El camino más difícil para llegar a la Tierra, sigue siendo un mágico misterio del Universo. Pero el camino más fácil para destruir los recursos naturales del planeta Tierra, sigue siendo un secreto a voces para toda la Humanidad. Enredados en un pasado lleno de terrorismo ambiental, vivimos dentro de un trágico presente que augura […]
El camino más difícil para llegar a la Tierra, sigue siendo un mágico misterio del Universo. Pero el camino más fácil para destruir los recursos naturales del planeta Tierra, sigue siendo un secreto a voces para toda la Humanidad.
Enredados en un pasado lleno de terrorismo ambiental, vivimos dentro de un trágico presente que augura noches de soledad, para el oscuro futuro que maleficia el corazón de los más solitarios.
Seguros del imperfecto descanso eterno, estamos construyendo la gran autodestrucción de la Pachamama, con ladrillos que bloquean el celestial azul esperanza, y con bombas que lagrimean el sangriento rojo hecatombe.
Era cuestión de tiempo para cruzar la línea de la delincuencia, de la perversión y del ecocidio. Todos los días la Madre Naturaleza nos demostraba que estábamos fatalmente equivocados, pero la vehemencia de una gran señal divina en el horizonte, nunca pudo bienaventurar el desgraciado paso de sus hijos mortales.
Penetrando la jungla como auténticos animales, fuimos agraciando la belleza del pecado, pensando que saldríamos ilesos de la tempestad meridional. Lluvias torrenciales en el desierto, racionalizaban la majestuosa sabiduría humana, pero muchísimas más lluvias torrenciales en el mismo desierto, ahogaron el delirante porvenir de los inteligentísimos Seres Humanos.
Derrotados en la jauría de los sueños rotos, cada espécimen empezaba a desconfiar de su propia especie. Atrapados en madrugadas con el sol de la ignorancia, despertaban ciegos en la inmensidad de un cabalístico bosque, donde las falsas promesas amargaban el dulce capricho de existir aquí y ahora.
Germinando la semilla de la locura, los hombres y las mujeres se arrastraban desnudos en el firmamento, para beber la miel de la pesadilla por aquellos gemidos de dolor, que afilaban los gritos de sufrimiento del ciervo, del cerdo y del leñador.
Por amor a la vida, nuestra querida Madre Tierra retiró la milenaria venda de los ojos, que entorpecía el andar de su inescrupulosa descendencia terrenal. Una nueva oportunidad de cambio resplandecía en El Ávila, mientras los amuletos de la buena suerte se derrumbaban de los árboles, y melancolizaban un agrio destino por recorrer en el alba.
Sin merecer el suspiro de gloria, los Seres Humanos hallaron la libertad y la felicidad que yacía en el iris de sus almas. Sentimientos de misericordia afloraban en tumbas profanadas, que desconocían el frenético ritual descalzo de Jungle Jitters.
La astucia homenajeaba a la peor de las tinieblas, y la inocencia de un espíritu sacro cometía el peor de sus errores.
Descubriendo la eureka del monumental paraíso, la Madre Tierrarevelaba un sinfín de legendarios tesoros, que incluían océanos de ballenas, manglares de terciopelo, dunas de girasoles, arcoíris de mil colores, selvas de estrellas, aroma de rosas, colinas de turpiales y manantiales de salvia.
Pero la sombría sombra de la Humanidad, solo pudo observar un relámpago de envidia, un muelle de cadáveres, una billetera de xenofobia, un espejo fluorescente, una esvástica oxidada, un balón de fútbol, una rata abandonada y un silencio putrefacto.
Amplificando sus gloriosas neuronas, los terrícolas renunciaron al brillo de la colmena y beatificaron el ocaso del triunfo. Millones de monedas bañadas en oro, plata y bronce, caían súbitamente desde lo más alto del trono redentor. Entre saltos, golpes y empujones, los indomables cavernarios repetían la trágica escena del etnocidio, que segó la huella altruista de sus visionarios aborígenes.
Presos en la mezquindad del egoísmo, los conquistadores de la Amazonía se perdieron en un festival de erotismo, que giró la brújula a favor de la desolación taciturna, y que incendió las grietas de la castísima Trinidad.
Nublados por el encanto de la muerte, los renegados energizaban sus derrotas con una trifulca de huesos, que simbolizaban el fruto ateísta de una generación condenada al fracaso.
Orquestando la sinfonía de los profundos temblores, seguía creciendo la maleza de aristocracia en el valle de los enfermos. Los buenos preludios se mezclaban con los malos presagios, y los oseznos se arrepentían en las tortuosas cuevas de piedras.
Rompiendo las barreras biológicas, la supervivencia del más fuerte volvía a reventar los párpados de la sensatez. Cada huérfano de madre buscaba su propia fortuna, y cada huérfano de padre buscaba su propia salida. Ambos tallaron sus despiadadas garras en los confines de una roca caliza, que esculpiría con rabia la arrogante traición a la patria.
Fascinados por el clamor popular, los protagonistas del desastre cayeron rendidos en altamar, sin la posibilidad de redención, de inflexión y de perdón. Las leyendas que ajusticiaban el camino de los más débiles, se deslucían con el polvo de la clásica indumentaria de guerra.
Todos mordieron el anzuelo, desenfundaron las armas, y cavaron el hoyo de sus criptas existenciales.
Con la destrucción de los virtuosos paisajes, la Madre Tierra volvería a teñir de negro los ojos de sus hijos mortales, vendando la miseria y vetando la fiereza de sus antagónicos engendros.
Liberados del promiscuo karma, otra vez los Seres Humanos se arrastraron desnudos en la plenitud del firmamento. Ahora gozaban de espectaculares fiestas taurinas en la cúspide del piedemonte romano, donde los cretinos agitaban la picardía de sus últimas cuerdas vocales, que replicaban el catastrófico sonido de un prematuro adiós.
Embelesados en doce campanadas de eufórica elocuencia, cada psicópata entonaba su discurso de inmaculado respeto ambiental, que se humedecía con el vendaval de carbón empapelado, y que se engrasaba con el cónclave de azufre en la chimenea de la Iglesia.
Los esclavos mentales siempre aplaudían las mentiras del Emperador, y detrás de cada alabanza, reverencia y pantomima, se escondía un vagabundo, dos limpiabotas y tres sidosos, que fueron marginados a limosnear, a trapear y a contagiar sus bajezas, en los cementerios olvidados por el resto de los comulgantes.
Fue así como los fieles devotos eclesiásticos, se convirtieron en los grandes responsables del actual infierno planetario.
Incapaces de apreciar el fuego de la realidad que agonizaba frente a sus ojos, los pueblerinos padecieron infinitas noches de soledad, hambre y sed, por el impuntual advenimiento de tormentas de frío, abrasivas olas de calor, plagas de mosquitos industriales, tifones de humillación y hogueras de agrotóxicos.
Los santos encorbatados jamás intercedieron por el bienestar de sus feligreses, y con una hermosa sonrisa en el oasis de sus mejillas, vomitaron con recelo sobre el avasallante pandemónium de la Tierra.
Sin el castigo de los dioses, sin la voluntad de los credos y sin el llanto de los lamentos, el poder supremo recaía en las manos de las mejores supersticiones.
Venderse al mejor precio ganó la batalla ecológica, y el pensamiento crítico fue crucificado en los brazos del capitalismo, del consumismo y del idiotismo. Pocos individuos sobrevivieron a la vanguardia sexista, que a puerta cerrada compraba los pies de los más pobres, y desde la azotea mercadeaba la mugre de los más ricos.
La lucha de clases extinguió el rugido del tigre de papel, y contar la historia de civismo desde el origen de las civilizaciones, obligaba a narrar la criminal estampida de la extinta civilización humana.
Hasta un ciego podía predecir el caos global de la Pachamama, y hasta un invidente podía hipnotizar los ojos de la vil Sociedad Moderna. Pero es muy difícil generar destellos de introspección, en un Mundo donde se aprende con el látigo de la corrupción, y se educa con los antivalores del mercenario.
Por eso, a cada instante le robamos el refugio de vida a una maravillosa fauna, que se queda divagando en las calles de la nada. Los mercenarios siempre arrebatan el techo, el sustento y las ilusiones de los ángeles, con un gigantesco arco minero que agiganta el oleaje del inevitable tsunami.
Un idolatrado clima de intolerancia ambiental, que el extractivismo y el corporativismo de las grandes transnacionales, va rentabilizando con el idolatrado dinero orgánico de los inorgánicos charlatanes de turno.
Es cierto que el planeta Tierra es nuestro hogar común. Un lugar que debemos cuidar como si fuera nuestra propia casa. Limpiarlo, quererlo, organizarlo. Pero la sana convivencia entre los miembros de la sagrada familia, se transformó en una misión ecológicamente imposible de alcanzar.
Insensibles enemigos que comparten una misma violencia, en cuatro malditas paredes frisadas de basura doméstica, de electromagnetismo cancerígeno, de acoso escolar, de hipocresía acondicionada, de infertilidad en la cama, de politiquería barata y de alegrías a cuenta gotas.
Con esfuerzo, sacrificio y humildad, quizás algún día volvamos a recuperar la vista pacifista, que doblegará el orgullo de aquella orgullosa venda en los ojos. Tal vez sacudir nuestro camión de tropiezos, nos devuelva la punzante mirada conservacionista. Es probable que el enjambre de luciérnagas, termine iluminando el crisol de la luna menguante.
Necesitamos que el túnel del abismo, se canse de reprimir tanta oscuridad. Necesitamos que la Educación Ambiental venza al analfabetismo. Necesitamos un milagro de conciencia ciudadana.
Pero sin un papiro en el bolsillo, sin madera en el grafito, y sin una pluma en la garganta, será imposible cantar victoria hasta el fin del Universo.
Fuente original: http://ekologia.com.ve/
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