En los días agónicos de la Guerra Civil española, ciento noventa y siete argentinos esperaban el final en dos parajes de Cataluña. Al Norte, los Pirineos los separaban del exilio. Al Sur, sus compañeros españoles libraban la última gran batalla contra las tropas de Francisco Franco en los márgenes del río Ebro. Los argentinos habían […]
En los días agónicos de la Guerra Civil española, ciento noventa y siete argentinos esperaban el final en dos parajes de Cataluña. Al Norte, los Pirineos los separaban del exilio. Al Sur, sus compañeros españoles libraban la última gran batalla contra las tropas de Francisco Franco en los márgenes del río Ebro. Los argentinos habían sido obligados a abandonarla por razones políticas, junto con brigadistas llegados de todo el mundo a combatir por la República.
Eran, en su mayoría, jóvenes que se habían ofrecido para luchar una guerra que consideraban propia y de la que ahora, en el momento decisivo, habían sido apartados, en un vano intento de contentar a las grandes potencias. Estas, sin embargo, asistirían impávidas a la primera victoria armada del fascismo en Europa. Intentaban así evitar una guerra mundial que les estallaría en la cara poco después.
En esas largas horas vacías, las burocracias partidarias les pidieron a los brigadistas que llenaran formularios con su puño y letra. Anotaron sus datos personales, sus historiales políticos y de combate, sus opiniones y esperanzas para el futuro del mundo.
¿Qué escribe un idealista en el momento en que todo aquello en que ha creído, aquello por lo que ha matado y ha estado dispuesto a morir, parece a punto de colapsar? No mucho después dejarían a pie la España que ya era del general que se había alzado el 18 de julio de 1936, para hacinarse en campos de concentración en Francia. Y, meses más tarde, regresarían a la Argentina-donde les esperaban años de persecución y existencias clandestinas-, o se perderían en el mundo, como sus nombres, sus ilusiones, sus hazañas. Porque la mayoría, si no todos, murió anónima.
Tras la caída de la República, en abril de 1939, esos formularios fueron el equipaje de algunos comunistas españoles, que como todos los combatientes soviéticos que habían sobrevivido marcharon hacia la capital del imperio que regía José Stalin en Moscú. Las memorias del grupo más numeroso de los brigadistas latinoamericanos quedaron encerradas en los herméticos depósitos del Instituto de Marxismo- Leninismo. Allí durmieron, en el secreto y el olvido, hasta después de que la Unión Soviética dejara de existir y el Instituto se transformara en el Archivo Estatal Ruso de Historia Sociopolítica.
La presidenta de la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales, Ana Pérez, me reveló su existencia, décadas después, en una España que había decidido olvidar la guerra tras la muerte de Franco. Yo buscaba el rastro de alguien que había sido olvidado con tanto empeño que, aunque era por sangre y derecho mi pariente directo, sólo supe de su existencia hace un par de años: mi tío abuelo Benigno Mochkowsky, a quien su padre había echado para siempre de su casa por comunista cuando sólo tenía quince años.
Librado a su suerte, Boris, como lo llamaba en voz baja la familia que había decidido negarlo, adoptaría otra: el Partido Comunista. Tras diversas aventuras y prisiones en varias provincias y países, había llegado a España. Allí fue uno de los oficiales del legendario Quinto Regimiento. Bajo el nombre *comandante Ortiz *dirigió a 4.000 hombres en batalla. Con ese nombre lo mencionan en sus memorias el general Enrique Líster y La Pasionaria, y así lo conocerían hasta su muerte la mayoría de sus compañeros.
El, como los otros, no figuraba en los registros de nadie y se borraba de las memorias de cuantos lo habían conocido. Pero me empeñé en que no concluiría mi libro sin recuperar a todos. Gracias a una red de amigos de diversas partes del mundo, un difícil acuerdo monetario con la guardiana del archivo moscovita y la decisiva participación del embajador de España en Buenos Aires, Carmelo Angulo, logré rescatar una copia de ese registro único de los combatientes argentinos y traerlo, por primera vez, al país.
COMBATIR A LOS VEINTE
El menor tenía 17 años; el mayor, una excepción, 55; la mayoría estaba en sus veinte. Eran en gran parte comunistas, porque la Internacional Comunistahabía organizado las Brigadas Internacionales, pero también había anarquistas, como Ramón Belanguer García, que peleó en la columna del legendario Buenaventura Durruti desde el segundo mes de la guerra; socialistas, como Carlos Francisco Acevedo Rodríguez, un músico de 23 años, que combatió como soldado raso; o simpatizantes republicanos sin partido, como Antonio Moreno Vives, que reclutaba voluntarios para el Ejército Popular de la República desde su puesto de secretario de Finanzas del Centro de Repatriación de Españoles Republicanos, hasta que renunció «para venir yo también a España».
Había un aristócrata, Carlos Kern Alemán (así firmó su ficha), primo hermano de los economistas Juan y Roberto Alemann, y oveja negra de su familia desde que, mientras estudiaba arquitectura en Berlín, se convirtió en líder de los estudiantes rojos alemanes que se enfrentaron a Hitler. Y varios miembros de la clase media, como Juan Gastón Gilly, hijo de un comerciante, ex cadete de la Escuela Naval, estudiante de Derecho, que había ido preso en Córdoba por el asesinato de «dos fascistas». Pero muchos eran simples trabajadores, como Francisco Comendador López, que se había interesado en el movimiento proletario por «los mismos problemas que se plantean hoy en nuestros hogares».
La mayoría no tenía experiencia militar, excepto por enfrentamientos con la Policía. Pocos eran como Salvador Loy Klepach, alias «Ernesto», encargado de «trabajo anti-militarista», es decir, de oposición o infiltración en las Fuerzas Armadas (tarea que el PC intentó, con más o menos éxito, durante años) Entre 1923 y 1930, Loy Klepach había sido detenido por «disparo de armas, lesiones y homicidio», media docena de veces, una de ellas en el congreso partidario en que, fruto de una pelea interna, fue asesinado el dirigente juvenil comunista Ernesto Müller, en diciembre de 1925.
Muchos de los combatientes comunistas habían sido enviados por el PC argentino, que financiaba y organizaba sus viajes en barco hasta Europa, proveyéndolos con pasaportes, a veces bajo nombres falsos, y contactos. A través del PC francés, los ayudaba a entrar en España por tierra, vía París. Lo mismo hacían otros partidos comunistas, en consonancia con la campaña mundial de reclutamiento lanzada por la Internacional Comunista, o Comintern, en septiembre de 1936, a casi dos meses del golpe que dio comienzo a la guerra civil.
Una vez en España, los combatientes recibían instrucción militar en una base en Albacete, que regía con mano de hierro el comunista francés André Marty. Los argentinos eran destinados a brigadas de españoles, de latinoamericanos o de otras nacionalidades, porque no reunían la cantidad suficiente para tener su propio batallón, como sí ocurrió con ingleses, norteamericanos, franceses, belgas, polacos, y otros que llegaron de a miles. De los latinoamericanos, la participación argentina, con la mexicana, fue de las más numerosas.
Hubo, también, comunistas argentinos que financiaron sus viajes por cuenta propia, con la convicción, como anotó Kern Alemán en su ficha, de que la derrota del fascismo en España sería también en «todos los pueblos del mundo».
El partido envió además funcionarios políticos -que se mantuvieron lejos del frente-, asignados al Socorro Rojo Internacional, un organismo de asistencia y solidaridad de la Comintern, al entrenamiento y control ideológico de los combatientes -como Salomón Elguer, que fue comisario político de las Brigadas Internacionales-, o al PCE, bajo el ala del ítalo-argentino Victorio Codovilla, uno de los fundadores del Partido Comunista Argentino, su jefe máximo durante décadas, y organizador del partido español en los años previos a la guerra y hasta mediados de 1937.
Anarquistas, socialistas, republicanos y líberos viajaron a su costo y riesgo, empapados del fervor antifascista que movilizaba a toda una generación. «Luchar contra el fascismo» se repite ficha tras ficha.
Algunos estaban en España desde antes de la guerra. Las fichas no aclaran por qué, pero la hipótesis más probable es que se trataba de hijos argentinos de inmigrantes españoles que regresaron a su país de origen a comienzos de los treinta por razones políticas (con la deportación de activistas de izquierda que siguió al golpe de Uriburu) o personales. Entre estos, muchos esperaban regresar a América, como Ricardo Rodríguez Fernández, que había ido preso durante el intento revolucionario de Asturias de 1934 y soñaba con volver a la calle Pepirí 693, en Buenos Aires.
Brigadistas argentinos pelearon en la terrible batalla de Brunete, en la que los republicanos, blancos fáciles en una llanura pelada sembrada de cadáveres pudriéndose al sol, padecieron una sed desesperante y se quedaron sin municiones, mientras algunos de sus jefes militares exageraban sus logros, en la más pura tradición estalinista. Allí, Agustín Denegri, carnicero en Bahía Blanca, chofer y fusilero en España, fue herido en la espalda bajo un bombardeo de aviación (en Brunete, la República perdió su superioridad aérea, con la llegada de los cazas alemanes prestados a Franco por Hitler). Veinte mil combatientes republicanos murieron o fueron heridos sólo en esa batalla.
Cándido Castañón García, oriundo de Chacabuco (¿hermano de José, también herido en el brazo, la pierna, la espalda?), fue herido en la cabeza, en el brazo y en el muslo izquierdos en la batalla de Teruel, durante el invierno español del 37/38, con hasta 20º bajo cero. Una dura derrota, por las pérdidas en hombres y armamento, y por las ejecuciones disciplinarias ordenadas por jefes militares comunistas.
Otros pelearon en Belchite, Aragón, Mallorca, Madrid’ Pero el combate que se repite y repite en los formularios manuscritos, el más espectacular y dramático, porque estuvo a punto de dar vuelta, a favor de la República, una derrota que muchos políticos y jefes militares republicanos daban por sentada cuando la URSS y Europa la habían dejado librada a su suerte: la batalla del Ebro. Los combatientes cruzaron el inmenso río en un ataque sorpresa, a nado, en botes, en puentes desmontables, la noche del 24 de julio de 1938 y, hasta que en septiembre fueron obligados a retirarse, participaron de una hazaña de voluntad y resistencia que costó decenas de miles de vidas: Alfredo Borello, de Lanús, herido en el brazo; Emilio Giménez, herido en el pie izquierdo; Pedro Marrube, herido en septiembre, por una explosión; Loy Klepach, que fue cabo de ametralladoras y ayudante del comisario de la 60 Brigada Mixta; Kern Alemán, elogiado en una orden del día de su unidad «por su brillante actuación en la ofensiva del Ebro y por su valiente actitud y disciplina en todo momento».
UNA RETIRADA OBLIGADA
El 21 de septiembre, en plena batalla, los combatientes del Ebro recibieron la noticia de que el presidente republicano, Juan Negrín, que apostaba al estallido de la Segunda Guerra Mundial como única alternativa para no ser derrotado por Franco, había ofrendado la retirada de los brigadistas internacionales ante la Sociedad de las Naciones. El 23 de septiembre, más de seis mil brigadistas, argentinos incluidos, tomaron sus cosas («abandonando la lucha antes de tiempo», protestaría en su formulario Jesús Castilla) y cruzaron el Ebro en reversa, hacia la repatriación.
Desfilaron en Barcelona, en un acto histórico en el que La Pasionaria dio un discurso que no se olvida: «¡Camaradas de las Brigadas Internacionales! Razones políticas, razones de Estado, la sustentación de la misma causa por la que ofrecisteis vuestra sangre con tan incomparable solidaridad, obligan ahora a volver a algunos de vosotros a vuestra patria, y a otros a un exilio forzoso. Podéis marchar orgullosos. Vosotros sois la Historia. Vosotros sois leyenda».
Los argentinos fueron a Cardedeu y Ripoll, en Cataluña, junto al resto de los latinoamericanos. Los españoles siguieron peleando en el Ebro hasta la derrota, en noviembre; un resultado que parecía evidente para la mayoría de los actores de la guerra, pero no para los brigadistas argentinos que, en su espera, escribían: «De nuestra victoria saldrá fortalecido el Frente Popular, no sólo el español, sino que logrará que todas las fuerzas democráticas mundiales se unifiquen y hará imposible el triunfo del fascismo» (Roberto Fierro), y también: «Los españoles pronto olvidarán estos momentos de lucha y podrán vivir felices en una República democrática, avanzada y progresista» (José María García Noya).
Mi tío abuelo mandó a quemar la edición completa del periódico de la Brigada Mixta 24 del Ejército Popular Republicano, que comandaba, cuando descubrió un artículo que lo exaltaba. Los heroísmos, creía, eran siempre colectivos. Cuando un periodista intentó entrevistarlo en plena batalla, lo despidió: «¡Hombre, váyase usted al diablo!». El, como los otros, jamás aspiró a la gloria individual ni a dejar de sí más que la causa por la que había entregado todo. El, como los otros, fue olvidado por la Historia, es decir: por sus partidos, sus familias, por España y el mundo. Es decir: por todos nosotros. ¿Ha llegado el momento de recordarlos?
* Graciela Mochkofsky escribió un libro sobre su tío: «Tío Boris: un héroe olvidado de la Guerra Civil Española» (Ed. Sudamericana). Este artículo fue publicado el 4 de junio de 2006 en la revista «Viva», de Buenos Aires, Argentina.