pero todo se andará» (p. 223) «A mí se me cae la baba al verlo, con la baba caída» (id.) subrayamos para se alar la redun­dancia, «Está como pez en el agua» (id.), «A mí me trae frito» (id.), «De dinero anda pez» (p. 224), «El a o del catapún» (id.) «Aquello sería un desmadre» (id.), «Me congra­tulo» (id.), «Me miraba perdonán­dome la vida» (p. 226), «Procuraba darle largas» (p. 227), «No me cabía en la cabeza» (p. 227)… Por decir cho­rradas, en esta parte espe­cialmente desafor­tunada del libro, después de pintar­nos a un persona­je, una mujer, como rebelde, inde­pendiente, libre, que se ha pasado la vida sal­tán­dose los convencio­nalismos sociales, le hace contar que no se casó con Karl, porque éste era primo hermano suyo y no obtuvie­ron la autoriza­ción pontifi­cia. Si llega a ser conformis­ta… Decíamos que Desideria tenía tiempo de hacer de todo, en medio de su gran pasión. Hasta de viajar a Madrid. En efecto, a la capi­tal de España viaja como consecuencia del aprieto y la decepción que le procura su amante turco, quien la incita a ser complaciente con un des­vergo­nzado francés con quien quiere cerrar un negocio. Y a Madrid se larga, como he dicho, para estar sólo un par de días: los necesarios para demostrarse -o que le demuestren- «que mi sitio estaba en Estambul o donde quiera que estuviese Yamam» (p. 236). Lo que no es de extrañar, dada la omnipresencia y omnipoten­cia eróti­ca de que hace gala éste: apenas Desi se empieza a adormi­lar, cuando ya siente las manos llenas de los testículos de él y su boca, llena con su pene -muy elástico debía de ser el turco-. Imprescindibles también (a los dos días en Madrid me refiero) para que ella, la amante apasionada, ligue en la Castellana y satis­faga su necesidad de saber cómo le haría el amor un hombre que no fuese Yamam (p. 232) y para encontrarse con una amiga y entablar un diálogo socrático sobre la moralidad. En gran apasionada, como diría un francés, Desi vuelve a Estam­bul para recibir de Yamán un revés que casi la tumba, como diría Antonio Gala, cuan larga era. «Con todo derecho, admite la muy enamorada. Así quedaba claro, para él y para mí, que había vuelto rendida». Demostrado esto, él empie­za a comportarse como un novio de pueblo, con palma­ditas en las nalgas, babeos, sobeos y otros adobos (p. 244); y ella, como una hacendosa mujercita de su casa, que le prepara mudas y camisas lim­pias (p. 255). Siguiendo ambos con la vida monótona de siempre, hasta que ella, como páginas antes en El Cairo (p. 66), se encuentra de nuevo por casua­lidad (ya es suerte, en dos ciudades tan populosas) nada menos que con don Antonio Gala, que ninguna de las dos veces hace mutis sin haber previamente instilado, en los oídos ávidos de la maña, unas gotas de su sabiduría y buenos consejos; con Antonio Gala se encuentra, decía, a quien acompañan su secretario y una perio­dista tan mal hablada que, apenas la incontrolable Desi se dispone a diser­tar sobre sus experiencias pasionales turcas, la corta diciéndo­le: -«Mira, guapa; yo me he comido más pollas que tú, así que no presu­mas», ante la desaprobación -es justo decirlo- de Gala, que entra al quite y restablece la paz en la reunión. Agradecida, Desi -quien, según nos dice Antonio Gala, es admiradora de Antonio Gala- le hace esta deli­cada advertencia: «Los turcos son muy calienta brague­tas», como diciendo: «Cuidado, don Antonio»; pero, en voz tan baja, que el secretario no la oye, y la suya (su bragueta) y algo más se pone al rojo, en bene­ficio, según ha de seguirse, del ambi­dex­tro Yamam. Y todo ello, como no podía ser menos, entre primo­res de frases hechas, algunas de ellas en latín: «Oyendo una retahíla de vulgarida­dades y monsergas» (p. 234), «Si me jorobo» (p. 235), «Lo que sucedía era que hablábamos idiomas diferen­tes» (9. 236), «Mi sitio estaba donde estuviese Yamam» (id.), «Hicie­ron la vista gorda» (p. 238), «Por celos mal entendidos» (id.), «Cada loco con su tema» (p. 239), «La vida hay que tomarla como viene» (id.), «La vida es una juerga» (versión manchego-cordobesa, sin duda, del «la vida es un cuento contado por un idiota» dostoievskiano) (p. 240), «Poner al mal tiempo buena cara» (id.), «A ojos ciegas» (id), «De buenas a prime­ras» (id.), «Por ese plus de interés» (p. 244), «Semejante pata de banco» (p. 245) (sin olvidar, en la página 248, esta académica redun­dancia: «Preferí bajar en silencio… Tardaron en bajar.), «Estaba cortado por mi presencia» (p. 249), «Para un amante al uso» (id.), «Echar margaritas a los puercos» (p. 251), «Detesta los numeritos» (id.), «Y cuando una mujer como yo se entrega a un hombre, se entrega hasta la muerte, haya o no papeles por medio» (como nieta de Agustina de Aragón que es, ya lo insinua­mos) (p. 253), «La fuente cantaba una can­ción» ( qué iba a cantar, si no?, dirán los académicos) (id.), «Co­miendo a dos carrillos» (p. 254), «Lo recibía igual que a un ángel salvador» (258), etc., etc.

 

Tercer embarazo y segundo aborto, como ya anunciábamos -todo un culebrón-, esta vez a manos de un médico judío, bajito e inex­perto, quien, al esterilizarla para evitar nuevos contratiempos, casi la mata. El lector empieza a preguntarse si Desi, finalmente, morirá, como es su obligación de amante apasionada. Aunque, a juzgar por los acontecimientos que el prolijo autor relata, lo mismo puede aguardar­le un futuro halagüeño de próspera comerciante de alfombras y tapi­ces. El propio Antonio Gala, autor admirado por la protagonista y que ésta se encuentra por doquiera que vaya, hace lo posible por ayudar­la: compra un kilim que no necesita, lo que le granjea a ella, si­quiera por unas horas, la admiración del esquivo turco, que detesta «los numeritos» (p. 251), menos cuando van en beneficio de su nego­cio. Fue un deus ex machina de esta categoría lo que les faltó tal vez a Werther, a Emma Bovary y a Margarita Gautier.

Un análisis estilístico de esta obra revela que está escrita en la prosa menos narrativa que haya empleado nunca un novelista. El escaso o nulo acierto en la adjetivación la hacen vulgar, con sabor a redacción burocrática. A veces, el autor se hace auténticos líos con lo que quiere decir. Finalmente, lo dice, y el lector se entera, pero la sintaxis queda dañada de una manera imperdonable para cual­quier aspirante a académico que se precie: «Esta horrible mujer, que no habla más que turco, salvo los insultos que le dirijo en francés y que ha aprendido a identificar, es Harife» (p. 213). Obsérvese el anacoluto de catorce quilates: dice que la mujer no habla más que turco, salvo cuando la insulta Desi -como si los insultos obrasel el milagro de hacerla hablar en otra lengua-, que no es evidentemente lo que quiere decir. Lo que de verdad ourre es que la mujer, que sólo entiende turco, ha aprendido a identificar los insultos de la otra en francés. «Con manchas de vejez o de hígado en la piel» (p. 212). Que el lector se entere de lo que quiere decir, repito, no es señal de que esté gramaticamente bien expresado. Se trata de las manchas producidas por una enfermedad hepática, no de que se haya rozado con hígado de pato, por ejemplo, en una carnicería.

 

Con el inicio del cuarto y último cuaderno, los sentimientos de Desideria (siempre triste y siempre seria, como en la zarzuela) se degradan definitivamente, desde el punto de vista de lo que el lector se siente obligado a considerar una gran pasión. Luego de una lógica convalecencia tras el segundo aborto, la insaciable aragonesa se apasiona por Denis. De esta horrenda forma -nuevas e incomprensibles dificultades expresivas-, que no merecería el aprobado en redacción en una clase de ingreso, nos informa Antonio Gala de cómo se llama el francés en quien la Desi pone sus ojos (subrayo yo): -Quizá no salga usted nunca de él -le replicó riendo el secretario que se llama Arman y el otro Denis­­-. Aquí las familias», etc. Ciertamente, el lector se entera del nombre de los dos perso­na­jes, pero un escritor ha de enterarle empleando correctamente la gramática. Cientos de incorrecciones de este tipo contiene la narra­ción -más turca que apasionada en cualquier caso-, cuyo autor goza, entre sus apologetas, de la fama de ser extraordinariamente cuidadoso con el idioma. De hecho, lo que más necesita es un co­rrector de estilo, que no le deje escribir como, por ejemplo, escribe en la página 299, que «la tienda de enfrente vende maletas» o -página ante­rior- que » hay que olvidarse de una llorona olvidadiza­.» Bien pues, con Denis, disfruta Desideria una nueva pasión turca, que después tiene su prolongación en París, donde se con­vierte lógicamente en francesa, con todos los convencionalismos imaginables de por medio, por supuesto. La semana parisina eviden­cia ser toda ella de inspiración cinematográfi­ca. Sólo le falta a la pareja ir a una verbena, tirar a los patitos y ganar un mono de peluche. Y es que, cuando una baturra «se lía la manta a la cabeza» (p. 284), no la detiene ni la falta de imaginación de su omnipre­sente creador. Pero no sólo hace esto -liarse la manta a la cabeza-, también siente «una emoción indescriptible» (p. 262), se pone «en pie de guerra» (p. 266), «se halla en la gloria» (p. 268), se ve «puesta entre la espada y la pared» (. 270), se pasa «de casta y de senci­lla», como la novia de Miguel Hernández (p. 271), se acuesta con parisinos que se proponen «dejar enhiesto el pabellón francés» ( su­blime!, p. 272), siente cómo su cuerpo se abre «igual que una fruta madura» (bajo el acoso del asta del pabellón galo, bien entendido, p. 274), habla «muy refitolera» (p. 275), ve fealdades que «le quitan la respiración» (p. 279), se «lía la manta a la cabeza», ya lo dijimos (p. 284), «hace oidos de mercader» (p. 287), da «marcha atrás», metafóricamente, por supuesto (id.), «levanta castillos en el aire» (id.), entra y sale «atropelladamente» (p. 293), es mirada «como un bicho raro» (id.), siente «un nudo en la garganta que le impide hablar» (id.), se «mete en un beregenal» (p. 294), entrelaza «recuer­dos como cerezas» (p. 295), recapacita «a marchas forzadas» (p. 300), cuando ha de tomar una decisión «coge el toro por los cuerno» (p. 304), etc. Otras frases hechas, utilizadas por este cuidadoso autor, entre las páginas 261 y 314, son: «Apenas si pasaba bocado» (p. 261), «Ponía cara de conejo asustado» (p. 264), «A pecho descubier­to» (p. 265), «Me repateaban» (p. 269), «Las familias bien de toda la vida» (id.), «Sin saber a qué carta quedarme» (p. 271), «Me preguntaba si no tendría alma de puta cara» (p. 274), «Le da el avenate» (p. 276), «Un turco (…) de malísima catadura» (p. 277), «Me besó con denuedo» (p. 279), «Resollando como un hipomótamo» (p. 280), «Un minuto, que se me hizo interminable» (p. 280), «Se hubie­ra oido el vuelo de una mosca» (p. 281), «No era moco de pavo» (p. 282), «Desea sacar tajada de ellos» (p. 290), «Nos dimos de manos a boca» (p. 291), «Me miraba en los ojos de Yamam» (id.), «Para bien o para mal» (id.), «Según pinten las cartas» (p. 295), «Como llovi­da del cielo» (p. 296), «Rompió el silencio» (id.), «Soltó la risa» (p. 298), «Me oía como quien oye llover» (p. 300), «Me hacía los honores» (p. 302), «Se tiraba de los pelos» (id.), «Le importaba un rábano» (p. 303), «Sus ojos dentro de los míos» (p. 304), «De mil amores» (p. 305), «Estoy de ti hasta la coronilla» (p. 307), «Pues estaba lista» (p. 308), «Implicada hasta las cejas» (p. 309), «Y sanseacabó» (id.) Sanseacabó por el momento, claro. Aún quedan treinta y seis páginas para seguir con la recolección… Volviendo a las pasiones, turcas o no, y devaneos de la prota­go­nista, a quien, puesta a transgredir normas burguesas -de Aragón en general y de Huesca en particular-, sólo le falta vestirse de buzo y bailar sevillanas… Volviendo al tema de las pasiones, decía, es evidente que, en la mayor parte de las esce­nas, el autor relata experiencias perso­nales. Pero el hecho de haber querido hacer­lo demasiado al pie de la letra, el de haber convertido una novela de trescientas cuaren­ta y seis páginas en un mensaje para una sola persona, le quita uni­versalidad; y también verosimilitud. Las reac­cio­nes de un hombre -sea heterosexual, sea homosexual- no son extra­polables, como diría un parlamentario, a la psicología de un perso­naje femenino.

¿Qué podemos esperar de las treinta y cuatro páginas que quedan? Pues, lo dicho: que la maña muera y que Gala aproveche el «luctuoso suceso» para echar un sermón. Lo echa y, como en pasajes anteriores del libro -ya que la oratoria sagrada es género más fácil que el narrativo-, con mejor tono literario. Es lo suyo -lo de Gala-, sermo­near, y a veces sermonea bien, especialmente cuando se apoya en experiencias propias. Lo que no se le da bien es des­cribir, narrar, relatar, novelar. Tan oportuno en sus apariciones como el propio Gala, el perso­na­je Pablo emerge donde y cuando se le necesita, para ayudar a decir a la Desi lo que le falta por decir para justificar su óbito. Y para otras cosas, pues, aunque cerca ya del «fatídico momento», ella encuentra dos o tres oportunidades de demostrar que lo suyo hubiera sido estudiar la carrera de comercio. Sigue dando clases particulares a Mahmud y descubre un nuevo método didáctico: ponerse triste. Cuando la ve triste, el niño adelanta más (p. 316). Y así, situada «en el ojo del huracán» (id.), «de tropiezo en tropiezo» (id.), para «seguir la corriente» (id.), «con un nudo en la gar­ganta» (p. 317) y una tristeza encima «como un fardo insoportable» (p. 318), así, digo, puede dar clases también a los lectores y enseñarles que misir es maíz en turco, mientras atribulada comprue­ba que el insaciable Yamam la engaña con una francesa. Por lo visto, hay sujetos que, cuanto más sufren, más pedagógicos se ponen. Masoquista ella, Desideria acepta cenar con Yamam y su nueva amante, aunque, al ingenioso modo habitual en este autor, se pre­gunte en seguida que «qué pinta ella allí» (p. 319). Durante la cena, el turco perora y perora sobre el amor, como Desi, al estilo inimitable de Antonio Gala: «El amor es…», «al amor hay que…», «El amor necesita…» Y todo para persuadir a la española y a la francesa de que hagan los tres cama redonda… Trance en el que resulta que la Desi no lo pasa mal, especialmente «durante la refriega» (p. 322). Total, puesta a transgredir… Viendo que con el turco ya no hay mucho que hacer, intenta enganchar de nuevo con el francés -se ve que allí no había, para ele­gir, muchas nacionalidades-, lo que logra en una rápida visita, pues, aunque no esté en plena forma, Desi es mucha Desi. Y las cosas entre ellos -entre el francés y la aragonesa- comienzan a marchar bien, aunque «no viento en popa» (p. 328), sino en «un constante tira y afloja» (p. 335), sobre todo porque ella ha tomado la decisión de portarse con él como una prostituta «loca de atar» (p. 331). Y el caso es que lo hace muy bien. No en vano tiene sus ideas personales sobre el tema, como puede comprobar el lector, merced a la conferen­cia que, en plena orgía, pronuncia ella sobre la prostitución, que «es un trabajo y se acabó» (p. 329), aun cuando quien lo ejerce «se entrega con armas y bagajes» (p. 330). Contraviniendo las normas de la poeyana Filosofía de la composición­­, en vez de caminar, en sus últimos tramos, in crescendo hacia un climax, la novela se echa por la más penosa cuesta abajo. A veces, en estos parágrafos postreros, se tiene la impresión de que el autor está sintiendo tentaciones de emprender una nueva obra, menos apasio­nada y menos turca. En vez de comportarse como quien, desencantada hasta ese extremo, terminará por suicidarse, la heroina de Gala, no ignorante de que «había un asuntillo entre ellos» (entre su Denis y la france­sita de Yamam, Blanche) (p. 331), y consciente de que vive en un mundo que «es un valle de lágrimas» (p. 328), hace «jurar y perju­rar» (p. 331) a su latin lover que la ama, con la aviesa inten­ción de que despida a Blanche y la coloque a ella en su puesto (a dedo, como no le gusta a Gala que hagan los socialistas)… Pero ¡cuidado! Eso «puede lanzar a Blanche en brazos de Yamam» (id.), que para estas cosas «tiene siempre una manga demasiado ancha» (id.), según nos informa ella, detallista como siempre. Por cierto que sabe que todo lo que nos cuenta son «trivialidades y chabacanerías» (p. 331), pero como el autor insis­te en que lo haga… lo hace: «a lo tonto» (p. 333), «con todos los honores» (id.), «sin echarse atrás» (id.), «con los ojos bien abiertos» (p. 334), porque «dentro de la cabeza le runrunean las palabras» (id.)… Sin «hacerle una escena» (p. 335) y, a pesar de las «protestas de amor» de él (id.), rompe con el francés al modo tradicional -«o ella o yo» (id.)- tras fingir «un ataque de nervios» (id.). De hecho, entre tantas pamplinas, clases de idiomas, obras de caridad, idas al mercado, paseos a los bazares, visitas al ginecó­lo­go, etc., etc., Desi no hace más que demostrar al lector que en este libro no se trata de una gran pasión como, mediante informes extrano­velísticos, se pretende hacerle creer. Aparte de que una gran pasión es cosa de dos, conlleva un compromiso espiritual y psicológico que aquí no aparece por ninguna parte -ambos amantes no hacen más que hablar de testícu­los, penes, nalgas, sobacos…-, por formar parte de lo que Evola llama una «teoría magnética del amor». No se sabe por qué, la protagonista siente que «la vida se le está deshojando… -¿Como qué? Como qué va a ser: ya lo habrán adivi­na­do- «como una margarita»- (p 338). Quedan tres páginas para que con­cluya el libro y el lector galiano experto sabe que a la Desi le quedan menos de vida. Aunque nadie lo diría, empero, tratándose de una pasión turca, pues sus últimos pensamientos son para arrepen­tirse de «haber puesto en marcha el mecanismo (p. 338) que pondrá a Blan­che de patitas en la calle» y para alegrarse de que «no se tire de la manta» (id.) en el asunto de las alfombras.

Por un epílogo, del que entrecomillo las frases pedestres o administrativas, antileterarias como tantas de este libro, nos enteramos de que Desi se ha suicidado y de que el servicial y siempre oportuno Pablo «decide sobre la marcha» (p. 342) llevarse el cuerpo a España, lo que logrará después de «unos trámites que se eternizaban» (p. 344). Con profundidad digna, más que de él, del mismísimo Antonio Gala, Pablo reflexiona sobre «lo poco que sabemos unos de otros» (p. 343), incapaz de comprender la deci­sión de su amiga, quien, según el médico, no estaba más amenazada por su mala salud «que el resto de los mortales» (p. 344).

M. García Viñó. E-mail [email protected]