Primer capítulo de ‘#WeToo. Brújula para jóvenes feministas’ (Planeta), el nuevo libro de Octavio Salazar.
¿Te consideras feminista? ¿Por qué? ¿Te han explicado alguna vez quiénes fueron Olimpia de Gouges o Mary Wollstonecraft? ¿Te hablaron de Rousseau? En tu infancia, ¿te regalaron de pequeña un muñeco y un set de belleza? ¿Y un balón de fútbol? ¿Podrías citar el nombre de alguna filósofa, o científica o inventora? ¿Sabes si tus abuelas o bisabuelas se dedicaron a alguna profesión, además de, por supuesto, trabajar en sus casas? ¿Podrías poner algún ejemplo que demuestre que el lenguaje continúa invisibilizando o denigrando a las mujeres? ¿Cuál es tu primer apellido, el de tu padre o el de tu madre?
Sin género de dudas
Debemos empezar este viaje dejando claro lo que significa ser hombre o ser mujer: es una construcción social y cultural. Es decir, más allá de las diferencias biológicas que existen entre chicas y chicos, es la sociedad en la que vivimos la que, desde que nacemos, nos lanza mensajes que nos indican cómo debemos actuar en función de que nos pongan la etiqueta de hombre o mujer.
La filósofa Ana de Miguel cuenta muy bien cómo desde que nacemos nos marcan de manera diferenciada o, mejor dicho, marcan a las niñas. No sé si seguirá siendo lo habitual, pero hasta hace muy poco tiempo cuando nacía una niña se le hacía un agujerito en las orejas para poder ponerle unos pendientes.
Con ese gesto tan simbólico ya se os estaba diferenciando y se os estaba marcando lo que significa ser mujer en un doble sentido. De una parte, porque lo de llevar pendientes ha tenido que ver con una concepción de lo que las mujeres se ponen en su cuerpo con tal de ser más atractivas y vistosas.
De otra, porque a esas niñas recién nacidas nadie les preguntaba su opinión, es decir, si querían o no tener agujeros. ¿No sería mucho más sensato, y respetuoso con la libertad de las mujeres, no taladrar sus orejas y que en un futuro las que quisieran, como hacen los chicos, se hicieran un agujero, o dos, o tres? Pues bien, ese detalle de los agujeros en las orejas nos pone de manifiesto de manera muy clara lo que es el género: el conjunto de factores sociales y culturales que condicionan nuestra identidad como sujetos y que acaban teniendo importantes consecuencias no solo en nosotros mismos, sino también en cómo nos relacionamos con hombres y mujeres.
El género no tiene nada que ver con la biología. Desde el punto de vista meramente biológico, nacemos hombres o mujeres, además de un pequeño porcentaje de criaturas que nacen con una mezcla de órganos genitales masculinos y femeninos (son las personas intersexuales). Cuando hablamos de género nos referimos a cómo la cultura en la que vivimos entiende que debemos ser hombres o mujeres. El género es, pues, como una especie de marca, como esos sellos que a fuego les ponen a las piezas de ganado, que desde recién nacidas y nacidos condiciona nuestra manera de ser, de actuar o de vestir. Desde el momento en que nos visten de rosa o de azul, nos están marcando con el género.
Una de las más importantes filósofas feministas de la historia, Simone de Beauvoir, desarrolló esta idea en su obra El segundo sexo (1949). En ella, la pensadora francesa parte de la idea de que quien nombra nuestra especie es el varón, que es el verdadero sujeto protagonista, el que representa la humanidad, mientras que la mujer siempre aparece como el otro.
Tal y como habéis visto en tantas películas: el hombre de protagonista, ella de personaje accesorio (es su novia, su mujer, su amante, su compañera de trabajo). Beauvoir explica, además, cómo la mujer no nace, sino que se hace. Es decir, que lo que significa ser mujer es una construcción social, política y cultural. De esta manera, Beauvoir ya estaba adelantando el concepto de género, el cual no se consolidaría en los estudios feministas hasta la década de los setenta del siglo pasado.
Una antropóloga llamada Gayle Rubin fue la primera en hablar del sistema sexo/ género para referirse al conjunto de factores -políticos, sociales, económicos, culturales- que establecen una diferenciación entre hombres y mujeres. En otra de las obras clásicas del feminismo, Política sexual (1970), Kate Millett dejó claro que el patriarcado es un sistema de opresión basado en el género. Es decir, se trata de un sistema basado en tres pilares: una división del trabajo entre las tareas que se consideran masculinas y las que son femeninas; los estereotipos, que son los modelos de hombre y de mujer a los que tenemos que ajustarnos; y los discursos políticos, religiosos y científicos que sirven para justificar la desigualdad del sistema.
Hoy día, los estudios de género se han ido convirtiendo en una línea de trabajo cada vez más relevante en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades. Incluso en el ámbito jurídico, que siempre ha sido tan machista, poco a poco empieza a aplicarse también esa perspectiva.
Eso sí, no faltan opiniones que cuestionan que el género pueda ser una categoría científica y se refieren a él como una ideología, es decir, como si fuera una propuesta politizada o que tiene que ver con una determinada orientación política. Nada más lejos de la realidad: el género es una perspectiva que nos obliga a mirarnos y a mirar la realidad de acuerdo con las normas sociales que nos dictan lo que significa ser hombre y ser mujer. Es por tanto una perspectiva esencial para entendernos y para entender el mundo, y sobre todo para tener muy claro cómo y por qué las mujeres continúan siendo la mitad discriminada del planeta.
Partiendo de esta evidencia, me atrevo a lanzarte una pregunta: ¿te consideras una persona feminista? Y, muy especialmente los chicos, ¿os atrevéis a calificaros como tales? Espero que tu respuesta no sea del tipo «yo no soy machista ni feminista», o bien «yo estoy a favor de la igualdad, pero no soy feminista». Para ir despejando los prejuicios que están detrás de esas afirmaciones, no hay herramienta más útil que aportar historia y conceptos con los que superar la ignorancia. Y no se me ocurre mejor manera de hacerlo que recuperando la memoria de las mujeres.
Las olvidadas
Hace tan solo unos meses, a través de las redes sociales, recibí una fantástica noticia. Al fin, después de muchos años reivindicándolo, se ha propuesto el cambio de nombre del colegio en el que yo estudié lo que sería el equivalente a la actual educación primaria. Mi colegio de toda la vida tenía el nombre de Ángel Cruz Rueda, un señor que tuvo un papel muy destacado en la represión de maestros y maestras republicanas durante el franquismo.
El cambio de nombre de mi colegio se ha debido al cumplimiento de la conocida como Ley de Memoria Histórica, que obliga a que se cambien los nombres de calles, plazas o instituciones que siguen homenajeando a personajes franquistas. Algo que en cualquier país que haya sufrido una dictadura es normal -sería impensable que, por ejemplo, en Alemania se mantuviesen calles con nombres de cómplices de Hitler-, pero que en el nuestro todavía genera mucha polémica. Pero no es de este tema del que te quería hablar, sino justamente de la persona que han propuesto que nombre a partir de ahora mi colegio.
El Consejo Escolar ha decidido que mi antiguo colegio sea el primero que en mi pueblo lleve el nombre de una mujer y la elegida ha sido Carmen de Burgos. Me temo que todavía muy poca gente sabe que Carmen de Burgos, nacida en Almería en 1867, fue una de las pioneras del periodismo en nuestro país. Fue una de las primeras mujeres corresponsales de guerra y escribió numerosos textos en los que reivindicó la igualdad de derechos de mujeres y hombres.
En la mayoría de los casos tuvo que firmar sus trabajos con seudónimos, siendo el más conocido el de Colombine, algo muy habitual en esos siglos en los que se entendía que las mujeres no podían desarrollar determinadas profesiones. También escribió once novelas largas, varias cortas, cuentos y ensayos. Franco incluyó su nombre en la lista de autores prohibidos junto a Zola, Voltaire o Rousseau. Sus libros desaparecieron de las bibliotecas y las librerías. Carmen de Burgos no es una excepción.
El olvido también afecta a muchas mujeres españolas que, a principios del siglo XX, y sobre todo en la II República, empezaron a tener un protagonismo en la vida pública. Escritoras, pintoras, pensadoras, políticas, que empezaron a dar un giro a lo que había sido el tradicional papel de las mujeres en nuestro país y que tras la guerra civil y durante la posterior dictadura vieron como sus conquistas se esfumaban y como ellas mismas eran olvidadas.
Muchas de ellas tuvieron que exiliarse, otras permanecieron en España, pero prácticamente invisibles. El año pasado se estrenó un documental, titulado Las Sinsombrero, en el que se rescataba a muchas de ellas. El título procede del gesto que un día en el Madrid de los años veinte tuvieron Federico García Lorca, Salvador Dalí, Margarita Manso y Maruja Mallo, quienes paseando por la Puerta del Sol se quitaron el sombrero. Hay que tener en cuenta que entonces lo de llevar sombrero era una especie de norma social, por lo que al quitárselo lo que querían era poner de relieve la transgresión frente a los límites que se ponían a las mentes y a la creatividad.
En ese momento de nuestra historia coincidieron mujeres tan brillantes como las pintoras Maruja Mallo, Rosario de Velasco o Margarita Manso, filósofas como María Zambrano, escritoras como María Teresa León, Josefina de la Torre, Concha Méndez o Rosa Chacel. Puede que hayas escuchado hablar de María Teresa León, pero no por sus propios méritos, sino porque compartió buena parte de su vida con el poeta Rafael Alberti.
Esto es algo que también ha sido muy habitual a lo largo de la historia, y que incluso se sigue repitiendo en la actualidad: determinadas mujeres con sus propias trayectorias profesionales se recuerdan o se valoran por los hombres con los que compartieron su vida, y no por ellas mismas. Es una prueba más del machismo que ha dominado la cultura y la ciencia. De ahí lo importante que es tener como modelos no solo a hombres importantes, sino también a mujeres que han contribuido con sus ideas, con su arte o con su trabajo al avance de la humanidad.
Este ejercicio de memoria es muy importante por dos razones: la primera, porque es justo que las mujeres sean reconocidas y valoradas por sus méritos y sus capacidades; y la segunda, porque es esencial que sobre todo las y los más jóvenes crezcáis teniendo referencias de cómo mujeres y hombres son brillantes por igual en todos los ámbitos. Solo de esta manera las chicas tendréis un espejo en el que miraros cuando busquéis ejemplos de mujeres que os devuelvan la imagen de lo que podéis llegar a ser.
Es muy importante que desde niñas veáis como han existido y existen mujeres científicas, escritoras, políticas, directoras de cine, empresarias. Porque esos referentes os permitirán tener el objetivo de también convertiros vosotras en científicas, escritoras, políticas, directoras de cine o empresarias. Pero, además, es muy importante también que los chicos seáis conscientes de que el prestigio, el valor científico o cultural, lo relevante para una sociedad, no es solo masculino, o no está vinculado exclusivamente a lo que hacemos los hombres.