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Leonor o los peligros de la onomástica

Fuentes: Rebelión

Durante la última noche de octubre del año 2005, nacieron en España unos cuarenta bebés. De esa cuarentena, los zalameros de turno y los esclavos de la moda entresacaron a una niña nacida en la clínica más cara de la capital. Sus padres son funcionarios de los más altos del escalafón -pese a no haberse […]

Durante la última noche de octubre del año 2005, nacieron en España unos cuarenta bebés. De esa cuarentena, los zalameros de turno y los esclavos de la moda entresacaron a una niña nacida en la clínica más cara de la capital. Sus padres son funcionarios de los más altos del escalafón -pese a no haberse presentado a ningún examen de aptitud-. Sólo por eso, dicen algunos que habrá una reina de España y que se llamará Leonor.

En la España del año 2004, hubo setenta y siete (77) Leonoras -el 0,035% de las más de 200.000 niñas nacidas ese año-. Es fácil suponer que, a partir de este Regio Nacimiento del fausto 2005, en España y países satélites aumentará exponencialmente el número de Leonoras, Eleanoras y nombres conexos. Se nos viene encima una inundación rosa. Algo habrá que hacer, por ejemplo, prevenir antes que lamentar; en ese sentido, los párrafos siguientes son un aviso a los navegantes del proceloso piélago de la Onomástica.

Los padres de la recién nacida que debemos llamar Leonor I In Pectore, la han cristianado así porque les ha dado la principesca o real gana -literal- pero también por la plétora de reinas, sub-reinas, condesas y vizcondesas Leonoras que puebla el Medioevo europeo siendo la más conocida aquella Leonor que, primero fue reina de Francia, y después, de Inglaterra. Allá ellos y con su pan se lo coman si se creen descendientes directos de aquella Leonor bi-nacional. Pero, ¿sabrán los padres plebeyos de las próximas Leonoras quién fue realmente aquella Señorona? Para ilustración de los incautos padrinos y registradores que infrinjan tal nombre a sus representadas, ofrecemos a continuación una breve biografía de la más famosa de todas las Leonoras, aquella de quien todas las demás heredaron el nombre por mor de heredar también la fama: la muy sicalíptica Leonor de Aquitania.

La biografía

Los progenitores públicos de Leonor de Aquitania (ca. 1122-1204) fueron Guillermo y Aenor. A su vez, Guillermo era hijo de Guillermo IX, duque de Aquitania; este connotado mujeriego y abusador obligó a su hijo a casarse con Aenor, quien era hija de su amante de esas fechas -una mujer casada de apodo, la Peligrosa-. ¿Era Aenor hija de su padre oficial o era hija del poderoso amante de su madre?; por lo tanto, ¿quién nos puede asegurar que el duque padre padrone no obligó a su hijo a matrimoniar con su hermana? Escabrosilla comienza la biografía de la nieta del duque aquitano pero, tranquilos: el morbo aumentará.

Fuere hija de quien fuere, el caso es que Aenor parió a Leonor quien, desde muy niña apuntó las más profesionales maneras cortesanas. Tantas que, a los cinco años, cometió su primer magnicidio en la persona de su abuelo -¿patrilineal pero también matrilineal?-. Pese a nuestra intuición, admitamos por un instante que la tierna Leonor pudo ser simplemente un instrumento en las manos de su padre, harto de esperar la herencia ducal y atormentado no tanto por las sospechas de incesto como por la sinsustancia de Aenor. De acuerdo. Entonces, ¿cómo explicar que, pocos años después, murieran en extrañas circunstancias tanto Aenor como su hijo G. Aigret? Demasiadas casualidades. Muertas la madre y el hermano, eliminada de raíz la competencia, Aquitania se convertía en fruta madura para una única bocota: la de Leonor.

Con semejante panorama a la vista, el padre de Leonor debería haber puesto sus barbas a remojar pero se nota que Guillermo X era un personajillo debilucho a quien no sólo le casa su papá sino que no puede evitar que su propia hija le elimine. Tal ocurrió cuando, mientras peregrinaba hacia un santuario, el atolondrado duque se merendó el pastel que no debía. En su lecho de muerte, el duque planeó vengarse de «su otro padre», el rey de Francia, y tuvo la ingeniosa idea de regalarle un caramelo envenenado: su propia hija. Pero un escamado Luis el Gordo renunció a hacerse cargo de la ya contumaz parricida.

Pese a sus ya innumerables delitos y, desde luego, merced al pérfido envenenamiento de su propio padre, Leonor -dueña y señora del feraz ducado de Aquitania-, era un gran partido, escabroso pero promisorio. Y muy peligroso, como manifestaría sin tardanza. Inmediatamente después de su parricidio y visto que no podía con la juiciosa sutileza del Gordo, planea su siguiente maldad: «de padre listo no necesariamente sale hijo discreto», debió pensar y tuvo razón pues, como la Historia se encargó de demostrar, el delfín de El Gordo nunca llegó a ser tan escurridizo como su padre. Leonor lo engatusó con una caída de pestaña -amén del pequeño detalle de la dote- y, en 1137, a sus (probables) quince años, la maquiavélica aquitana desposó al heredero del trono de Francia.

Pocos días después de los desposorios, Luis el Gordo pasa a mejor vida. A estas alturas de la biografía, ¿puede alguien creer que fue una muerte casual?. Sea como fuere -no queremos cargar las tintas en la maldad de nadie-, Leonor se convierte en la reina de Francia. Dicho en otras palabras, obtiene la impunidad para pasar de los asesinatos domésticos a los industriales, de los crímenes por goteo al crimen en serie, de los parricidios a los genocidios. No pierde un minuto en hacer uso de esa impunidad. Por ejemplo y con perdón por la literalidad de la fórmula: por un quítame allá esas pajas, en Vitry quema vivos a más de un millar de campesinos. Y esta hazaña fue sólo un anuncio de lo que vino después. Para que tengamos una idea de hasta dónde llegó su fama de empedernida criminal, podemos recordar que, cuando Leonor sufre un aborto, incluso el muy pío fundador de los cistercienses, (san) Bernardo de Clairvaux, lo explica y justifica como justo castigo a los innumerables peca dos de La Reina.

Leonor es inicua y por ello tiene el olfato político necesario para reconocer que no debe enfrentarse a quien la iguala en poder local y la supera en perversidad: la Iglesia. En consecuencia, llega a un apaño secreto con Bernardo para organizar la Segunda Cruzada. Así, mata dos pájaros de un tiro: involucra a un (futuro) santo en sus mafiosos tejemanejes a la vez que asciende a la fase superior -léase, imperialista- de su pulsión criminal. Se le había quedado pequeño el sadismo de andar por casa. Por lo tanto, a los 22 años (en 1144), acompañada por un séquito de 300 cortesanas y de mil desaprensivos mercenarios, se dispone a conocer -léase, asolar- el Oriente. Ah!, la Tierra Santa, ah!, la sabiduría árabe, ah!, el botín, ah!, el contrabando milenario… Ah!, se nos olvidaba: en la misma expedición también viaja el simple de su marido, Luis VII de Francia.

Llega el fatídico año de 1149 y los jóvenes reyes se encuentran en la Antioquia de Oriente con el conocido botarate Raimundo de Poitiers, bujarrón (vulgo, paidófilo) y ludópata además de analfabeto -esto último no ha obstado para que aparezca en los manuales de Historia como exquisito mecenas de las artes y de las letras-. Amén de un pequeño detalle: Raimundo era tío de Leonor. Casi huelga añadir que de inmediato surgió algo más que la complicidad entre el tío, un cuarentón experimentado en las artes orientales, y la sobrina, unos 27 años hastiados de la zafia e ignara vulgaridad francesa. Como ocurrió en todas las Cruzadas, también a la reina Leonor se la olvidó que aquellas invasiones tenían como objetivo oficial la liberación de Jerusalén. El pánfilo -por decirlo suavemente- de su real marido, quiso alejarla del playboy y sólo consiguió que la enfebrecida Leonor decidiera pedir la anulación matrimonial so pretexto de que había recordado que Luis y ella eran parientes demas iado próximos.

¿Qué comería y bebería y fumaría Leonor en el Oriente que tan fulminantes efectos tuvo sobre su memoria?. Cualquiera sabe… lo único que conocemos con certeza es que al reventón del regio absceso memorioso lo siguió la vuelta a Europa de los aguerridos cruzados, de los guardaespaldas y de las cortesanas -la reina y el rey, en distintos bajeles-. Todos ellos regresaron inmaculados puesto que, ya entonces, una cosa era el turismo de aventura y otra muy distinta pelearse en serio nada menos que con los sabios y robustos sarracenos de la época. Otrosí, también sabemos que el señor de Antioquia, quizá como último recurso para conservar a su golosina sobrina, no tuvo mejor ocurrencia que atacar ¡de verdad! a los moros. En ese mismo año de 1149, su cabeza fue enviada al sultán de Bagdad dentro de una sopera de plata. Ya dijimos que el tío Raimundo siempre fue un botarate.

En su regreso a Francia, los reyes hacen una escala técnica en Roma donde el Papa les obliga a dormir juntos. La escandalosa consanguinidad, la anulación matrimonial ya pagada, el odio mutuo, etc., todo ello le importa un rábano al Pontífice. Mejor dicho, le importa pero lo utiliza para beneficiarse a la disoluta Leonor quien, curiosona pero siempre en guardia, obtiene a cambio la nulidad definitiva de su desposorio con el francés. Todos contentos: Leonor añade un trofeo trascendente a su prolija panoplia, Luis dice acostarse con su mujer y el Papa dice no acostarse con nadie… pero al año siguiente (1150) la reina pare a una niña Alix, de alta y puede que hasta sagrada prosapia.

Pese a tanta magnificencia, lo mejor está por ver. Leonor decide festejar a lo grande su trigésimo cumpleaños (1152). No contenta con demostrar a toda Europa que siempre ha estado por encima del rey de Francia, decide humillarle aún más y de veras que lo consigue poniéndose por debajo del futuro rey de la competencia. Es decir, que escoge como amante a un hijo del viejo Enrique I de Inglaterra. Lo que sigue será una repetición exacta de su peripecia francesa: el viejo Enrique, temeroso de la suerte de su hijo, le ordena alejarse de la pérfida aquitana pero la orden parece no cumplirse con la suficiente celeridad de manera que el heredero real preña a Leonor. Problema: la (todavía) reina de Francia va a tener un hijo de cualquiera menos del rey de Francia. Solución: el viejo monarca inglés y su verraco hijo casan a la insaciable francesa con el tercero en línea, Enrique Plantagenet, nieto e hijo respectivamente de los encausados y once años menor que la novia. Aunque las boda s se celebran a toda prisa -un mes después de conseguir la famosa anulación matrimonial-, cinco meses después Leonor alumbra al bebé William, de corta e infausta vida.

Amparada en su reciente maternidad, Leonor repite jugada y así son eliminados el viejo rey y su libidinoso vástago. Menos de un año después de abandonar el trono de Francia, Leonor ocupa el trono de Inglaterra. Y en ambos casos por el mismo procedimiento. Para que luego digan que el crimen no paga…

Con el tiempo, Enrique deja de ser ese niñato al que su abuelo y su padre han obligado a cargar con el mochuelo de una preñadura intempestiva. Quien sabe si por venganza, el ahora Enrique II de Inglaterra se convierte en un impenitente mujeriego, detalle que no tendría mayor importancia en los palacios (medievales o de cualquier época) si no fuera porque enfrente estaba nada menos que Leonor, la propia Bacante. Enrique acepta el desafío e intenta ponerse a la altura de la inmarcesible degradación leonoresca. A tal fin, llega al extremo de quitarle la novia a su propio hijo Ricardo, ese al que, en lugar de llamarle -por ejemplo- «Testa de Venado», la Historia recuerda con el estruendoso apodo de «Corazón de León» -roarghhhh-.

En 1168, Leonor tiene unos 46 años, cerca de diez hijos de dos padres (oficiales) y echa de menos los aquelarres a los que se abandonaba en su juventud. «Ah!, esos campesinos ardiendo, aquél arte de la ponzoña y de las misas negras, oh la lá». Matar y rascar, todo es empezar. Por otra parte, se siente hastiada de ese marido inglés calzonazos de joven y calzonsuelto de adulto. Y empieza a desarrollar por Ricardo -su segundón- un amor algo más que maternal. Por lo pronto, su marido va a pagar muy cara aquella su aventurilla con la novia de Ricardito; el monarca inglés es obligado a ceder varios ricos ducados a favor de su

Leonor viaja a sus posesiones francesas con mayor frecuencia. Pero no todo van a ser regodeos medio pueriles sino que aprovecha su poder para mayores empresas que aquellas de desfacer raptos de hipotéticas nueras y asaetar pobretones. Obvio es decir que emprende una conspiración contra su marido Enrique y, puesto que sigue tan carente de escrúpulos como siempre, comienza por casa. Ocultando al resto de su descendencia sus relaciones con Ricardito Corazón de Melón, consigue formar una alianza contra natura: tres de sus hijos se enfrentan abiertamente a su padre.

Pero Enrique está bien defendido y propone a la intrigante reina que vuelva a Inglaterra. Leonor sabe que es una burda trampa -ah!, el amor en las altas camas- pero recoge el guante, regresa, guerrea, es derrotada, intenta escapar a Francia -disfrazada de hombre, como no-, para, a la postre, ser capturada y recluida. Pero sus tres hijos la siguen siendo fieles por lo que comienza una guerra doméstica que sólo terminará con la eliminación del encallecido monarca. Otra eliminación, y van… Dieciséis años después de que se atreviera a confinar a su dueña y señora, el otrora invencible Enrique II rey de Inglaterra se convierte (en 1189) en la enésima muesca en la nacarina culata de la reina.

Leonor sale de la prisión con otro parricidio a sus espaldas y vuelve al poder absoluto cuando ya tiene unos 67 años. Una ancianísima edad para la época. Pero quien tuvo, retuvo. Aun aherrojada en clausura, estuvo muy lejos de vegetar; por el contrario, se exacerbó de tal modo su amor por Ricardito que, desde su celda, no dudó en mandar asesinar a su propio primogénito Enrique (en 1183), despejando así el camino para que, pocos años después, fuera entronizado su bienamado Corazón de Melón-Melón.

Curiosa personalidad: Leonor es una voluble serial killer pero, en la misma medida, es inmutable en su afición por los botarates de la familia. Sus amores con Ricardito así lo demuestran. Pero, por desgracia o por ventura, este su hijo tan amado resulta ser más «Sesos de Mosquito» que «Corazón de León» -aunque ambos apodos no son incompatibles sino complementarios-. La muy pragmática Leonor se ve obligada a enviarle a Oriente para que termine su formación -mientras ella funge de Reina Regente-. Como siempre, la excusa son las Cruzadas pero, en realidad, la tierra santa era la Tierra de la Sabiduría, allá donde encaminaban a los herederos brutos y a los reyes ostentosamente ignorantes buscando que los instruidos moros consiguieran, al menos, extirparles su habitual analfabetismo.

Por lo demás, en la cumbre de su pragmatismo, asumiendo la regencia de Inglaterra Leonor se consuela del dolor causado por el exilio de su Corazoncito Rey -las penas con corona, son bastante más llevaderas-. Surge entonces la duda, ¿le exilió o le mandó a hacer un master? Nunca lo sabremos pero, además del incesto, algo raro debió ocurrir cuando incluso el correveidile de Juan Sin Tierra, otro de sus hijos, se sublevó contra la turbia entente de Ricardito y Leonor. Ni corta ni perezosa, la anciana Leonor echó mano de los conocimientos y cocimientos aprendidos en Oriente («pero voy a sacar juventud / de mi pasado/ y te voy a enseñar a querer / como nunca has querido») y, en un santiamén, deshizo la componenda entre el díscolo Juanito y alguna potencia extranjera. Así llegó Leonor a la inusitada edad de 71 años: como regente y lujuriosa hechicera, como reina madre y hasta como emperatriz abuela. Definitivamente, el crimen no sólo no paga sino que cobra mucho, en poder, en carne , en especies y en metálico.

Antes de ingresar en los ochentas, nuestra queridísima Leonor todavía tuvo la perversidad suficiente como para deshacerse de su Ricardito. Mucho le quiso pero el botarate nunca estuvo a la altura requerida por tan posesiva mamá; su ridícula captura cuando volvía de las (supuestas) Cruzadas fue la gota que colmó el vaso de la paciencia materna. Es cierto que Leonor pagó el rescate pero es no menos cierto que se lo cobró en sangre. Tanta sangre que Ricardito pasó a mejor vida siendo sustituido por su hermano Juan Sin Tierra -sí, por otro nombre ‘el díscolo Juanito’-. A los 80 años, esta avarienta y sádica vejestoria aun recorría media Europa haciendo de las suyas. Es decir, estrujando aquí y allá, repartiendo ponzoñas, asediando castillos y cabañas, intrigando siempre. En una de esas, se excedió en su vesania y, de repente, se encontró sitiada en un castillo francés; su ex-despreciado hijo Juan Sin Tierra tuvo que rescatar a tan valetudinaria conspiradora. Debió ser un duro gol pe para la orgullosa metomentodo… Leonor ya no es la que fue ergo el fin se acerca. Dos años después (1204) de aquél asedio, probablemente a resultas del disgusto sobrevenido, la más que octogenaria Leonor revienta en Fontevrault, un monasterio francés horroroso pero invulnerable donde se había refugiado de sus innumerables enemigos.

Las enseñanzas

Ahora bien, una pregunta aparentemente majadera: ¿quién mató a Leonor de Aquitania, Francia e Inglaterra? ¿La edad?. Su provecta edad sería razón suficiente si de plebeyos se tratara pero hemos de recordar que la realeza es imperecedera. Lo proclama el grito ritual: «el rey ha muerto, viva el rey». Los monarcas no mueren porque tampoco nacen sino que aterrizan en un rito que los sumos pontífices transmutan en sacrosanto Advenimiento. Los reyes son, por tanto, entes de ficción legal y de raza alienígena. Una casta tan distinta que hasta la sangre la tiene de distinto color. Y, por ende, la realeza no copula sino que se reproduce partenogenéticamente. Por los siglos de los siglos, la misma bacteria se parte en dos y se vuelve a escindir y, pese al siempre anunciado y nunca materializado reino de la dinastía Razón, es La Dinastía, Bestia o Línea Celular de siempre la que sigue reinando. A lo bestia y hasta hoy.

Si Leonor no murió pero -afortunadamente- tampoco está entre nosotros, eso significa que alguien la enterró antes de tiempo. ¿Quién?: probablemente alguien a quien la birreina agravió de algún agravio grave. Mirado así, hay tantos candidatos que es difícil escoger. Nos limitaremos, por ello, a los deudos de sus víctimas. Y, aún así, habremos de resumir:

Resumen de los asesinatos más documentados por los que hubo que enterrar a la fuerza a la bloody Leonor (orden cronológico): su abuelo Guillermo IX de Aquitania (quizá no perpetrado pero sí cometido a los 5 años), su madre Aenor y su hermano Guillermo Aigret (aprox., a los 10), su padre Guillermo X y su suegro Luis el Gordo (ambos a los 15), miles de campesinos de Vitry y alrededores (a los 20), siempre que estuvieran desarmados, orientales a mansalva (durante su veintena), el viejo Enrique I de Inglaterra y su hijo, quien era suegro de Leonor (a los 30), una y otra vez, campesinos franceses (desde los 40’s, con especial deportividad), su hijo Enrique, heredero del trono de Inglaterra (en 1183, a los 61), su marido Enrique II de Inglaterra (a los 67), su exfavorito hijo Ricardito Corazón de Melón (en la avanzada ancianidad). Y un largo etcétera.

Hemos escogido a la de Aquitania pero hubo muchas otras Leonoras en la Historia -y ninguna fue buena-. Hubo una Leonor de Alburquerque, alias La Ricahembra, que fue encarcelada; y una tal Leonor de Aragón y de Castilla, una caprichosa que dejó plantada la simiente del desconcierto al regalar Aragón a su segundogénito, Fernando (de Antequera, localidad escasamente fronteriza con Aragón); y otra Leonor que se casó con Eduardo de Portugal y, no contenta con matarlo, además pretendió usurpar su trono -los portugueses tuvieron que ponerla de patitas en la frontera-; y otra tal y tal Leonor de Castilla que atizó la guerra civil entre «los dos Pedros» y, por ende, murió en el patíbulo; y una Leonor de Sicilia y Aragón que mandó asesinar legalmente al diplomático aragonés Bernat de Cabrera; sin olvidar a Leonor de Trastámara, convulsa conspiradora, deportada con asiduidad entre Navarra y Castilla; y Leonor Plantagenet, la inglesa homónima, una consumada casamentera; y Leonor Teles d e Meneses, la portuguesa, otra intrigante parricida a la que tuvieron que encerrar hasta su muerte en el convento de Tordesillas. Finalmente, menos podemos olvidar a doña Leonor de Guzmán, amante de un rey castellano y madre fundadora, a través de su bastardo (vulgo, hideputa) hijo Enrique, de la dinastía de los Trastámara de tan límpida como elevada cuna -y, en lo que hoy llamamos «España», última dinastía indígena-.

De todas y cada una de estas señoritingas y señoronas se pueden contar tantas sinvergonzonerías como las protagonizadas por la señorona de Aquitania. Ni siquiera aunque la superaran en número correríamos peligro de deslizarnos hacia la difamación porque lo antes narrado nace de la pura lectura de los hechos según los describen todos los tratados de Historia. La historiografía de los funcionarios lee los mismos hechos pero suponiendo buena fé a los agentes históricos de sangre azul -y, por secuela no demasiado indirecta, mala fé a todos los de plebeya sangre roja-. Nosotros, que acostumbramos a no creer en ninguna fé, buena o mala, hemos optado en este breve opúsculo por suponer mala fé en la sangre azul. Así, de repente, se nos ha ocurrido que podemos ampararnos en que los aristócratas gozan de una bula excesiva y escandalosamente inmerecida. Pero ahora, dicho sea sin amparo ni excusa alguna, concluimos: si hemos de batirnos en duelo con los cortesanos, atrapados ellos y no sotros en el cenagal de las versiones ad hominem, versión por versión, es (mucho) más plausible la nuestra.

Que los príncipes pongan a sus vástagos el nombre que la Historia les ordene o les aconseje. Allá ellos. Pero los que no estamos sujetos a la servidumbre histórica, los plebeyos, no debemos uncir nuestro destino al carro del nominalismo regio. Un personaje como Leonor de Aquitania será un ejemplo para Leonor I del Estado Español Peninsular, Plazas de Soberanía, Peñones, Peñines y Archipiélagos Conexos pero los padres que quieran poner «Leonor» a sus criaturas, primero deben saber quién fue la tal Aquitana -y algunas de sus homónimas de sangre azul-. Y si, aun sabiéndolo, persisten en su delirio imitativo, que se los lleve el diablo… O que expresen con absoluta firmeza y enorme publicidad que su Leonor es republicana y nace en homenaje a aquella que no veía «los álamos del río / con sus ramajes yertos», precisamente donde el Duero hace «su curva de ballesta». Sólo así serán perdonados.