Ayer martes a mediodía nos llegó la inesperada noticia del preacuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para formar un gobierno de coalición con vocación de durar toda una legislatura de 4 años. Después de medio año de frustradas negociaciones y de unas nuevas elecciones en las que tanto el PSOE como, sobre todo, Unidas […]
Ayer martes a mediodía nos llegó la inesperada noticia del preacuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para formar un gobierno de coalición con vocación de durar toda una legislatura de 4 años. Después de medio año de frustradas negociaciones y de unas nuevas elecciones en las que tanto el PSOE como, sobre todo, Unidas Podemos (UP) han conocido una pérdida de votos y escaños, era lógico que este pacto exprés provocara consiguiente sorpresa general, sobre todo tras haberse dado el giro a la derecha que el líder del PSOE había mostrado a lo largo de la campaña.
Una lectura del preacuerdo obliga a entenderlo como una mera declaración de intenciones, llena de generalidades y ambigüedades salvo, casualmente, en dos cuestiones centrales de la política que debería desarrollar el nuevo gobierno. Una es la relacionada con Catalunya, en donde el texto sostiene en su punto 9: «Garantizar la convivencia en Cataluña: el Gobierno de España tendrá como prioridad garantizar la convivencia en Cataluña y la normalización de la vida política. Con ese fin, se normalizará el diálogo en Cataluña, buscando fórmulas de entendimiento y encuentro, siempre dentro de la Constitución. También se fortalecerá el Estado de las autonomías para asegurar la prestación adecuada de los derechos y servicios de su competencia. Garantizaremos la igualdad entre todos los españoles».
Como se puede ver, ese párrafo supone asumir las tesis, no sólo del PSOE sino también del PP y de un Cs en descomposición, de que la cuestión catalana es un conflicto entre catalanes y no de una mayoría de catalanes con el Estado español. Se propone, además, buscar «fórmulas de entendimiento y encuentro, siempre dentro de la Constitución», a lo que se suma la coletilla final de que «garantizaremos la igualdad entre todos los españoles», falso argumento para negar la diversidad nacional y cultural dentro del Estado español. Nada de plurinacionalidad ni de voluntad de abordar un rechazo a la judicialización del conflicto y a las consecuencias represivas que ha tenido y sigue teniendo.
El otro punto que, dentro de su ambigüedad, queda también explicitado es el 10, en donde, aunque habla de «justicia fiscal» (¿cómo?), asume la disciplina presupuestaria de la UE con el eufemismo de «equilibrio presupuestario. La evaluación y el control del gasto público es esencial para el sostenimiento de un estado del bienestar sólido y duradero». En resumen, se acepta implícitamente las constricciones austeritarias neoliberales, sin ninguna mención a la derogación del artículo 135 de la Constitución cuya reforma en septiembre de 2011 constitucionalizó la obediencia a la deudocracia.
Es cierto que en los otros puntos se habla de «combatir la precariedad laboral» (pero no de la derogación de las dos últimas reformas laborales de PSOE y PP), del «blindaje de las pensiones», de «la vivienda como derecho y no como mera mercancía» (¿cómo?), de la «lucha contra el cambio climático» (aunque en el punto 1 se habla de «consolidar el crecimiento»), del «derecho a una muerte digna», de «España como país de memoria y dignidad», de «políticas feministas» o de «apoyo a la España vaciada»… Pero, como se puede comprobar, sin concreción alguna y con olvidos llamativos, como es la ausencia de mención alguna a un cambio en la necropolítica migratoria en el Mediterráneo o al cierre de los CIES o a la derogación de las leyes mordaza -la vieja y la nueva-, en contraste con los puntos 9 y 10 ya mencionados y que constituyen el núcleo duro de la política que el PSOE quiere seguir manteniendo para asegurarse su hegemonía en el posible nuevo gobierno. Algo que todavía está por ver ya que ha de conseguir los votos necesarios para la investidura, al menos en una segunda vuelta, por mayoría simple.
A la vista de la aritmética parlamentaria resultante de las últimas elecciones, las miradas se dirigen ahora a Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), la cual ha mostrado en los últimos tiempos una disposición al diálogo con el PSOE, hasta ahora sin éxito. Sin embargo, ni la continuidad de la política represiva, ni la previsible convocatoria de nuevas elecciones catalanas en primavera facilitan mucho margen de maniobra a la dirección de ERC, en competición abierta con Junts per Catalunya y la CUP, dispuestas a votar No a la investidura. La reacción de ERC, por tanto, ante este preacuerdo ha sido la exigencia de «crear una mesa de negociación y diálogo entre iguales», de ámbito estatal y en la que pueda hablarse de todo, como el reconocimiento de que la cuestión catalana es un conflicto político que debe resolverse políticamente y no judicialmente y, por tanto, que se pueda debatir sobre el derecho de autodeterminación. Cuestiones todas ellas que, más allá de las buenas palabras, difícilmente aceptará Pedro Sánchez, aunque no cabe descartar algunos gestos de distensión en las próximas semanas. Su baza fundamental será, probablemente, acusarles de lo que significaría votar junto con Vox, PP y Cs contra la investidura para poder conseguir finalmente su abstención.
En cuanto al PP, que es la otra opción de pacto de investidura por la que presionan los grandes poderes económicos y el Estado profundo, no puede sorprender su reacción airada frente a este preacuerdo. En efecto, pese a las declaraciones de su líder rechazando cualquier posibilidad de pacto, esperaban la llamada de Sánchez para dejarse querer e imponer sus condiciones para una posible abstención por sentido de Estado con el fin de evitar una nueva convocatoria de elecciones. Respecto a Vox, no hace falta extenderse sobre su reacción llamando a la lucha contra la alianza del PSOE con el comunismo y el bolivarianismo…
Entre las gentes de izquierda, en cambio, es lógico que se esté dando una sensación de alivio y de realista y modesta esperanza de cambio, más bien de freno frente a la amenaza que supone el ascenso de Vox y a la hipótesis de un pacto con el PP. Con todo, seguimos pensando que ni la naturaleza del PSOE como principal partido del régimen, ni la peor relación de fuerzas con que se encuentra UP tras los resultados electorales permiten pensar que, en el caso de que se forme ese gobierno (¿será posible la convivencia de Pablo Iglesias como vicepresidente con Nadia Calviño, la predilecta de la UE, también como vicepresidenta?) vayamos a encontrarnos con un giro significativo en lo que debería ser la respuesta a los dos principales desafíos del régimen: la resolución democrática del conflicto catalán-español y la desobediencia a los dictados del neoliberalismo autoritario.
Seguiremos, por tanto, las posibles concreciones de ese preacuerdo que se vayan dar en las próximas semanas insistiendo por nuestra parte en los riesgos que corre con su entrada en minoría en el gobierno una UP subordinada a un hiperliderazgo creciente y con una estructura partidaria enormemente debilitada para contrarrestar un proceso de transformismo ya iniciado y que, mucho me temo, pueda llegar a ser difícilmente reversible.
En todo caso, recordemos que una cosa es formar gobierno y otra gobernar en el marco de las correlaciones de fuerzas que se dan en el Congreso y en el Senado y, sobre todo, de las constricciones sistémicas en que se va a desarrollar la legislatura. Nuestra tarea debería consistir en no asistir como espectadores en las próximas semanas y meses y, como ya está ocurriendo en Catalunya desde el Tsunami Democratic, volver a dar centralidad al conflicto, a las luchas en las calles y en los centros de trabajo, para reivindicar un giro a la izquierda y radicalmente democratizador desde la movilización, la autoorganización y el empoderamiento popular frente a un régimen en crisis permanente.