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Extracto del discurso pronunciado con motivo del Premio Cervantes de Literatura 1989

Letras como armas

Fuentes:

La concesión del Premio Cervantes me confirmó la certeza de que también la literatura es capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje. No es entonces la literatura -me dije con un definitivo deslumbramiento- un mero y solitario […]

La concesión del Premio Cervantes me confirmó la certeza de que también la literatura es capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje. No es entonces la literatura -me dije con un definitivo deslumbramiento- un mero y solitario pasatiempo para los que escriben y para los que leen, separados y a la vez unidos por un libro, sino también un modo de influir en la realidad y de transformarla con las fábulas de la imaginación que en la realidad se inspiran. Es la primera gran lección de las obras de Cervantes. Y es esta batalla el más alto homenaje que me es dado ofrendar al pueblo y a la cultura de mi país que han sabido resistir con denodada obstinación, dentro de las murallas del miedo, del silencio, del olvido, del aislamiento total, las vicisitudes del infortunio y que, en su lucha por la libertad, han logrado vencer a las fuerzas inhumanas del despotismo que los oprimía.

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Me enorgullece haber plasmado mi novela Yo el Supremo en el modelo del Quijote con esa apasionada fidelidad que puede llevar a un autor a inspirarse en las claves internas y en el sentido profundo de las obras mayores que nos influyen y fascinan. El núcleo generador de mi novela, en relación con el Quijote, fue la de imaginar un doble del Caballero de la Triste Figura cervantino y metamorfosearlo en el Caballero Andante de lo Absoluto; es decir, un Caballero de la Triste Figura que creyese, alucinadamente, en la escritura del poder y en el poder de la escritura, y que tratara de realizar este mito de lo absoluto en la realidad de la ínsula Barataria que él acababa de inventar; en la simbiosis de la realidad real con la realidad simbólica, de la tradición oral y de la palabra escrita.

Imaginé que este vicediós del Poder hubiese leído la sentencia que se lee en el Persiles: «No desees, y serás el más rico hombre del mundo». Cervantes lo deseó todo y fue el hombre más pobre del mundo, al menos en lo material, pero volvió ricos a los hombres de todos los tiempos con su obra imperecedera.

El Supremo Dictador de la República sólo deseó el poder absoluto y lo tuvo en sus manos sin dejar de ser también el hombre más pobre del mundo, puesto que su riqueza era de otra especie. Le bastó al déspota ilustrado que el país de cuya emancipación había sido el inspirador y ejecutor fuese el más independiente y autónomo en la América de su tiempo. Aquí comenzó la contradicción de lo absoluto en el espacio de la historia que es el reino por antonomasia de lo relativo: la libertad como producto del despotismo; la independencia de un país bajo el férreo aparato de una dictadura perpetua. Mi Caballero Andante, tocado por la locura iluminista, luchó también con gigantes y fierabrases que salían a combatirle no desde los libros de caballería, sino desde la concreta realidad de los pueblos iberoamericanos mestizos, independizados políticamente pero que seguirían siendo, por mucho tiempo aún, colonizados y neocolonizados en su vida individual y colectiva.

Místico extraviado en los laberintos de su ínsula terrestre, el solitario y adusto ermitaño de Paraguay trocó entonces su pasión jacobina en la pasión de lo absoluto, que acabó por enajenarlo en esa demencial alucinación, y se sustituyó, como lo hizo Robespierre, al Ser Supremo que había arrojado por la ventana. A diferencia del Quijote, la entidad ya casi ectoplasmática del Supremo paraguayo, en la historia y en mi novela, logra, sin embargo, realizar el sueño de los Caballeros Andantes Libertadores: crear una patria auténticamente libre y soberana; fundar y consolidar la autodeterminación de su pueblo. Ese oscuro abogado, ex seminarista, de austeridad incorruptible, no cobraba su salario, apenas comía, pero se permitió ignorar el ultimátum de Bolívar cuando éste le intimó a poner en libertad al sabio Amadeo Bonpland; o cuando dio asilo a su antagonista, el prócer uruguayo José Gervasio Artigas, cuando éste fue traicionado y perseguido por los enemigos de la causa americana.

Mi expectativa, en tanto autor, era ver estallar esta entidad del poder absoluto en contradicción con la ineluctable coacción de lo relativo. Pero el personaje ficticio no estalló en el encontronazo de esas dos dimensiones contrarias pero indisociables. La infinitud de lo absoluto dentro del espacio concreto de la relatividad histórica sólo era posible en la dimensión a la vez imaginaria y real de la escritura.