En el debate que agita al mundo feminista en torno a las leyes “trans”, diríase que los hombres somos los grandes ausentes: aparentemente, se trataría de una controversia entre “transactivistas” y “feministas radicales”, de manera similar a como ocurre con la prostitución –donde se enfrentan partidarias de su reconocimiento como “trabajo sexual” y feministas abolicionistas, bajo la distante mirada de los varones. Diríase que la cosa no va con nosotros. O sólo de modo tangencial. Sin embargo, es todo lo contrario. En uno y otro caso –al igual que en muchas batallas culturales que pueblan nuestro día a día, como las referidas a los “vientres de alquiler” o a la pornografía– está en juego la relación ancestral de dominación de los hombres sobre las mujeres. Una relación que, para perpetuarse, necesita ser redefinida y reafirmada insistentemente frente a los cambios inducidos por el capitalismo global y, sobre todo, frente a la exitosa resistencia feminista al patriarcado. Sus élites están inquietas. A través de diversas violencias materiales y simbólicas, y muy especialmente a través de las industrias del sexo, tratan de establecer un nuevo “cercado”. A lo largo de la historia, mediante la imposición del género y sus roles, el patriarcado ha ido definiendo cómo debían ser las mujeres. Pero, ahora, ya no le basta con delimitar el perímetro de la feminidad, sino que afirma que los hombres también pueden habitarlo. E incluso reinar en su interior.
Cuando hablamos de transexualidad, nos movemos en un terreno muy delicado, sembrado de sufrimiento humano y donde el conocimiento científico tiene aún mucho camino por andar. Niños y niñas, adolescentes, manifiestan en ocasiones una discordancia entre sus gustos o inclinaciones y los patrones de género atribuidos a su sexo, hasta el punto de vivirlos como una insufrible contradicción con su propio cuerpo. Desde 2007, España cuenta con una legislación que, de modo genérico, prevé una atención especializada de estos casos. Y, si los informes médicos así lo aconsejan, contempla acompañar y facilitar una transición –o, más exactamente, una aproximación hormonal y quirúrgica– a la apariencia del sexo deseado, tras la cual es posible modificar, a todos los efectos jurídicos, los datos del registro civil.
Ese marco legislativo es hoy impugnado por una corriente de pensamiento que ha alcanzado predicamento e influencia en el mundo anglosajón. Esa corriente rechaza el sexo biológico como fundamento objetivo de la consideración de hombre o mujer, dando primacía a la subjetividad, al “sexo sentido” o “identidad de género”. Aunque no se conocen los detalles de los textos que acabará llevando al Congreso, es notorio que los proyectos legislativos promovidos por Podemos – referidos a la libertad sexual o a la cuestión propiamente dicha de los derechos de las personas transexuales– se inscriben en esa tendencia. Si nos atenemos al proyecto de “Ley trans”, registrado por esta formación en 2018, se trataría de institucionalizar la llamada “autodeterminación de género”: cada cual es lo que dice sentirse, sin que pueda requerirse acreditación alguna que lo avale. Así, pues, la autodefinición “no podrá ser cuestionada, de manera que en ningún momento, proceso o trámite se exigirá la aportación de medios probatorios” (art.5.3). Ni cuanto ese reconocimiento conlleva podrá estar “condicionado a la previa exhibición de informe médico o psicológico alguno, ni a la previa modificación de la apariencia o función corporal a través de procedimientos médicos quirúrgicos o de otra índole” (art. 6.4). (Un enfoque que resultaría muy discutible a tenor de lo que dice la OMS, que, si bien retiró hace años la disforia de género del catálogo de enfermedades mentales, considera que dicho trastorno –actualmente designado como incongruencia de género– atañe al ámbito de la salud. Lo que hace pensar que un criterio autorizado, médico o psicológico, debería ser requerido).
Ni que decir tiene que semejante planteamiento ha encendido todas las alarmas en buena parte del feminismo. ¿En qué quedarían las leyes y políticas públicas basadas en el sexo, destinadas a compensar la desigualdad estructural que padecen las mujeres, concebidas para proteger su integridad, sus espacios o su autonomía… si cualquier hombre puede declararse mujer y, automáticamente, es reconocido como tal a todos los efectos? No, las feministas, profusamente vilipendiadas en las redes, no han visto fantasmas. Al contrario. Ven lo que está ocurriendo en Canadá, en Inglaterra y en otros países donde legislaciones similares ya han sido adoptadas y donde pueden apreciarse sus consecuencias negativas para las mujeres: en el ámbito del deporte, en el de las violencias machistas, en materia de seguridad (incluidas las cárceles), en cuanto a la paridad, en lo referente a las estadísticas…
Estamos ante una filosofía oscurantista que no protege ningún derecho, pero amenaza muchos. Y no sólo de las mujeres. No hay almas femeninas ni masculinas flotando en el éter y aterrizando en cuerpos sexuados que no les corresponden. Vivirlo así puede constituir un trastorno que debe ser atendido adecuadamente, pero no es una realidad. Por otra parte, es perfectamente normal que un niño de tres años quiera jugar con muñecas y diga que es una niña. O que un adolescente atraviese períodos de confusión acerca de su orientación sexual. Catalogarlos como “trans” a partir de tales comportamientos, llevarlos a ese convencimiento, supone crear falsos problemas y puede acarrear mucho sufrimiento.
Pero los partidarios de la “ley trans” sólo tienen una palabra en la boca: despatologizar. Curiosamente, esta misma gente diagnostica dolencias ajenas con una rotundidad pasmosa. Así, las feministas radicales, algunas con décadas de lucha contra toda discriminación a sus espaldas, que cuestionan semejantes planteamientos, estarían aquejadas de un violento sentimiento de odio que turba su razón e invalida totalmente su discurso. Son “tránsfobas”. Cualquier parecido con la “histeria”, dolencia bien conocida entre las mujeres disconformes con su destino, no es mera casualidad. La transfobia atribuida a las feministas se presenta como una enfermedad mental frecuentemente asociada a la “putofobia”, pues esas trasnochadas victorianas rechazan igualmente la prostitución que destroza la vida de millones de mujeres y niñas pobres. No olvidemos, por otra parte, que los más fervientes “despatologizadores” acostumbran a llegar con las mochilas cargadas de tratamientos hormonales y afilados bisturís. Y cargadas también, como dice una buena amiga, “de voluptuosas pelucas, maquillaje y zapatos de tacón”. Es decir, de todos los estereotipos de la feminidad.
Desde luego, hay mucha gente llena de buena voluntad que se deja seducir por un discurso que habla de conquistar nuevos derechos y denuncia ideologías “excluyentes”. Pero ese relato pretendidamente liberador de la tutela médica tiene mucha trampa y encierra muchos peligros. Un 80% de los casos de disforia se resuelven en la pubertad. ¿Acaso no induciríamos nosotros mismos el trastorno, haciéndolo incluso crónico, al convencer a los menores de que están atrapados en un cuerpo equivocado? ¿Cuántos abusos y violencias pueden ocultarse tras la vivencia de una inconformidad con el propio sexo? ¿A cuántos adolescentes en plena formación de su personalidad –que en no pocos casos acabarían reconociéndose como homosexuales-, les diremos que en realidad son mujeres? ¿Y a cuántas muchachas lesbianas negaremos su condición de mujer? No faltarán familias cargadas de prejuicios que preferirán tener una niña moldeada en un quirófano a soportar la vergüenza de un hijo “desviado”. (En una versión bárbara y extrema, ese dilema se plantea en Irán a los jóvenes gay: el bisturí o la horca. ¿Alguien se ha preguntado por qué en un país como Argentina, donde las mujeres todavía deben pelear denodadamente por el derecho al aborto, existe desde hace años una legislación que permite el cambio de sexo?). Corremos el riesgo de ocultar los problemas de nuestra sociedad, trasladándolos a los cuerpos de menores y adolescentes. En lugar de ayudarles a conocerse y sentirse bien consigo mismo, en vez de afrontar las disfunciones y prejuicios de los entornos familiares, escolares y sociales, preferimos adaptar sus cuerpos a tales prejuicios. El mito de la “autodeterminación” amenaza la integridad de las personas. Añadamos que la ley de 2007, lejos de estigmatizar la transexualidad como una patología, exige como requisito de una transición que se certifique la ausencia de trastornos mentales subyacentes. Lo cual no deja de ser una forma, en este caso responsable, de “despatologizar” dicho tránsito.
Las feministas siguen teniendo razón. El sexo es un hecho biológico. El género, una construcción social. Por eso llevan siglos luchando contra los roles impuestos para someter a las mujeres. Y exigiendo que se legisle en base a evidencias, no a creencias o sentimientos. La izquierda alternativa se hunde en las arenas movedizas de la posmodernidad. Empezó perdiendo de vista a las clases sociales y ahora apenas distingue a las mujeres. Hay que reaccionar ante la oleada de descomposición ideológica. No es posible apuntarse a esa nueva religión y a sus campañas inquisitoriales. ¿A nadie le parece sospechoso que se nos quiera hacer creer que, en el camino de la emancipación, el principal obstáculo sean las feministas? ¿Quién detenta el poder? ¿Ellas o el patriarcado? ¿Seguiremos callados los hombres cuando se está definiendo la masculinidad en términos de una dominación sobre las mujeres tan avasalladora que acaba por negarlas? Nos guste o no, estamos en el meollo del asunto. Modifíquese cuanto haga falta, a la luz de la experiencia, la ley de 2007 para mejorar protocolos y combatir discriminaciones hacia las personas transexuales. Pero que no nos cuelen proyectos que difuminan a la mujer, que desdibujan la opresión sexual de la mitad de la humanidad, porque ahí está la matriz de muchas otras violencias.
Fuente: https://lluisrabell.com/2020/07/01/los-hombres-callados/