El escenario político surgido de las pasadas elecciones ha clarificado el derrotero de muchas de las cuestiones que preocupan a la ciudadanía. Es el caso de la política internacional. Con ideas claras y unanimidad de criterio en el partido que soporta al Gobierno, éste no titubea. En el polo opuesto, el de la indefinición, encontramos […]
El escenario político surgido de las pasadas elecciones ha clarificado el derrotero de muchas de las cuestiones que preocupan a la ciudadanía. Es el caso de la política internacional. Con ideas claras y unanimidad de criterio en el partido que soporta al Gobierno, éste no titubea. En el polo opuesto, el de la indefinición, encontramos la política del agua. Y se comprende. Los intereses que cada cual defiende obedecen a la problemática de la región representada. Ésta, a su vez, depende de su historia, su hidrología y sus condiciones socioeconómicas. Con criterios contrapuestos, incluso dentro de un mismo partido, la acción política es confusa. Y como en el corto plazo el problema es cuestión menor (salvo sequía sólo importa en el arco mediterráneo) la agenda diaria no encuentra el hueco que permita clarificar ideas y unificar criterios.
Hasta hoy la política del agua la han sustentado grandes obras civiles que han hecho posible, como debe ser, el agua para todos. Pero ya más discutible es la conveniencia de cubrir, como algunos pretenden, las necesidades en régimen de barra libre. Porque las políticas sin freno devienen insostenibles. Así lo evidencian sus consecuencias, ríos exhaustos, acuíferos esquilmados y aguas contaminadas. No extraña, pues, que la Directiva Marco del Agua (DMA) de Bruselas camine en sentido opuesto. El principio de recuperación de costes y los mecanismos de control y buen gobierno son piezas diseñadas para recuperar el medio ambiente y salvaguardar los intereses de las generaciones futuras.
El político, presionado por el corto plazo, sigue con la inercia de los tiempos sin encontrar el momento de cambiar el tiro. Ello explica que, con independencia de quién mande, las discrepancias están en el tratamiento, que no en el diagnóstico. Y así todos asumen el déficit hídrico del Levante y hasta se coincide en la cantidad. Para remediarlo el PP recetó dos trasvases, el del Ebro y el del Júcar. Con la reciente derogación del primero, imponentes inversiones en tiempo y dinero han quedado en nada mientras del segundo, en ejecución, nadie suelta prenda constatándose que los designios de nuestra política hídrica son inescrutables. Con idéntico objetivo, subsanar el déficit, el PSOE ha elaborado un plan alternativo basado en reutilizar (que no es ahorrar) y desalar más. El debate cantado es, pues, qué alternativa es más rápida, más barata y más sostenible, cuando el verdadero problema es, una vez ordenado el territorio (cuestión pendiente) y en el marco de la DMA, concretar las necesidades reales, siempre muy inferiores a las estimadas.
Pero los plazos corren y, para acceder a las últimas subvenciones de la Europa de los Quince, el tiempo es breve. Frente al anterior, el Gobierno juega en este campo con desventaja. Tanto que hasta puede que tengan que pedir aumento de sueldo quienes evalúan en Bruselas la viabilidad de los proyectos. Tras varios años, presionados por unos y otros, estudiando trasvases ahora les llega el cambiazo y vuelta a empezar. Y mientras miles de millones de euros volando por los aires. Aderezado con manifestaciones en ambos sentidos, recursos y peticiones de indemnización por lucro cesante, el espectáculo que estamos dando en Europa es de nota. La clase política debiera hacer examen de conciencia para evitar que la próxima vez que cambien las tornas (y ya van dos) no se enmiende la mayor. Debiera ser ya consciente de que cimientos tan poco solventes garantizan estos espectáculos.
Hay, pues, necesidad de establecer bases sólidas que soporten una política seria y duradera. Y para ello es menester definir un modelo de gestión del agua. El artículo 58 que establece la prioridad de los usos en la vigente Ley de Aguas fue concebido en un momento bien diferente del actual y necesita profunda renovación. Hay que establecer con claridad qué usos son prioritarios, cómo debe utilizarse el agua y cuánto puede llegar a gastarse. ¡Ése es el debate! Y así, mientras el qué no esté bien definido, los campos de golf serán denostados cuando pueden tener pleno sentido si al agua se le otorga el papel de bien económico. También habrá que establecer, dependiendo de la región, qué agricultura podrá disponer de agua subsidiada y en qué condiciones. Y después habilitar mecanismos de control que verifiquen el cumplimiento de lo establecido en la subvención. Y así sucesivamente.
No menos importante es el cómo. En la actualidad no existe el menor control sobre cómo se utiliza un recurso público y escaso. La Administración sólo dispone de estimaciones, siempre al alza, del agua requerida. Sonroja que no exista el menor interés por contrastar los resultados de las encuestas (los únicos ¿datos? disponibles) de la Asociación Española de Abastecimientos de Agua y Saneamiento o del Instituto Nacional de Estadística. Los países que han establecido el cómo vigilan el cumplimiento de lo dispuesto mediante agencias reguladoras creadas con tal propósito. Experiencias de otros países (la inglesa en la regulación del agua urbana y la australiana en el agua de riego) pueden servir de modelo. También Portugal, mucho más cerca, acaba de subirse a este carro.
Por último nos referiremos al cuánto. Porque los recursos naturales no son ilimitados y el agua no es una excepción. Contrasta, y hasta hiere, oír con frecuencia que el agua del Ebro se tira al mar mientras los ingleses gravan (coste social le denominan) la que se detrae de lagos para impedir que sus niveles desciendan. Quieren que sus hijos los vean como siempre estuvieron. Y mientras, nuestra política propicia exprimir los ríos hasta secarlos. ¿Hasta qué punto se está dispuesto a esquilmar y degradar nuestros recursos? ¿Dónde está el límite? Tal es la respuesta al cuánto.
Las crisis de agua aparecen cuando su gestión no se adecua al desarrollo del país. Quienes las han resuelto, o están en ello, intentan acoplar lo desacoplado. El cómo lograrlo es el gran debate que nadie, por miedo, quiere abrir. No conviene olvidar que es un melón que contiene millones de votos del Levante español. Mientras tal no se haga y la demagogia nos presida habrá bandazos. Por ello tampoco en política del agua el nuevo Gobierno debiera fallar. Las últimas lluvias otorgan un plazo de tiempo suficiente como para que, sin prisas y tras el oportuno debate, se puedan establecer los cimientos de una nueva política del agua. Un edificio presidido por la Directiva Marco del Agua en el que la economía y las agencias reguladoras deberían jugar un papel relevante. Si no se hace así, por más desaladoras o trasvases que se construyan, cuando llegue la próxima sequía, y con ella los cortes de agua, ya no habrá espacio para la reflexión. Tan solo para, con la mayor discreción posible, escurrir el bulto que ya el último cerrará la puerta.
Enrique Cabrera Marcet, catedrático de Mecánica de Fluidos de la Universidad de Valencia
(Afema/El País)