Hace unos días se celebró el Día Mundial del Medio Ambiente. Y como es obligatorio hoy presentarse como abanderados del ecologismo, muchos gobiernos, tanto estatales como, en nuestro caso, de comunidades autónomas y de ayuntamientos, se apresuraron a sacar pecho y hacerse publicidad política presumiendo de estar en la primera línea frente al cambio climático.
Como en otros temas y ocasiones, el ayuntamiento de Sevilla -el actual, presidido por alguien que pretende ser el próximo presidente de la Junta de Andalucía, y los anteriores tanto del mismo PSOE como del PP- es un ejemplo de ello. O mejor sería decir un contraejemplo respecto a lo que sería necesario y decente.
Se nos ha informado, a bombo y platillo, que Sevilla se ha adherido a la iniciativa del Corredor Biológico Mundial: un proyecto para formar “una red mundial de alianzas, encuentros y sinergias” entre ciudades y regiones para contribuir desde el ámbito local a la lucha contra el cambio climático. Se ha recordado que Sevilla fue la primera de las capitales en aprobar la declaración de emergencia climática. Y que pretende ser declarada Capital Verde de Europa (o algo parecido a esto). Y que tenemos un Plan de Movilidad Urbana Sostenible. Y un plan Director de Arbolado. Y un proyecto de Cinturón Verde Metropolitano. Y que el alcalde preside la Comisión de Medio Ambiente del Comité de las Regiones y Ciudades de la Unión Europea y la Red Española de Ciudades por el Clima dentro de la Federación de Municipios y Provincias…
Parecería, con todo lo anterior, que la ciudad está que se sale en la carrera por alcanzar la sostenibilidad y equilibrar su huella ecológica; que es líder en la rebaja de las emisiones de gases contaminantes; que la prioridad es el peatón y que se plantan anualmente decenas de miles de árboles en calles, plazas, jardines y parques. Pero la realidad es muy otra. A pesar de la propaganda mediática y de los panegíricos de los aduladores de oficio, Sevilla es precisamente el contraejemplo de lo que habría que hacer para avanzar en la sostenibilidad, la habitabilidad y la salud pública. La realidad, una vez más, contrasta con las palabras.
Cualquier ciudadano puede observar diarios arboricidios, resultado de la falta del adecuado mantenimiento de los árboles y de podas en la mayoría de los casos inadecuadas, cuando no salvajes, que los debilitan y “obligan” luego a apearlos (horrible palabro que significa talarlos). Puede observar cómo miles de árboles son asfixiados por su base y cómo muchos naranjos que podrían ser frondosos han sido convertidos en ridículos pirulís o chupa-chups a los que se ha robado su sombra (y me temo que también sus azahares futuros). Cuando caminamos por nuestras calles y avenidas –no solo de Sevilla sino de la mayoría de los pueblos y ciudades andaluces- sufrimos durante el largo verano en que aquí reina “ese sol, padre y tirano”, que diría uno de los compañeros de Blas Infante, el insoportable calor que produce la escasez de árboles mientras innumerables alcorques están vacíos o con los gruesos tocones no extraídos, que impiden su nuevo uso, o simplemente no existen por haber sido cegados con cemento o adoquines o haber sido anulados en pasadas obras o reurbanizaciones.
“Nuestros” políticos y responsables municipales, a pesar de que presumen de lo contrario, desprecian y tienen semiabandonados los parques y jardines, y aún más los árboles de las calles y plazas. Lo que equivale a despreciar a los ciudadanos, obstaculizando que seamos peatones y empujándonos a la utilización del coche privado con aire acondicionado, que se convierte en casi única alternativa si no queremos exponernos a sufrir un golpe de calor. Aumentando, con ello, la carbonización y la insostenibilidad. Pero presumiendo de lo contrario y amparándose en contadas “intervenciones urbanas innovadoras” que les sirven para fabricar noticias: concretamente en Sevilla, la reducción puntual de temperatura en puntos muy concretos como Cartuja Qanat, la avenida de la Cruz Roja, o una –¡una!- parada de autobús. Inventos carísimos no generalizables que forman parte de la política-espectáculo que oculta la realidad pero permite a los dirigentes municipales chupar cámara y hacerse publicidad.
Quienes están habituados a moverse en coche oficial no experimentan lo que es, durante muchos meses, caminar por avenidas y calles totalmente desarboladas o con trechos largos carentes de árboles. Lo que es cruzar plazas enlosetadas bajo una temperatura que alcanza hasta diez grados más de los que allí habría si fueran plazas con árboles de sombra. Se nos está robando a los ciudadanos nuestro derecho a la ciudad y a los niños su derecho al juego tras las largas horas de guardería o colegio. Se nos obliga a permanecer dentro de nuestras casas, salvo extrema necesidad, todo el tiempo que nos permita el trabajo y con el aire acondicionado a toda pastilla (que supone un derroche energético y hace aumentar más aún la temperatura exterior por la emisión hacia afuera del aire cálido).
Se trata de una espiral perversa que solo tendrá punto de inflexión cuando se ponga coto al vehículo a motor privado y se acometa una verdadera forestación, multiplicando los árboles y zonas verdes en la ciudad tanto en parques, jardines y plazas como en todas las calles y espacios en que sea posible. Cuando no se sacrifiquen árboles para facilitar aparcamientos, más vías para vehículos o densificación de viviendas. Cuando a las especies vegetales se les trate como a seres vivos que son y no como mobiliario urbano. Cuando las consideremos no como elementos meramente decorativos (aunque también embellezcan el paisaje urbano) sino como imprescindibles para poder ejercer nuestro derecho a la salud y nuestro derecho a la ciudad.
El cambio climático es, sin duda, un fenómeno global pero la lucha contra sus efectos y para detener su dinámica tiene que ser, en muy gran medida, local. El protagonismo ha de ser de los municipios: prohibiendo actividades que provocan la acentuación de la contaminación en el entorno y el avance del efecto invernadero, cuidando los ecosistemas urbanos y periurbanos, y realizando políticas que, de verdad, multipliquen el verdor de nuestras ciudades y pueblos. Ordenar talar un árbol debería constituir un grave delito contra la salud y el derecho a la ciudad, salvo que la causa esté más que justificada. Bien entendido que si hay culpables de haber provocado ayer esa causa que justifique hoy la tala deberían ser perseguidos penalmente. Mientras ello no sea así y sigan entreteniéndonos con planes y proyectos solo de escaparate o que ni siquiera tienen un estudio de financiación, nos estarán tomando el pelo. Y, lo que es peor, estarán atentando contra nuestra salud y destruyendo nuestra forma de vida. El arbolado y la vegetación deberían ser, hoy, una parte fundamental en todos los proyectos urbanísticos y de movilidad. Ser considerados, a todos los efectos, como parte de nuestro Patrimonio Cultural vivo. Que no solo hay que preservar de las agresiones especulativas y del desvarío y los caprichos de tanto cosmopaleto con mando en plaza, sino que es preciso ampliar para hacer habitable nuestro entorno.
Deberíamos aprender de quienes -sobre todo mujeres- supieron convertir muchos patios de vecinos en vergeles y utilizaban hasta latas de conserva oxidadas como macetas para que de ellas surgieran, en cualquier rincón, las flores que en las clases populares andaluzas han equivalido siempre a las joyas de las familias dominantes. Que en esto también es preciso aprender de nuestros mayores y recrear fórmulas, despreciadas por una falsa modernidad, que forman parte de nuestra cultura y tradiciones.
Isidoro Moreno es catedrático emérito de Antropología Social y miembro de Asamblea de Andalucía.