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Lecturas de infancia

Fuentes: Rebelión

Jean-François Lyotard llamó Lecturas de infancia un libro suyo que recoge ensayos sobre Joyce, Kafka, Arendt o Freud, y que no parece remitir al título; aclaraba este, sin embargo, en un breve preliminar: nombraría un límite activo en toda escritura y que la constituye: «Nadie sabe escribir. Cada cual, sobre todo el más grande, escribe […]

Jean-François Lyotard llamó Lecturas de infancia un libro suyo que recoge ensayos sobre Joyce, Kafka, Arendt o Freud, y que no parece remitir al título; aclaraba este, sin embargo, en un breve preliminar: nombraría un límite activo en toda escritura y que la constituye: «Nadie sabe escribir. Cada cual, sobre todo el más grande, escribe para atrapar por y en el texto algo que él no sabe escribir. Que no se dejará escribir». Esta imposibilidad impulsa una búsqueda de lo que no se conoce con certeza, para lo que no se encuentran fácilmente las palabras: un núcleo que mueve y alimenta, pero del que no se llega a hablar. Así, el título recuerda la etimología: infans, el que no habla: «una infancia que no es una edad de la vida y que no pasa». Aunque un último quiebro de esa nota previa devolvía a la edad: «Lo que no se deja escribir, en lo escrito, llama quizá a un lector que no sabe ya leer o no sabe todavía: ancianos, niños del jardín de infancia, disparatando sobre su libro abierto».

Releía estos textos de Lyotard mientras pensaba en la última trilogía de Pilar Rubio Montaner –Tímidas existencias, Vidas pequeñas y en minúsculas-, en su espacio y en su mirada, en sus ancianos y niños, en el vínculo entre la existencia y lo callado, lo que no habla. Desde Un aprendizaje, premio Esquío en 1985, la obra de Pilar Rubio (Albarracín, Teruel, 1947) se ha mantenido en vilo en el silencio de ese lugar, al que también se ha acercado con el rigor de la fotografía. Fragmentos breves de prosa, los textos de la trilogía ponen ante los ojos una escena, sin antecedentes ni desarrollo, dejando con frecuencia en suspenso su desenlace. Enunciación de momentos concretos de vida, sin añadir comentarios: «La muchacha con la carta rota en mil pedazos entre las manos. Sentada en un banco del parque durante toda la tarde»: no dar nombre al sentimiento, no desligarlo de su contexto llevándolo a lo previsible, sentir cómo pesa su tiempo.

Sentarse en una terraza, ir en autobús, cruzarse en la acera con los que pasean o salen de un comercio, y ahí escuchar, mirar. Anotar lo ajeno, lo que desde fuera viene a los ojos y los oídos, coleccionar moléculas de vida. O, al compás con que se observa lo que ocurre, también mirar, escuchar en los libros (o en la web, en la prensa) escenas del mismo tenor, igualmente anotarlas hasta hacer indistintas las citas de quienes firman y las anónimas. La voz que asume las notas es impersonal, aunque no distante: algo en su tono la muestra contigua, cercana a la escena; quizá sirve como su mejor descripción la que se hace en un fragmento de Vidas pequeñas del lugar del fotógrafo: «En cada imagen de los álbumes de fotos hay siempre una persona más. La que da testimonio de que aquellos gestos, aquellas gentes, estaban ahí. La que observa, la que sabe. La que compartió con ellos unos momentos que, desde el tiempo, nunca podremos sospechar». Los textos de Pilar Rubio cumplen un papel semejante, quizá exploran el territorio de una especie de épica a la inversa: lo impersonal, la huella de los mínimos hechos, el dibujo de un espacio colectivo que resulta de la suma de todas las instantáneas; una antiépica que descubre la vida como lo que todos tenemos en común, y que contiene también una lírica, pues el curso de esa misma vida es precisamente lo que nos diferencia y nos hace singulares.

En las escenas de la trilogía son muy frecuentes la pobreza, la precariedad, el sufrimiento, la pérdida. Pero la mirada carece de esa carga que suele llamarse social; refiere la incisión de esas circunstancias en la vida, lo existencial de su impacto. Ahora que tanto han cambiado las condiciones que teníamos, que acucian el paro, los contratos temporales y a tiempo parcial, los desahucios, el abandono de los débiles por el sistema, esta mirada cobra un nuevo espesor. Al menos la mitad de los textos de la trilogía habrían sido escritos antes de la crisis y, sin eludir un componente de denuncia, vienen a poner de manifiesto cómo el abandono, la herencia del miedo, las distintas formas del aislamiento y la miseria arraigan en la pura vida, en su oscura densidad, incluso si el entorno no pareciera extremo. Pequeñas, minúsculas vidas son las que se anotan; lugares de lo que no habla, de lo que no alcanza la voz o ha sido excluido de ella. Y, así, pueden aparecer también los animales, que muestran con desnudez el desamparo de quien vive: «En la mesa de al lado un hombre lee el periódico. A sus pies el perro duerme intranquilo, duerme y mueve las patas como si quisiera escapar. Lo pegaron un tiro, explica el dueño al camarero, se salvó pero sueña y quiere salir huyendo». «La potencia, o el saber -escribe Agamben-, es la facultad específicamente humana de permanecer ligado a una privación». Como estos textos, donde Pilar Rubio reabre la posibilidad de decir nosotros: «Lo que somos, vidas pequeñas, nuestro monólogo, nuestro relato».

Es inevitable, por supuesto, tener presente al leer el extraordinario libro de Pierre Michon, Vidas minúsculas, por la coincidencia del título y, también, por la afinidad de los mundos. Pero, mientras Michon se demora en un relato que construye -en la sensación aguda de inmovilidad- una atmósfera desolada y terminal, el trabajo de Pilar Rubio -desechando el desarrollo y las conexiones, la posibilidad de una trama o un discurso- profundiza en las virtualidades de la anotación, en el poder de un género -tradicional y nuevo- que reúne tantas claves; sus piezas sueltas son las piezas en que se deshila lo cotidiano. Ya Roland Barthes concedió prioridad a la nota, encontrando en ella la forma de «escribir el presente» y -apoyándose en el haiku como ejercicio ejemplar de anotación- se detuvo en alguno de sus rasgos: vínculo con el instante, no declaración del sentido, imposibilidad de paráfrasis ni continuación, relieve del detalle… Con la barthesiana preparación de la novela coincide este deseo, también antiépico de Peter Handke: «Una epopeya compuesta de haikus que, sin embargo, no puedan reconocerse como piezas individuales, sin argumento, sin intriga, sin dramatismo, y no obstante narrativa: no se me ocurre nada más sublime». Movimiento y fijación a la vez, las notas de Pilar Rubio abren la herida de la percepción y avivan, en ella, las formas más inquietantes -por sencillas e inmediatas- de la inestabilidad de lo real: «por qué en los sueños aparecen los rostros más queridos con tanta nitidez, pero cuando los invocamos con insistencia es imposible traerlos a la memoria».

 

 

Lecturas

– Jean-François Lyotard, Lecturas de infancia. Traducción de Irene Agoff. Buenos Aires, Eudeba, 1997.

– Pilar Rubio, Tímidas existencias. Zaragoza, Prensas Universitarias, 2001.

Vidas pequeñas. Valladolid, Difácil, 2009.

en minúsculas. Valladolid, Difácil, 2013.

Un aprendizaje. Ferrol, Esquío, 1985.

– Giorgio Agamben, Infancia e historia. Traducción de Silvio Mattoni. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011.

– Pierre Michon, Vidas minúsculas. Traducción de Flora Botton-Burlá. Barcelona, Anagrama, 2002.

– Roland Barthes, La preparación de la novela. Traducción de Patricia Willson. México, Siglo XXI, 2005.

– Peter Handke, Historia del lápiz. Traducción de José Antonio Alemany. Barcelona, Península, 1991.

 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.