La desvinculación de la historia de los imaginarios de ciudadanía ha permitido relatos que acogen tópicos que no son solo de herencia franquista, sino que a menudo se retrotraen al viejo metarrelato liberal
El libro Vox frente a la historia, coordinado por Jesús Casquete de la Universidad del País Vasco y elogiado en estas páginas por Steven Forti, invita a un debate que se lleva hurtando desde hace décadas. No tanto por su llamamiento a un “imperativo moral” de combate en la esfera pública contra “los intentos de poner el pasado al servicio de un proyecto ultranacionalista”, sino porque revela cómo los historiadores profesionales se han parapetado detrás de su saber experto para eludir responsabilidades que les competen en la construcción colectiva del pasado.
Tropos familiares
Según Casquete, Vox se ha embarcado en “la reescritura de la historia hasta convertirla en irreconocible a quienes se han especializado en su estudio”. Para combatir ese revisionismo, su libro reúne a una serie de colegas de “dilatada trayectoria de profesionalidad” que desde el “rigor histórico” recorren críticamente los “hitos fundamentales” del pasado peninsular “por los que Vox siente particular querencia” y los que deja “en sordina”. Sin quererlo, empero, los autores terminan iluminando una serie de graves problemas internos a la profesión.
Para empezar, queda claro hasta qué punto el discurso histórico de la extrema derecha se alimenta de un pertinaz humus narrativo enraizado en la profesión. Así, cuando Alejandro García Sanjuan recuerda que el franquismo “contribuyó de forma decisiva a insertar la Reconquista en la tradición académica y política más conservadora” también tiene que reconocer que la Transición no supuso un cambio radical en ese sentido. Es más, admite que incluso hoy esa lectura conservadora “sigue contando con portavoces dentro del ámbito académico español”. De forma similar, cuando José María Portillo denuncia la retórica de Vox acerca del pasado imperial hispánico como expresión de todo un “canon” interpretativo sobre la identidad nacional –un canon que niega que la conquista y colonización del Nuevo Mundo necesariamente implicasen un elevado coste por la destrucción de otras culturas–, admite que, en el fondo, se trata de una versión “en estado puro” de una postura extendida entre americanistas y otros especialistas académicos. Y en efecto, por ejemplo, Imperiofobia y Leyenda Negra de Elvira Roca Barea tiene marcadas analogías con una obra académica publicada justo antes: La sombra de la Leyenda Negra, editada por dos historiadores profesionales. En ambos casos es opinable que estemos ante un “estrujamiento de la historia con fines políticos”, en palabras de Casquete, pero en el segundo no se trata de autores “sin formación en la disciplina e ignorando sus métodos de funcionamiento”.
De hecho, no se puede afirmar, como lo hace Mateo Ballester Rodríguez, que la extrema derecha abogue por “la revitalización de un discurso histórico en buena medida abandonado y académicamente desacreditado”. Es más, algunas de las críticas a Vox recaen en visiones historiográficas en crisis. Juan Luis Simal, por ejemplo, achaca el desinterés de los propagandistas de la extrema derecha por el siglo XIX a las reticencias que les produce la gesta de los liberales españoles de 1812, cuyo carácter “revolucionario” modernizador Simal da por descontado. Pero este marco interpretativo sobre los orígenes de la España contemporánea ha cedido terreno ante una línea historiográfica alternativa que cuestiona el viejo paradigma teleológico y “progresivista”, mostrado que el experimento constitucional de Cádiz se elaboró con materiales de la cultura jurídica y política del Antiguo Régimen, que dejaron su impronta en una Magna Carta bastante poco sensible a la definición de derechos ciudadanos individuales.
Bastantes de los autores de Vox frente a la historia subrayan que el ideario histórico de Vox no aporta nada nuevo, ya que se queda en variaciones más extremas, simples o vehementes de tropos interpretativos sobre el pasado exhibidos ya antes públicamente por líderes e ideólogos del Partido Popular. Pero esto es solo una parte del problema. Uno de los vacíos más ostentosos del libro de Casquete es que elude analizar la cuestión más elemental que surge de la entrada de la extrema derecha en las instituciones: que la primera medida de los gobiernos territoriales apoyados por Vox es derogar las legislaciones sobre memoria. Ahora bien, es altamente significativo que el rechazo de la ultraderecha a las políticas públicas de memoria en marcha se escude en el mismo lenguaje de la equidistancia instituido en el tardofranquismo y la Transición. Esta descarada apropiación desvela de una vez por todas la naturaleza ideológica del metadiscurso entero de la reconciliación.
Y aun así, son muchos los especialistas en el siglo XX español que, sin identificarse con la derecha, “reparten por igual las responsabilidades del estallido de la Guerra Civil, en la que no distinguen los agresores de los agredidos”, postura que Matilde Eiroa identifica como compartida por PP-Vox. Esto lo pierde de vista Eduardo González Calleja cuando, en su aportación, narra la peripecia política y judicial de la destrucción de las placas en homenaje a Largo Caballero e Indalecio Prieto por parte del Ayuntamiento de Madrid. En última instancia, los promotores del destrozo se apoyaron en una doctrina según la cual a efectos institucionales no sólo las víctimas sino también los victimarios de 1936 merecen todos igual trato –doctrina, no lo olvidemos, establecida por una comisión creada por el equipo municipal anterior e integrada por algunos prestigiosos historiadores–.
A mayor abundamiento, si se quiere dar cuenta con mínimo rigor de la postura visceral de rechazo por parte de la derecha española a las cuestiones relativas a la memoria democrática –o sea, a los derechos humanos–, es obligado reconocer la penosa actitud de los representantes principales del establishment académico español cuando hace ya casi dos décadas arrancaba el movimiento memorialista. De aquellos polvos de repudio a la memoria, cargados de prejuicios corporativos, vienen ahora estos lodos, recargados de prejuicios ideológicos que rayan en el delito de odio.
Valores de ciudadanía
Vox frente a la historia parte del presupuesto más que cuestionable de que existe una profesión historiográfica sólida plenamente capaz de poner en su sitio a unos supuestos indocumentados metidos a recontar el pasado común de modo falaz. Lo mismo se asumió hace veinte años, como recuerda en su capítulo Julián Casanova, cuando el gobierno de Aznar accionó la máquina del revisionismo sobre la guerra de 1936. Urge corregir ese presupuesto, porque hoy el contexto es mucho más acuciante: como bien advierte Ana Isabel Carrasco en el libro, con sus luchas culturales, la extrema derecha “prepara el marco para una guerra real” contra muy variados y amplios grupos de antiespañoles.
Ante este escenario, no queda nada claro que resulte suficiente la vieja fórmula que recomienda Casanova: “Llevar nuestras enseñanzas a las aulas, comunicarlas con precisión y rigor en público y estimular a nuevas investigaciones para seguir refutando la mentira y la propaganda”. La agresión cultural de la extrema derecha no se ataja de raíz denunciando la supuesta mala praxis de sus plumas sicarias. Lo primero y principal que hay que exigir a una narrativa histórica legítima no es que se adecúe a los estándares científicos de quien la estudia, sino que refleje valores en los que merece reflejarse la comunidad que la recibe.
Quien se acerca más a plantear esta cuestión en este libro es Zira Box, al preguntarse qué implica la inclusión en el canon literario, por razones dizque estéticas, de una obra escrita como contribución a la destrucción de la república democrática de 1931. Como señala Box, una operación así es menos inocua de lo que parece, ya que presupone haber alcanzado antes consensos acerca de “qué literatura queremos y para qué idea de nación” si aspiramos a cierta “salud democrática” (aunque habla de literatura en “español” para referirse a la que es en castellano).
Hay que reconocer que toda narración histórica –profesional o no– responde a valores comunitarios. Toda historia es selectiva por los valores en que se funda; y en nuestro presente, tanto o más peligrosa es aquella modulada sobre valores contrarios a la ciudadanía como la que se niega a admitir anclajes extraintelectuales, en la medida en que pretende imponerse como verdad excluyente sobre cuestiones que solo tienen resolución alcanzando consensos políticos y culturales.
Asumir este principio tiene consecuencias importantes para la forma en que respondamos a la Kulturkampf neofascista. Reclama un tipo de pedagogía ciudadana que refunda los estudios acerca del pasado, de forma que estos, por fin, se tomen en serio la tarea de elaborar marcos narrativos basados en valores elementales de ciudadanía –que no debemos confundir con procedimientos democráticos ni retóricas “científicas”–. Es imperativo desarrollar una historiografía rigurosa con los hechos y exigente en teorías y métodos de análisis, pero a partir de un marco de conocimiento y narración fundado en el respeto a la autodeterminación moral e intelectual de los y las ciudadanas y sensible a las demandas sociales emergentes que la reproduzcan.
He aquí la gran asignatura pendiente que heredamos de la generación de historiadores que se auparon a la profesión con la Transición, y en cuyo vacío se han educado, pese a sus distintas edades, los autores que contribuyen en este libro. Parafraseando la reacción de Santiago Carrillo a un eslogan del PSOE durante la Transición, en materia de fijar consensos acerca del marco narrativo sobre el pasado común, la historiografía española hereda ya “cien años de honradez”, pero de ellos lleva “cuarenta de vacaciones”. La desvinculación de la Historia de los imaginarios de ciudadanía, postura en su día promovida por los gobiernos de la UCD y el PSOE, ha permitido a largo plazo, no una epidemia de humoradas “ultra” sobre los avatares de la esencia española en el tiempo, sino una pertinaz pandemia de relatos que acogen tópicos que –como subrayan todos los autores de Vox frente a la historia–, no son solo de herencia franquista, sino que a menudo se retrotraen al viejo metarrelato liberal.
El peso de estos estratos predemocráticos solapados que conforman aún hoy la Gran Narrativa de la modernidad española produce enormes distorsiones en temáticas, enfoques y marcos interpretativos. La principal, sin duda, es la desorbitante atención a la nación, que en este libro cuenta con hasta tres autores representativos (Javier Moreno Luzón, Xosé Manoel Núñez Seixas, y el propio editor). A nadie se le escapa que esta obsesión académica se origina en un rechazo, a menudo indisimulado, hacia los nacionalismos periféricos. Ahora que ha resurgido uno español-españolista realmente amenazador, se ha hecho por fin visible lo distinto que es, dentro y fuera de la península, por carecer de anclajes en valores de ciudadanía que, en cambio –aunque se les hayan tratado de negar–, sí poseen los nacionalismos periféricos. Los especialistas tienen su parte de responsabilidad en esta prolongada confusión. Se han dejado cegar por el discurso de la nación de los poderes dominantes del liberalismo, que sobredotaron a la nación de atribuciones, como comunidad pero asimismo como sujeto de soberanía, a costa del pueblo –un ente tan abrumadoramente presente en la documentación de época como ausente en los estudios de historia contemporánea del último medio siglo–.
Además de admitir que ni las culturas nacionales ni los nacionalismos son todos iguales ante la construcción de la ciudadanía, desestabilizar esos relatos hoy dominantes implica tareas que no son solo de rigor documental, sino que implican mayor reflexividad. Para empezar, cabe abandonar el mantra de que el comunismo es lo mismo que el fascismo con otro nombre: aunque hayan terminado pareciéndose como regímenes, solo el segundo niega de plano la autodeterminación moral e intelectual que permite hablar de ciudadanía moderna.
Los ciudadanos polemizamos sobre el pasado y aspiramos a deliberar colectivamente sobre su marco narrativo, aunque haya algunos que no lo acepten, y otros que quieran reservarse la actividad para ellos solos. Ahora bien, si realmente se confía en la capacidad crítica de los ciudadanos, el enemigo del conocimiento histórico nunca es la “politización” de los relatos –venga de donde venga–, como erradamente sostiene Marcela García Sebastiani al estudiar la apropiación por la extrema derecha de la efeméride del 12 de octubre: lo peligroso es desvincular los marcos narrativos sobre el pasado de referentes valorativos que permitan a los lectores activar la crítica y polemizar.
Como bien advierte Ana Isabel Carrasco, esto es lo que hay detrás de la apuesta de Vox: además de confrontar como a enemigos a quienes disputan señas de identidad nacional que “no admiten cuestionamiento”, la extrema derecha “no busca convencer sino generar obediencia”. Frente a una historia esencialista, monocultural y continuista que demoniza por igual a musulmanes de antaño y a todos “los otros” de hoy, hace falta otra que no se quede en la crítica en nombre del rigor profesional. Lo que se necesita es esbozar el marco para una historia dispuesta a acoger “el valor positivo de los hechos históricos”, pero no los “vinculados con la preservación del orgullo nacional” –como propone la derecha española en palabras de Mateo Ballester– sino aquellos que muestren la elevada variedad de trayectos culturales del pasado. Pues estos trayectos, en su alteridad, son los que pueden nutrir a la ciudadanía de una visión crítica acerca de nuestro presente.
Pablo Sánchez León es investigador en el Centro de Humanidades de la Universidade Nova de Lisboa. Es autor del ensayo Historia ciudadana. Recontar lo común político que heredamos (Postmetropolis, 2023).