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Sometimiento y reproducción ideológica

Lectura de Lección de anatomía, de Marta Sanz

Fuentes: Rebelión

La infancia no son recuerdos de un patio de colegio ni el lugar donde la libertad se manifiesta de forma auténtica porque la inocencia del niño no la ha corrompido todavía. Esas cosas no existen. Nadie escapa del inconsciente capitalista y mucho menos en la infancia. Marta Sanz -Premio Ojo Crítico de Narrativa en 2001 […]

La infancia no son recuerdos de un patio de colegio ni el lugar donde la libertad se manifiesta de forma auténtica porque la inocencia del niño no la ha corrompido todavía. Esas cosas no existen. Nadie escapa del inconsciente capitalista y mucho menos en la infancia. Marta Sanz -Premio Ojo Crítico de Narrativa en 2001 con Los mejores tiempos y finalista del Premio Nadal con Susana y los viejos en 2006- habla sobre esto (y otras muchas cosas) en su última novela, La lección de anatomía.

El personaje de la novela -entre máscara y desnudo de la autora- agarra de la mano al lector para que le acompañe por entre las parcelas de su biografía. Una mujer adulta, con cuarenta años recién cumplidos, se detiene un momento y vuelve los ojos hacia el pasado. Se contempla desde fuera, con la distancia suficiente que le otorgan los años, para observarse con voluntad crítica y acaso para reconocer que en infancia se reproducen las mismas relaciones de explotación que en la vida adulta. El colegio, marcado «por la expulsión del hogar»1 (pág. 43), es el lugar donde por primera vez se constituyen, se ponen en funcionamiento y se legitiman estas relaciones. Ya decía Althusser que «la escuela (…) enseña las «habilidades» bajo formas que aseguran el sometimiento a la ideología dominante o el dominio de su «práctica»»2. Y Marta Sanz, en La lección de anatomía, lo pone en evidencia ante los ojos del lector a partir de algunos signos muy claros. La distribución y la ordenación de la clase es uno de ellos:

Los pupitres de mi clase se distribuyen en tres filas. Son pupitres de dos y la figura de la compañera forma parte de la identidad. Los pupitres de delante están ocupados por las niñas más listas y el hecho de estar ubicadas en los primeros puestos de la fila junto a la ventana, de la fila central o de la fila más próxima a la puerta también tiene su importancia. La fila más prestigiada es la que está junto a los ventanales; la central es la fila del prestigio medio; la de al lado de la puerta, incluso en los pupitres más próximos a la pizarra, es una pila puesta en entredicho. Es decir, el caché por ocupar el tercer pupitre de la fila de la ventana es más alto que el de ocupar la primera mesa de la fila de la puerta (…). Los últimos pupitres de la fila de la puerta son para las condenadas. No saberse un día la lección implica que, si la señorita no está de humor, puede obligarte a cambiar de asiento (pág. 71).

El aula es una «sociedad perfectamente articulada» (pág. 82), una jerarquía claramente definida por méritos escolares -saberse la lección-; no someterse a ello implica un descenso social en sus estructuras. La escuela enseña, en tanto que aparato ideológico, a conservar el status de clase:

La posición del pupitre marcaba el estatus cotidiano, el valor real de las alumnas no sujeto a azares. La fila podía entenderse como un juego; ocupar tu pupitre con puntualidad, conservarlo, no era un juego: era una cuestión de clase (pág. 71).

Lo que menos importa es adquirir habilidades o conocimientos, lo verdaderamente importante es hacerse con «una posición dentro del grupo, afianzar una jerarquía» (pág. 43). La escuela reproduce la lucha por el símbolo de poder, representado por el orden de los pupitres. Pero, además, estos signos de clase transcienden las paredes de las aulas y determinan en gran medida el destino social del alumnado. Quien en la escuela logre sobreponerse y optar a una situación de privilegio, significará que en la vida adulta pondrá igualmente someterse a la ideología dominante y ocupar, por consiguiente, un puesto de prestigio. Ciertamente, habrá sido educado para ejercer la práctica del dominio. Por el contrario, las de la última fila son carne de clase obrera, destinadas a la servidumbre en empleos precarios y carentes de formación:

Bárbara, María Luisa, Mari Carmen [las niñas que ocupaban las últimas filas] serían las señoras que limpian el portal y ni siquiera eso llegarían a hacerlo bien; sería las putas que se dejarían manosear la carne por debajo de la ropa en un descampado, por sucias, porque se tenderían sobre el colchón como si no fueran ellas, por tontas, por indignas. Ninguna de nosotras, las de la posición de privilegio, las seis o siete primeras posiciones de la clase, estábamos dispuestas a ponernos en el lugar de las rezagadas; ignoro qué pensarían las masas medias sobre esta cuestión (pág. 71).

En este marco social no puede sino constituirse lo que Foucault denominó la «microfísica del poder»: el enfrentamiento entre individuos de la misma entidad social, en lucha por un signo de poder. El episodio en que Doña Angelita, la maestra, pregunta la lección a Yolanda, una chica de las que ocupaba un lugar de privilegio en la clase, es un caso sintomático. La maestra pregunta y Yolanda no sabe la respuesta; Marta, la protagonista, homónima de la autora, sabe que ha llegado su oportunidad para aumentar su status y no puede desperdiciar su oportunidad. Se regocija ante el fracaso de su amiga porque ella puede extraer beneficio:

No puedo creer que Yolanda no sepa la respuesta, no me quiero hacer ilusiones, pero comienzo a sentir que se me seca la boca, que el corazón me machaca la caja del pecho, que se me mueve una rodilla y que mi cuerpo se va inclinando hacia delante, destacando de la fila e indicando a la maestra que yo me sé la respuesta (pág. 43).

Finalmente Yolanda no responde y defrauda a la profesora. Marta contesta con acierto, lo que le recompensa con el deseado medro: «Dola Angelita me felicita y me coge del brazo para que supera a Yolanda y ocupe el primer puesto» (pág. 43).

El aprendizaje de habilidades es, a la vez, una educación de clase. Según datos y estadísticas que saca a colación Álvaro Marchesi en un ensayo sobre los problemas en el ámbito educativo, la posición política de los alumnos se radicaliza en aquéllos con peor expediente:

Los alumnos con peores calificaciones tienen una tendencia a asumir posiciones y valores extremos, distintos al sentir mayoritario de la sociedad. Esta radicalización puede ser debida a su insatisfacción con la institución educativa y, por extensión, con todo aquello que intenta transmitir: participación, democracia, moderación y tolerancia3.

Claro que esto es así, pero sería conveniente cambiar de punto de vista: no es que los malos alumnos se radicalicen, sino que los alumnos de expediente impoluto han logrado las altas calificaciones debido a su capacidad de sometimiento a la ideología dominante. Y esto funciona así incluso en la Universidad. No hace falta pensar ni aprender ni tener interés por lo que se estudia; basta con desarrollar ciertas habilidades, cuya eficiencia permita al alumno optar por la mejor nota:

Obtengo muchísimas matrículas de honor, pero soy un ser profundamente estúpido. Aprendo sin interesarme por nada (…). No asumo mi imbecilidad y me entretengo con mi eficiencia y con mis habilidades. Tengo buena memoria; saco buenas notas (pág. 230).

El alumno que se examina, como después el profesor que da una clase o una conferencia en París, es como un comerciante que vende una mercancía. Debe desarrollar unas estrategias para vender su producto al mejor postor:

Soy una viajante de comercio que saca su muestrario y su mejor sonrisa delante de sus clientes. Es un juego dentro de otro juego: soy una mujer que juega a ser profesora que juega a que es una viajante de comercio que exhibe sus cremalleras y sus botones de nácar. Un tímido viajante de comercio que, ante la imperiosa necesidad de vender, cambia de carácter, sustituyendo la reserva por la indiscreción; la radicalidad por la mesura; el egoísmo por la filantropía; el sentimiento trágico por el sentido del humor (pág. 291).

Así funciona el sistema capitalista. Y nadie puede escapar de él:

Me compran la mercancía y vuelvo a casa, exhausta, jurándome que no lo voy a hacer nunca más. Pero tengo que hacerlo. Siempre tendré que hacerlo (pág. 291).

Marta Sanz, con La lección de anatomía, realiza un ejercicio de autoconciencia, mostrando sus imperfecciones, sus asimetrías, confesando sus gestos impropios. Se desnuda ante el lector por pura honestidad: «Llevo la honestidad hasta el impudor del desnudo», dice al concluir la novela. La honestidad es necesaria para retratar sin pudor la vida de un yo que ya no le pertenece, porque el yo -hasta que no se toma conciencia de sí mismo- no es sino efecto estructural de las relaciones que gobiernan el mundo. La única posibilidad de escapar del inconsciente capitalista es, como diría de nuevo Althusser, conocer las leyes de nuestra servidumbre y de los aparatos ideológicos que las reproducen. No somos dueños de nuestros actos ni de nuestras palabras; tampoco de nosotros mismos. Lo único que nos queda es ser conscientes de ello. Y esto es lo que muestra Marta Sanz con su última novela.

Así que háganse con el libro. Tómenlo prestado de una Biblioteca, róbenlo, pídanselo a un amigo, descárguenselo de Internet o incluso cómprenlo. Pero no dejen de leerlo, porque no tiene desperdicio.

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1 Las citas que se introduzcan su anotación bibliográfica corresponden a la novela que reseñamos: Marta Sanz, La lección de anatomía, Barcelona, RBA.

2 Louis Althusser, «Ideología y aparatos ideológicos de Estado», en Ideología. Un mapa de la cuestión, Buenos Aires, FCE, 2003, pág. 119.

3 Álvaro Marchesi, Qué será de nosotros los malos alumnos, Madrid, Alianza, 2004, pág. 61.