Recomiendo:
0

Entrevista al crítico literario y editor Constantino Bértolo

«Leer es un buen momento para tratar de saber cuánto del enemigo llevamos dentro»

Fuentes: Rebelión

Lo confieso con vergüenza. Sé poco de Constantino Bértolo. Sé que es editor, sé que ha editado con muy buen criterio a Santiago Alba Rico (Leer con niños: no se lo pierdan), sé que escribe maravillosamente bien, sé que es un crítico literario excelente que no suele caer (ni hace caer al lector) en lugares […]

Lo confieso con vergüenza. Sé poco de Constantino Bértolo. Sé que es editor, sé que ha editado con muy buen criterio a Santiago Alba Rico (Leer con niños: no se lo pierdan), sé que escribe maravillosamente bien, sé que es un crítico literario excelente que no suele caer (ni hace caer al lector) en lugares comunes. Y también sé, si se permite la derivada althuserriana, que participa de forma documentada y consciente en eso que en tiempos llamábamos la lucha de clases en el ámbito de la cultura. Seguramente, su currículum podría llenar páginas y páginas. Pero intuyo también que no le apetecería en absoluto que yo lo rastrease y expusiera aquí detalladamente sus aléficos méritos. Como Engels y Manuel Sacristán, estoy convencido sin atisbo para la duda que también Constantino Bértolo cree que la modestia es una principalísima virtud del intelectual.

*

Déjenme que empiece por algunas cuestiones básicas y por algunas aclaraciones conceptuales. ¿Por qué leer? ¿Cómo debe leerse?

La escritura y su consecuencia, la lectura, es una tecnología que permite almacenar información, reelaborarla y trasmitirla. Cada sociedad concreta, con unas relaciones sociales concretas, la utiliza por razones distintas. Cabe suponer que la pregunta se refiere a leer textos que nuestro tiempo designa como literarios. Al respecto diría que sobre el por qué leer esta clase de textos interactúan tres tipos de respuesta. El primero recoge la tradición humanista: porque la literatura nos permite conocer el patrimonio de obras mediante las cuales la humanidad ha tratado y trata de dar expresión a lo largo de la historia a las preguntas y respuestas que su propia condición humana ha generado: el sentido de la existencia, las relaciones entre el yo y las circunstancias sociales donde esa existencia tiene lugar, cómo enfrentarse a la finitud, al amor, a los afectos, al bien, al mal, es decir, la lectura como modo de acercamiento a la realidad. Un segundo tipo, que hunde sus raíces en el romanticismo, ve la lectura como actividad estética, como modo de comunión con algo inefable, el famoso «no sé qué» que nos pondría en contacto con una instancia superior interna, esas presencias reales que dice Steiner, que representaría el ideal de lo humano. Y un tercer tipo que ve la lectura como forma de entretenimiento.

Personalmente diría que hay que leer para conocer las armas del enemigo e intentar aprender de los textos, escasos en comparación con los generados por ese enemigo y sus aliados, que se han enfrentado a él. Me refiero al enemigo de clase.

¿Cómo debe leerse? 

Intentando leer la propia lectura: por qué me gusta lo que me gusta; por qué no me gusta lo que no me gusta; por qué gusta lo que gusta. Parto del entendimiento de que el yo lector es mucho menos yo de lo que uno se piensa y es conveniente tratar de ver quién o qué interfiere en nuestros procesos de lectura. Conectando con la anterior repuesta diría que leer es un buen momento para tratar de saber cuánto del enemigo llevamos dentro.

Seguramente mucho. Y si es así, ¿qué hacemos una vez comprobamos su penetración hasta ahora incontrolada?

Recordando aquello de Neruda sobre «la libertad que no tiene el solitario» cabría pensar en » la lectura que no se puede tener en solitario», lo que nos llevaría a la necesidad de integrarse en una organización que funcione como interlocutor dialéctico con capacidad de enmarcar y contrastar las praxis individuales, las lecturas en este caso, con la acción política hacia la que se oriente la organización. Dicho en términos gramscianos: leer en el seno de un intelectual orgánico.

¿Qué es un crítico literario? ¿Cuál su finalidad?

En principio y en teoría un crítico literario es alguien que nos informa sobre dos aspectos de una obra literaria: a qué otras obras se aparece y en qué se distingue de esas obras, es decir y en clave aristotélica: clarificar el género y la diferencia específica. Su otra función tiene carácter interpretativo: establecer el grado de precisión que la obra escrita en el registro que sea, realismo, simbolismo, fantástico, surrealista, etc…, mantiene con el entorno social y cultural donde su producción, circulación o consumo tiene lugar. En la práctica concreta la crítica en su conjunto es una institución que homologa la pertenencia o no de una obra a lo literario y al tiempo la sitúa en un rango jerárquico dentro del canon entendiendo por este la traducción a repertorio referencial de la escala de valores literarios dominante. Hoy creo que la crítica literaria cumple dos funciones: homologa calidades en el mercado editorial y disfraza de prestigio lo que no deja de ser publicidad. Y no cumple la función que debería: vigilar la salud semántica de la sociedad controlando los discursos públicos que bajo el rótulo de literarios se expenden y circulan por ella.

¿Y por qué cree usted que no cumple esa función semántica de control que debiera cumplir? De hecho, ¿la ha cumplido en algún período histórico?

Hoy difícilmente se puede cumplir esa función entre otros motivos porque vivimos en una sociedad que se autodescribe como satisfecha y que parece sufrir tan sólo problemas de bulimia o de sobrepeso. Quien hoy diga que el rey está desnudo o enfermo sería tomado por un provocador en busca de fama o por un resentido sin legitimidad para hablar en público. Y en todo caso no encontraría ningún medio de comunicación con relevancia social que diese cabida a su crítica, pues no olvidemos que el crítico en última y primera instancia es el medio en el que escribe. Valga como ejemplo lo que sucedió con el crítico Ignacio Echevarría cuando reseñando un libro de Atxaga se atrevió a mostrar la ideología idílica que subyacía en la novela. Cierto que además concurría que se había editado en una editorial del grupo pero, a mi entender, lo que realmente no se admitió, en momentos en que El País apostaba por un determinado acercamiento al problema vasco, fue que el crítico «literario» pisara terrenos de la política. Y sí, claro que han habido momentos en que la crítica ha cumplido ese papel de tribuno. Piense por ejemplo en la tarea crítica de José Carlos Mariátegui en los años treinta cuando en Latinoamérica se estaba decidiendo qué tipo de respuesta se daba a la explotación y a la alianza de las burguesías nacionales con el imperialismo yanqui. Y sin ir tan lejos, llegue con recordar la etapa, breve eso sí, en que Castellet, La hora del lector, apoyaba y difundía una literatura comprometida con la emergente resistencia a la dictadura franquista.

¿Tiene usted alguna preferencia en este ámbito cultural? ¿Cuáles son sus maestros?

Mis preferencias se inclinan hacia aquellos críticos que partiendo de un entendimiento de la literatura como discurso público han tratado de analizar qué aportan y cómo intervienen las obras literarias en eso que he llamado el sistema de salud semántica pública. La obra de Raymond Williams me parece paradigmática en ese sentido o la de José Carlos Mariátegui y aunque encarnando posiciones ideológicas radicalmente contrarias también el corpus crítico de Marcelino Menéndez Pelayo me parece significativo. Con Manuel Sacristán y Carlos Blanco Aguinaga aprendí o traté de aprender a «leer lo que está» en el texto, y con Althusser, Lacan, Edward Said y Juan Carlos Rodríguez, a «leer lo que no está» en el texto.

¿Juan Carlos Rodríguez, Carlos Blanco Aguinaga? Perdone la ignorancia. Podrías darnos una breve referencia de estos autores.

Juan Carlos Rodríguez es catedrático de Literatura en la Universidad de Granada y es de los pocos teóricos de la literatura que mantiene y ha puesto al día de modo agudo y brillante una metodología analítica de raíz marxista; es autor de libros como Teoría e historia de la producción ideológica , La literatura del pobre o La norma literaria que considero imprescindibles y que muestran que no todo está perdido en ese campo. Carlos Blanco Aguinaga fue hasta su jubilación catedrático de Literaturas Hispánicas en la Universidad de San Diego (California). Su participación, junto con Iris Zavala y Julio Rodríguez Puértolas en la redacción de Historia Social de la Literatura en Lengua Española le hizo merecedor de muy elogiosos insultos por parte de académicos y diletantes. En su ensayo De mitólogos y novelistas se encuentra un certero análisis sobre la obra de Octavio Paz. En su momento y si mal no recuerdo fue miembro del Consejo de Redacción de la revista Materiales .

Cita usted a Lacan. Deduzco de ello, que las Imposturas intelectuales de Sokal y Bricmont no es un volumen de su devoción laica.

Tengo buenas referencias sobre el libro pero no lo he leído. En cualquier caso aclaro que no me considero lacaniano, tampoco althusseriano.

¿Qué es un clásico en el ámbito del arte y de la literatura?

Entiendo por clásico aquel autor o aquella obra que con su lectura nos permite desentrañar claves válidas para la comprensión de la realidad del presente. Una obra como El idiota de Dostoiwski nos sigue orientando a la hora de intentar desenterrar las relaciones entre la actividad económica y el significado de los afectos. Y digo clásico como categoría simplemente utilitaria, en el sentido de que por gozar de conocimiento y reconocimiento general permite ser utilizada como espacio de encuentro, o desencuentro.

¿Por qué suele ser tan oscura, tan complicada de leer, tan aparentemente sofisticada la crítica literaria?

Por un lado los textos literarios incorporan toda una serie de recursos técnicos que han creado su propio repertorio semántico. Por otro, no conviene olvidar que la escritura literaria ha sido y sigue siendo en buena parte el dominio de una elite y que como tal tiende a presentarse con ropajes, jergas y rituales autolegitimadores en los que la exclusión del profano es una táctica usual.

¿Qué opina usted de los cánones literarios o artísticos? ¿Tienen algún fundamento?

Los cánones son expresión de una escala de valores artísticos que responde a unas relaciones sociales concretas. Su función principal es mantener la idea del Arte, entendido este como expresión de un valor atemporal y ahistórico a través del cual entraríamos en comunión con la idealidad del ser humano. En ese sentido el Arte cumple un papel semejante al del adulterio: la promesa de que la pobre vida material que llevamos no es todo ni mucho menos. En la sociedad de consumo de masas actual el Arte es una etiqueta comercial que promete que en cada acto de consumo artístico el adulterio tendrá lugar porque incorpora «lo otro»: lo que no tiene precio, fomentando así la idea de la propia subjetividad como el único lugar donde realmente somos reales.

Personalmente entiendo que el Arte es un invento que la burguesía emergente, con su proyecto de subjetividad en marcha, utilizó como aduana contra los poderes absolutistas de las Monarquías y las Iglesias. Una illuso legitimadora. Los cánones en ese sentido canonizan esa ideología.

Ahora bien, es indudable que en el desarrollo técnico a lo largo de la Historia de esa tecnología que en definitiva supone la escritura como materialidad, podemos encontrar un repertorio de obras que ejemplifican de modo sobresaliente el uso de determinados recursos retóricos, sintácticos, narrativos, poéticos, dramáticos que constituyen por así decir un patrimonio instrumental que la historia de la literatura pone a nuestro alcance. Si por canon entendiésemos ese repertorio entonces le encontraría el fundamento ya mencionado.

Entiendo que usted usa aquí el término ideología como cosmovisión. ¿Tiene también alguna connotación negativa? Si quiere usted, en términos, ¿ideología es falsa consciencia?

En este caso el concepto de ideología está utilizada en su acepción de falsa conciencia o como traduce, más acertadamente en mi criterio, el profesor José Antonio Fortes, como «conciencia falseadora».

El autor, el poeta, el artista, ¿para quién deben escribir? ¿Para la ciudadanía, siguiendo los gustos del momento, según orientaciones del editor?

En una comunidad democrática y entiendo por tal aquella en la que todos sus miembros participasen desde condiciones de igualdad real – cultural, social, económica- en la elaboración de la idea del interés general o bien común, sería esa misma comunidad la que determinase el para quién escribir y sin duda el para qué (el cual, en esas condiciones, vendría determinado por la idea del bien común). Aún cuando vivimos en comunidades rotas y dislocadas por la lucha de clases y por tanto por la usurpación por parte de la clase dominante del mecanismo de deliberación acerca de la idea de bien común, entiendo que la literatura, por ser discurso público, contiene como elemento constituyente un pacto de responsabilidad entre el autor que hace públicas sus palabras y esa comunidad que es la depositaria de las palabras colectivas. Sucede sin embargo que en el actual sistema social y con las concretas relaciones sociales que le son propias, ese pacto de responsabilidades ha devenido en simple pacto mercantil que el precio resume: yo pago, tu compras, traduciendo a un aparente juego entre pronombres personales toda una estructura social, la capitalista en nuestro caso, que condiciona el contenido real de ese mercado y de ese yo y de ese tú que sin embargo se viven como libres. En este escenario solo cabe decir que se escribe para ese mercado en el que los editores detentan, a través de sus medios de producción, la capacidad para decidir que discursos privados pasaran a discursos públicos y cuales no. Con todo, hay que tener en cuenta que el mercado, que no es un figura dotada de autonomía tal y como muchas veces se quiere hacer ver, traduce y está atravesado de la dinámica social y de las tensiones sociales correspondientes: lucha de clases, luchas en el seno de la clase dominante entre diferentes posiciones sobre la gestión de la plusvalía, tensiones en el juego de alianzas, etc y todo esto posibilita, en mayor o menor medida según el estado concreto de las correlaciones de fuerza, demandas literarias distintas e incluso alternativas.

¿Por qué sigue teniendo tanto peso y tanto éxito la narrativa, digamos, histórica?

Recientemente un historiador español de cierto prestigio que se ha pasado, con éxito, a la moda de la novela histórica, declaraba que la novela hacía que la historia dejase de ser algo aburrido para volverse algo bonito. Y en efecto lo bonito viene a ser la pereza de lo bello, entendiendo por belleza algo cercano a la precisión. Hoy la lectura se presenta como una actividad que no requiere esfuerzo ni exige concentración y la novela al uso permite, a través del mecanismo de proyección, ingerir casi pasivamente una trama que no presente resistencias de lenguaje o de sintaxis narrativa. Por otro lado la novela histórica es altamente seductora en tanto que otorga la ilusión del conocer y además escenifica la Historia como juego de subjetividades, alimentando la fantasía del yo irreductible dueño de su propio destino. Tampoco hay que olvidar que el tipo de novela histórica que está triunfando se corresponde más a lo que llamaríamos novela de misterio que a otra cosa.

¿Cree usted conciliable la política y la literatura? ¿Se puede hacer buena literatura sobre asuntos políticos? Podría poner algún ejemplo.

Que hacerse esa pregunta tenga sentido ya casi es una respuesta en si. Insisto en que la literatura es, aunque dotada de rasgos propios, un discurso público y la política, entre otras cosas atañe a la producción y gestión de los discursos públicos por lo que, en principio, hacerse esa pregunta es semejante a preguntarse si el fuego y el calor son compatibles. Lo que esa pregunta vehicula es la derrota de un cierto entendimiento de la política y de la literatura o más concretamente, de una determinada política y de una determinada literatura. De la política encaminada a la transformación revolucionaria del sistema social y de la literatura como acto lingüístico con responsabilidad social. Que se puede hacer buena literatura sobre asuntos políticos, entendiendo por política la gestión de lo público, me parece algo obvio: baste con recordar que El Quijote es todo un manual de crítica política contra las estructuras feudalizantes que están obstaculizando el despliegue de las relaciones de producción propias de lo que será el Estado Moderno y es un ataque brutal contra la semántica con mayúsculas- Honor, Lealtad, Fortuna, Destino, Nobleza- de esa España organicista de corte medieval. El Quijote no hace si no traducir a minúsculas lo que esas mayúsculas esconden.

Por tanto lo que la pregunta encierra, creo, es si entiendo como conciliable la política revolucionaria y la literatura. Y a eso también respondo afirmativamente aunque ciertamente en el concepto hoy hegemónico sobre qué es literatura se pretende, con bastante éxito, que lo político aparezca como algo irreconciliable con lo literario. Para justificar mi afirmación llegaría con recordar un texto al que nadie le niega una alta consideración literaria: La Biblia y ya en concreto el libro del Éxodo donde se nos da cuenta de como el líder, Moisés, de un pueblo sojuzgado, el israelita, recurre a la violencia cruenta contra los inocentes – los hijos mayores de los no hebreos- a fin de lograr la liberación. Supongo que nadie puede negar que esa es una narración con alta carga política

¿Tiene signo ideológico el arte, la literatura? ¿Tiene sentido hablar de un autores de derechas o de izquierdas? ¿Puede decirse, con consistencia, que «Piedra de sol» es un poema de derechas porque Octavio Paz llegó a ser uno de los grandes pensadores conservadores de finales de siglo? 

Creo ya haber respondido a la primera pregunta. Hablar de autores de derechas o de izquierdas tiene sentido en tanto que como ciudadanos serán de derechas o de izquierdas y como autores tendrá sentido en tanto que se presenten públicamente como representantes de las derechas o de las izquierdas y cabe por tanto preguntarse si esa representatividad que asumen es cierta o no. Con todo, lo que pertinente parece volcar la pregunta más sobre las obras que sobre los autores. Tengo lejana la lectura de Piedra de sol pero en mi memoria el libro insiste en ofrecer y acentuar una visión mítica, ahistórica, de la «mexicanidad», concepto este ya de clara ubicación ideológica conservadora. Dicho esto no se puede negar que en el poema aparece un uso virtuoso y eficiente desde el punto de vista de la lengua de los recursos poéticos. Del mismo modo que en un libro profundamente conservador como puede ser Los anillos de Saturno del hoy sacralizado W. G Sebald hay una hábil y sólida utilización de la digresión culta en la estructuración sintáctica de frases y párrafos, que nos hace evocar la escritura que históricamente identificamos con el alto estilo. Como escribía Sacristán, quién juzga del carácter conservador, reaccionario o revolucionario de una obra no es la estética o la poética si no la crítica, en cada tiempo y lugar.

¿La ideología de un autor contamina su obra totalmente? Por ejemplo, ¿un lector crítico con la pesada e insulsa propaganda política neoliberal de Vargas Llosa puede apreciar, a un tiempo y sin contradicción, su obra narrativa o cuanto menos parte de ella?

La ideología, ya entendida como ilusorio o no sistema de creencias, no contamina ni total ni parcialmente ninguna obra porque simplemente es parte constituyente de ella del mismo modo que la elección del verbo contaminar es parte constituyente de su pregunta. La ideología está presente en el hacerse de la literatura, en el modo de entender su sentido, su función, su funcionamiento; en el modo de imaginar al lector, de construir su lectura, sus expectativas. En el caso de Vargas Llosa sería necesario analizar obra por obra. En lo que yo tengo en la memoria hay una novela ¿Quien mató a Palomino Molero? que me parece significativa porque en ella la tesis básica que se nos da a conocer narrativamente es que el pueblo como sujeto colectivo, tanto como conciencia en si como para si, es incapaz de dar cuenta de la verdad, que me parece una conclusión reaccionaria, pero el giro reaccionario que veo no proviene de esa tesis como mero contenido ideológico. Personalmente no acepto la distinción entre forma y contenido porque creo que sólo crea confusión así que prefiero hablar de la estructura narrativa para hacer notar que en la acción de elegir el entramado propio de una novela de misterio, con el suspense retroactivo propio de un thriller, ¿Quién mato?, la novela ha elegido – y esta elección sí me parece ideológicamente lo más relevante- colocar al lector en una posición de inferioridad, seduciéndolo con la estrategia de ponerle y quitarle al asno la zanahoria de delante a fin de llevarle a donde quiere. Y añadiría que elementos ideológicos de este corte ya están presentes en obras escritas con anterioridad al giro público de su ideología. Si se me permite decirlo Conversación en La Catedral ya dejaba transparentar una poética narrativa más cercana al culebrón que a una narrativa democrática – en la que se argumenta equilibradamente el argumento- como la presente en Ana Karenina y Guerra y Paz de Tolstoi, La montaña mágica de Thomas Mann o en Una educación sentimental de Flaubert. En la narrativa de Vargas Llosa, y entiendo que desde sus primeras obras, ya está actuante una ideología que con ropaje de lucha de clases lo que realmente despliega es la ideología darwinista de la lucha por la vida, presencia que, eso sí, cada vez, obra a obra, se transparenta de forma más clara. Uno puede hasta admirar el arte de seducir y sin embargo rechazar la seducción como modo de relación social o interpersonal. No veo ninguna contradicción ahí. No porque uno reconozca que el sistema bancario español ha construido un magistral sistema de usura y leva económica entra en contradicción si lo denuncia y rechaza.

¿Por qué el denominado realismo social ocupa una posición tan marginal en la actual literatura española?

El realismo social se corresponde con un momento muy concreto de nuestra historia. Aquella poética, que no olvidemos dio lugar a obras tan relevantes como Central eléctrica de López Pacheco, La mina de Armando López Salinas, La zanja de Alfonso Grosso o La piqueta de Antonio Ferres, nace con el objetivo de dar testimonio de la supervivencia de la clase obrera derrotada en la guerra civil y revolucionaria. Dar voz a los que no tienen medios de expresión propios plantea serios problemas narrativos que a mi entender el realismo social resolvió con muy meritoria dignidad literaria. En los años cincuenta la resistencia política y cultural al franquismo entendió que el proletariado derrotado era el núcleo central de esa política. A partir de los sesenta las propias transformaciones económicas dentro del franquismo desplazaron esa visión hacia el nuevo proletariado emergente y las nuevas capas de profesionales que el desarrollismo económico generaban. Conviene recordar que en 1965 estalla la crisis en el seno del PCE que va a dar lugar a la salida de Claudín y Semprún por un lado, y la política de Alianzas entre las fuerzas del trabajo y la cultura por otro y, por decirlo de una forma suave, la política de resistencia cultural se focalizará sobre las capas de una burguesía de vocación europeísta con sus correspondientes intereses literarios. Ese desplazamiento, en el que seguimos, no sólo marginó sino que anatemizó el anterior momento del realismo social.

Por cierto, ¿qué opinión le merece esa consigna tan presente en el PCE durante tanto años de alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura? No parece que sea de su agrado.

Esa consigna se corresponde, entiendo, con un cambio táctico que procede a su vez de un cambio de estrategia en la política de alianzas que el PCE diseña en su intento de erosionar el bloque burgués franquista. La frase incorpora un movimiento de apertura hacia aquellas fracciones de la burguesía -profesionales, empresarios no insertos en la oligarquía financiera- que pueden objetivamente chocar con el franquismo en su camino por una economía desarrollista que empieza a estrechar relaciones con el contexto liberal europeo. Esa estrategia partía de la base de que cuando se produjese el desencuentro entre esa fracción burguesa y las estructuras franquistas, el movimiento obrero, dirigido por el PCE, que ciertamente era el único partido con actividad real existente en la izquierda socialista, sería la fuerza que canalizaría esa ruptura hacia posiciones de prerevolución. Sin embargo esa separación entre el trabajo y la cultura que la consigna, a pesar de su aire de unidad, revelaba originaría a medio plazo una divergencia interna en la experiencia del propio partido que, a modo de hojas de una tijera que se abre, empujaba a las bases obreras hacia una visión atravesada por lo sindical y a las bases pequeño burguesas hacia el reformismo democrático. Cuando esto, ya en la legalidad, se intentó corregir con la famosa territorialización se hizo desde con una clara óptica electoral y, por la senda del electoralismo, el PCE se invitó a su propio entierro. Creo que separar trabajo y cultura fue jugar al aprendiz de brujo; el resultado de un mala interpretación de la realidad.

Y por cierto también, ¿qué la perece la obra literaria de Jorge Semprún?

Tendría que volver a leerla pero su novela La segunda muerte de Ramón Mercader me llamó la atención en el momento de su publicación. El resto me parece bastante pobre cuando no deplorable, desde el punto de vista que él llamaría literario.

Las historias obreras apenas aparecen en la literatura o en el cine español. ¿Por qué es así? ¿Por desinterés, por ausencia de temas, por el origen o la posición social de los autores?

En el imaginario social, político y cultural español la clase obrera parece no existir por lo que es difícil que pueda ser visualizada y cuando aparece lo hace con perfiles de costumbrismo o marginalidad. Valga como ejemplo Los lunes al sol, en la que el protagonismo dramático se concedía al momento del paro mientras que al momento del trabajo, visualizado en la condición de trabajadora en una fábrica conservera de la mujer de uno de los parados, apenas tiene relevancia alguna más allá de su función de telón de fondo. La democracia parlamentaria, en cuyo contexto estético nos movemos y se mueven los medios de producción y circulación de la literatura y el cine, premia y acentúa la visibilidad de la ciudadanía y con esa condición de ciudadanos ya integrados, poco integrados o nada integrados, subsume, disfraza y esconde las historias obreras

¿Se le ocurre alguna forma para conseguir que las literaturas llamadas periféricas -la gallega, la vasca, la catalana- sean más conocidas en el resto de España?

Lo único que se me ocurre, y lo veo políticamente muy complicado, sería recuperar la idea de una Editora Nacional, Estatal habría que nombrarla ahora para evitar reticencias, que interviniese en el sistema editorial apoyando un sistema de multitraducciones y trasvases entre las diferentes lenguas, pero mucho me temo que a la hora de la distribución o difusión se encontraría con enormes dificultades. Creo además que estamos en un momento en el que nadie estaría muy interesado en llevar a cabo tal proyecto. Sólo en una solución federal ya bien asentada tal idea podría tener una buena recepción. Mientras tanto el problema se ha dejado en manos del mercado y con mínima intervención, vía subvenciones, de las instituciones. Y el mercado a lo que está dando lugar es al florecimiento de unas literaturas bastante uniformes en las que esporádicamente el mundo editorial en castellano, que es el hegemónico, rastrea materia prima entre las listas de libros más vendidos en los mercados periféricos.

¿Hubo buena literatura en los llamados países socialistas? ¿Puede citarnos algunos autores que le sigan pareciendo de interés?

Antes de responder habría que aclarar que al menos desde la guerra civil el conocimiento que se nos ha dispensado sobre las literaturas de esos países ha sido muy escaso y muy sesgado. Por ejemplo, la literatura de los tiempos soviéticos que más conocemos es aquella que podemos calificar de antisoviética: Pasternak, Solzhenitsyn, Brodsky, Tsvietáieva, Madelstham. El aparato de propaganda antisocialista que surge con la guerra fría y que todavía permanece, estaba encaminado a lograr que se estableciera una relación directa entre calidad y disidencia y esa propaganda creo que la hemos interiorizado todos hasta extremos sorprendentes. Si a eso sumamos nuestra ignorancia casi total sobre la literatura que allí se produjo durante el período socialista es fácil entender que casi de manera automática tendemos a decir que no, que no se produjo buena literatura en los países socialistas. Pero si uno hace memoria, y aún desde esa ignorancia programada, aparecen como pequeñas muestras obras como El adiós a Matiora o Dinero para María de Vladimir Rasputin, Adios Gulsari o Un día más largo que una vida de Chinguiz Aitmátov, Medea de Christa Wolf, Bajo el nombre de Norma de Brigitte Burmeister, Los hijos de Arbat de Ribakov, El viejo de Iuri Trifonov, Las conjeturas de Jacob de Uwe Jonson, Historia triste de un policía de Astafaiev, Picnic al lado del camino, la excepcional novela de ciencia ficción de los hermanos Strugatsky, y se acaba entonces reconociendo que la respuesta automática es una respuesta equivocada y hasta diría que muy equivocada.

¿Cree usted que las cuestiones de género influyen en asuntos artísticos? ¿Hay literatura femenina en algún sentido razonable de la expresión?

Que influyen en asuntos literarios no me cabe la menor duda. La crítica literaria de género ha puesto en evidencia la existencia de amplias zonas ciegas que existían al respecto en el campo de la crítica, la interpretación y la historia de la literatura. Sobre la existencia o no de una literatura femenina me cuesta más pronunciarme por cuanto la institución literatura está construida básicamente desde cimientos patriarcales y el concepto de género, aunque específico, lo veo inserto en la lucha de clases y en las luchas generales por la emancipación. Las dificultades que encuentro las trataré de responder recurriendo a un ejemplo. El escritor Rafael Chirbes editó hace años una singular novela: La buena letra que tiene como protagonista y está narrada por una mujer perteneciente al proletariado derrotado en la guerra civil. La novela vine a ser uno largo y dolorido escrito que la mujer dirige a su hijo que, precisamente gracias al sacrificio vital de la madre, se ha desclasado y ya pertenece al ámbito que su madre identifica con esa «buena letra». La novela resulta francamente interesante porque al terminar de leerla uno no puede dejar de constatar que si esa madre ha podido escribir tal texto es porque también ella se ha pasado al bando de lo que esa buena letra representa. Es decir, por un lado parece posible el asalto por parte de «lo subalterno», en el caso de su pregunta el género históricamente aplastado, del instrumental que el amo ha venido detentando pero por otro hay que estar atento a que el uso de esas herramientas, en origen ajenas, no alteren el objetivo. Es evidente que la novela de Chirles se adecua mejor a la pregunta de si es posible una literatura proletaria pero creo que algunos de los problemas que al respecto plantea pueden ser trasladables a la pregunta sobre la posibilidad de una literatura femenina.

¿Existe algún tipo de censura razonable en asuntos artísticos? Si la respuesta es negativa, ¿por qué se prohibieron algunos autores, tildados de conservadores, aunque realmente o fueran, en países socialistas?

Bueno, entiendo que la censura es un instrumento de intervención en lo político y que por tanto aquella instancia de poder en la que la polis haya delegado la gestión de lo público, la cuenta entre sus recursos de modo semejante al que puede contar con un presupuesto económico para el fomento de determinadas actividades o servicios públicos, o con una fuerza de coerción para defender el bien común sobre el que se fundamente la polis en tanto comunidad. Y entiendo por bien común no tanto un término ya definitivo o cerrado como los propios medios democráticos a través de los cuales una comunidad elabora y decide el qué sea en cada momento de su historia ese bien común. Ciñéndonos a la literatura y dada su condición de discurso público que interviene sobre lo que he llamado la salud semántica de una comunidad, si esta fuere una comunidad democrática real entendería que ante una amenaza determinada, por ejemplo frente a una literatura que propusiese o llevase incorporada la alteración o usurpación privada de esos medios democráticos, la censura, en tanto instrumento político, actuase.

Recurro ahora a otro ejemplo para intentar explicar mejor este enunciado. Supongamos que la polis griega fuera lo que se nos dice que fue aunque bien sepamos que, ni aún olvidándonos de su condición de sociedad esclavista o de la marginación en ella de la mujeres, ese modelo ideal nunca tuvo realidad. Desde esa suposición, cabe analizar la historia de Sócrates y en general de la sofística. Un sofista se presenta como alguien que es capaz de persuadir a los demás de que es verdad lo que es mentira. Recordemos lo que dice Aristófanes en La nubes sobre Sócrates. Desde ahí, y teniendo en cuenta el papel que la palabra tiene en esa polis ideal, puedo entender que la asamblea le niegue al sofista la libertad de expresión, es decir, le censure. Sócrates es condenado a muerte, el grado sumo de la censura, porque los representantes legítimos de la polis lo acusan, entre otras cosas, de seducir a los jóvenes. Sócrates se defiende con un discurso en el que explicita que, aun pudiendo hacerlo, se niega a utilizar en su defensa la seducción como arma retórica, y es condenado pero, aun pudiendo huir, acepta permanecer en la polis porque entiende que la legitimidad de ésta está por encima de su verdad personal. Lo curioso, y a eso le llamaría el «síndrome de Sócrates», es que acepta ser censurado por una comunidad que precisamente él con sus palabras hostigaba por cuanto entendía que estaba abandonando los fundamentos de esa legitimidad y que, al censurarle, muestra que efectivamente su sistema democrático de elaboración del bien común está desmoronándose. Por eso, y aun no estando en contra en abstracto o teóricamente de la censura, la rechazo pues su utilización viene a mostrar que en las sociedades en que tiene lugar la censura el bien común no se construye desde la deliberación sino desde la imposición y, dado que considero que aquel es un concepto deliberativo, la censura impide su cabal construcción colectiva. Ni que decir tiene que en las actuales sociedades del capitalismo real, y dado que el bien común está usurpado por la clase dominante, la censura simplemente me parece una imposición de los que han privatizado el poder, de igual modo que en ellas la libertad de expresión no deja de ser simple una simple manifestación de la existencia de la propiedad privada de los medios de comunicación.

Creo por tanto que el repudio a la censura no esta reñido con comprender su posible utilización en circunstancias sociales y políticas concretas aunque siempre sea síntoma de debilidad del sistema social donde se ejerce. Habría por tanto que tratar de concretar el caso de las prohibiciones sobre las que se me pregunta. Pero, además, no seamos inocentes y entendamos que a veces esa debilidad del sistema social no es sino el reflejo de una correlación de fuerzas internas o externas que no le son favorables.

¿Por qué algunas manifestaciones artísticas han estado alejadas de las gentes trabajadoras? Pienso, por ejemplo, en la ópera, en la música clásica.

Bueno, entiendo que las clases trabajadoras en España no han gozado de espacios privados ni públicos en los que adiestrarse para su recepción. Que yo recuerde sólo en la II República se intentaron socializar esos espacios que, por otra parte, los movimientos obreros de tradición anarquista o socialista trataron también de crear y fomentar y con bastante éxito hasta que la guerra civil acabó con toda esa tarea.

¿Por qué algunas aristas empobrecidas de la cultura popular tienen tanto éxito?

La cultura popular, si la tomamos en el sentido en que Gramsci la veía, como espacio que recogía y expresaba una experiencia social con rasgos diferenciados de la cultura dominante, creo que en los países de nuestro entorno político y cultural ha desaparecido casi totalmente transformándose en una cultura pop que no deja de ser en gran parte un espacio de referencias provenientes de la esfera de lo comercial. No puede negarse que hay una cierta reelaboración propia, pienso ahora por ejemplo en el hip-hop, una especie de bricolaje adaptativo que responde a unas condiciones de producción excéntricas en relación a los núcleos donde se genera la alta cultura, pero que ya no trasmiten una experiencia social otra o diferente en el sentido fuerte del término si no distinta en todo caso, es decir, como variedad de lo mismo. Y su éxito, cuando se produce, no creo que provenga de ninguna afinidad o sensibilidad comunicativa especial con lo popular, si es que ese concepto sigue teniendo alguna validez, sino a una explotación, vía marketing, de las necesidades de los ciudadanos consumidores de encontrarse con una narración que no les expulse. Pienso ahora en el fútbol como espectáculo a través del cual se reabsorbe el perdido ciclo vital del paso de las estaciones: cada año la Liga vuelve a empezar, cada año mi equipo vuelve a tener su oportunidad de ganar, cada mes hay un partido del siglo. En esa dirección puede entenderse el éxito de una novela como El último encuentro de Sandor Marai donde la nostalgia cursi por un tiempo perdido permitió que muchos lectores y lectoras proyectasen el deseo de que sus confortables, uniformes y predecibles vidas tuviesen una explicación única y azarosa. Como dos viejos aficionados rememorando aquel famoso penalti fallado por… y que si no lo hubiese fallado pues…

¿Es cierto que la gente joven en España lee menos que hace 20 o 30 años?

Tengo la impresión, y algunas estadísticas parecen confirmarlo, de que la lectura en España en cuanto a cifras de lectores, como total y por segmentos de edad, permanecen estancadas. Lo que sí me parece es que hoy a la mayoría de los lectores jóvenes lo único que le reclaman a la lectura es capacidad de entretenimiento mientras que hace 30 o 40 años se llegaba a ella en busca de algo más.

La literatura, el arte, en general, ¿es asunto de las clases medias? ¿Tienen los y las trabajadoras condiciones vitales que les permitan la lectura y el estudio? Por ejemplo, mis alumnos apenas leen. Trabajan de 7 a 15 horas y luego vienen a estudiar de 16 a 21. Pueden sacar tiempo, es cierto, pero ¿es tan fácil? 

Como ya dije creo que el consumo de arte o literatura, tal y como estos conceptos se han venido entendiendo dentro de la tradición humanista, exige un adiestramiento y unas condiciones públicas y privadas que hoy son muy poco favorables. Hoy la literatura o el arte que se consume responde más al entorno comercial que a un posible entorno cultural y esto afecta también a las llamadas clases medias que tratan en todo caso de reconocerse a través de un consumo más distinguido y que, ante la irrupción de la industria del ocio y el entretenimiento en el campo literario, no saben bien si sentirse expropiadas o encastillarse en la nostalgia del canon eterno.

¿Ha habido avances, en su opinión, en la difusión de la estimación del arte, de la literatura en países socialistas como Cuba o actualmente en Venezuela? ¿Leía tanto la gente como se decía en los antiguos países socialistas?

No creo que pueda hablarse hoy de Venezuela como de un país socialista si no de un país que está tratando de encontrar una vía hacia el socialismo en donde el Estado de Derecho sea compatible con un contenido económico socialista. Sobre la difusión del arte y la literatura allí sólo puedo constatar el fuerte incremento que se está realizando en los presupuestos dedicados a educación y cultura. De Cuba cabe decir que la revolución a lo largo de toda su historia y aún en las etapas más duras desde el punto de vista económico, ha mantenido un empeño cultural muy importante y hoy el número de editoriales por habitante y de lectores asiduos vuelve a estar muy por encima ya no de los países de su entorno si no de muchos otros del ámbito europeo, por no hablar de una literatura que sin renunciar a la pluralidad de poéticas no ha abandonado el sentido de responsabilidad como hilo de conexión con lo concreto.

En los antiguos países del Este, al menos según mis informaciones, el tiempo de ocio dedicado a la lectura era muy alto. Illa Ehrenburg llegó a hablar de que la mejor literatura soviética era «La conquista del lector». Pero parece evidente que el hábito, una vez que el capitalismo ha irrumpido, no se mantiene, por lo que algunos concluyen que la lectura durante el socialismo debía de cumplir el papel de resignado refugio ante la ausencia de formas alternativas de ocio, mientras que otros señalan que es la destrucción del equipamiento de bibliotecas públicas y la desaparición de editoriales que producían libros a precios muy asequibles, lo que ha propiciado el desvanecimiento del antiguo tejido lector.

Dirá que soy un pesado y trasnochado monotemático. ¿Conoce la obra de crítica literaria de Manuel Sacristán? ¿Qué opinión le merece?

No en profundidad ni en toda su amplitud y con muy escasa sistematicidad. Hace ya años, muchos, leí los textos sobre Heine y Goethe que me sorprendieron por la precisión de su lenguaje, algo poco usual cuando se habla de literatura, y el acierto tanto en la comprensión global de la obra de cada uno de ellos como en la argumentación sólida y sin reservas con la que sostenía las valoraciones. Allí creo que vislumbré lo que podemos llamar el necesario carácter que debe acompañar a la crítica. Después seguí sus escritos sobre Lukács y los problemas del realismo. Su buena lectura de Brecht. Pero quizá lo que más me impactó fueron sus reflexiones, al abordar de nuevo la polémica del realismo, sobre estética, poética y crítica.

Cree usted, como creen muchos otros, que Rafael Sánchez Ferlosio es el mejor prosista vivo en castellano?

Si entendemos por mejor prosa aquella que maneja con precisión una amplia gama de recursos expresivos y estilísticos, y utiliza una semántica amplia y rigurosa, pues diría que sí. Aparte de eso creo que Ferlosio es sin duda un excelente y nada predecible ensayista y narrador, algo que no siempre con una buena prosa se alcanza. Lo de mejor prosista vivo me suena más a mortaja que a encomio.

Le pregunto por preferencias. Recomiéndeme un autor y una novela que le parezcan imprescindibles.

Entiendo que nos referimos a imprescindible para entender qué es lo que estamos dejando que nos esté pasando. El homóvil, la novela póstuma de Jesús López Pacheco

Lo mismo con un poemario y una obra de teatro.

Como poemario Mercado Común de Mercedes Cebrián o Contra Maquieiro de Xosé Luis Méndez Ferrín, como obra de teatro, cualquiera de las piezas didácticas de Bertolt Brecht

Si no es mucha insistencia, ¿dígame el título de una película imprescindible?

Smoking room.

Para finalizar, recogiendo el título de un artículo reciente publicado en Rebelión, ¿el arte ha sido un instrumento contra la clase obrera? ¿Por qué?

Pues yo diría que lo que ha venido llamándose Arte, sí. Entiendo que desde su invención a finales en el siglo XVIII su función más relevante ha sido la de servir de mecanismo de distinción y autoayuda para la clase que lo inventó: la burguesía. La misma clase que ahora que ya no necesita más legitimación que la del beneficio está dispuesta a venderlo sin más miramientos que aquellos que la estrategia comercial reclame.