El gusto es libre. Y relativo. Hay muchas literaturas. Y es sano que así sea. Sin embargo, quizá hoy, como nunca antes, una niebla global cubre buena parte de la obra literaria (que descubrirán los exploradores de un tiempo futuro). La literatura enfrenta al lector a su imaginación. El sólo hecho de pensar es un […]
El gusto es libre. Y relativo. Hay muchas literaturas. Y es sano que así sea. Sin embargo, quizá hoy, como nunca antes, una niebla global cubre buena parte de la obra literaria (que descubrirán los exploradores de un tiempo futuro).
La literatura enfrenta al lector a su imaginación. El sólo hecho de pensar es un ejercicio que invita a replantear cualquier realidad, por muy absoluta que ésta se pretenda. Despertar la inventiva del lector ha sido trabajo importante para los escritores de cualquier época y género. Charles Dickens, por ejemplo, en su momento fue considerado un autor de éxito. Incluso, era poseedor de una habilidad que le permitía vender muy bien su obra y su imagen pública. Pero, en paralelo a este valor (que hoy, quizá sería considerado «comercial»), ¿quién podría negar el poder fabulador de Dickens que (como telaraña) le posibilitaba al lector el conocimiento de nuevas realidades? Para hacer creíble una aventura, es necesario (de parte del autor) ubicar, en su justo equilibrio, documentación y palabra. Hay otros escritores, un tanto más osados, que de manera planificada asumen el objetivo de incomodar al lector. Unos logran esto con el contenido y otros con el discurso; también hay quienes se valen de ambas estrategias para inquietarnos la existencia. Ejemplos hay muchos, desde el absurdo que, como telaraña, Franz Kafka arrojaba sobre historias cotidianas, hasta el juego laberíntico que proponía Julio Cortázar. En cada asesinato que cometía un personaje de Edgar Allan Poe había una apuesta por la indagación de la conciencia. Lo bestia y lo sublime, como en la vida, habita en los personajes de la literatura de confrontación interior.
No obstante, el siglo XXI nos ha caído encima con la saturación de una literatura de consuelo. Se trata de una avalancha de libros cuyo objetivo, más que enfrentar, pareciera ser estupidizar. ¿Quién dijo que La metamorfosis de Kafka o El extranjero de Camus no entretienen? Sí, entretienen a la estupidez mientras ponen a trabajar a la inteligencia. La literatura de consuelo asalta cualquier tema y lo banaliza, lo desdibuja, como si su función fuese darle a la palabra un uso adormecedor. En la otra acera, la de la madre calle, está la ficción que derrumba y construye realidades. Ya lo sabemos, la ficción es una mentira (otra realidad) bien contada. Pero, para lograr levantar historias confiables, hace falta, más que un tema, la convivencia entre documentación, verosimilitud y verbo. Lo que se le cuestiona a Dan Brown, por ejemplo, no es que pretenda (y lo pretende) contar historias de catedrales, sino el bajo nivel investigativo y verbal que dispone para alcanzar su meta (el otro día soñé que Dan Brown se había encontrado con Arthur Rimbaud en pleno desierto. El primero reaccionó como si se tratara de una pesadilla; mientras, el segundo, a larga distancia supo que todo era un espejismo).
Lo peor de estos espejismos es que a partir de que algo semejante se convierte en una realidad impuesta (por el mercado), aumentan los asaltos a toda clase de temas. Recuerdo el Fantomas que Julio Cortázar puso a luchar contra un exterminador de escritores. Se me ocurre que hoy necesitamos un superhéroe (quizá el mismo lector) que batalle contra los asaltantes de literatura.
A propósito de la publicación de Caín, la nueva novela de José Saramago, Pilar del Río, periodista y esposa del escritor, asegura que «estamos ante un libro que no nos dejará indiferentes, que provocará en los lectores desconcierto y quizá alguna angustia». Y, por si surgiera temor en algún posible lector, Pilar aclara que «la gran literatura está para clavarse en nosotros, lectores, como un puñal en la barriga, no para adormecernos como si estuviéramos en un fumadero de opio y el mundo fuera pura fantasía». Sobre el tema, el propio Saramago sostiene que escribe para «desasosegar profundamente» al lector.
Pero no nos alarmemos; la gran literatura goza de muy buena salud. Sólo ocurre que, en tiempos de niebla, anda transitando los subterráneos del mundo.
Edgar Borges es escritor venezolano.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.