La sociedad española —y, con ella, la occidental— vive en una especie de frenesí permanente. Un frenesí que tiene nombre: consumo. Nunca antes en la historia humana las energías psíquicas del individuo habían estado tan completamente volcadas en ese afán.
En ese engranaje participan tres sectores muy definidos: el de la producción incesante de bienes y objetos sin otro control que la ley de la oferta y la demanda que se retroalimentan entre sí; el de la propaganda y la publicidad, encargados de excitar el deseo; y el del consumo propiamente dicho, encarnado en la mayoría de la población. Una mayoría seducida por una idea tan noble en apariencia como devastadora en la práctica: la libertad.
Libertad individual y colectiva, libertad de mercado, libertad sin apenas límites. Una libertad que sólo los Estados podrían regular, pero que cada vez ejercen menos porque ellos mismos parecen a punto de convertirse en empresas privadas, sociedades anónimas cuyo dios no es ya la justicia social ni el bien común, sino el mercado. Y en esa liturgia, la Naturaleza ocupa inevitablemente un lugar secundario. Su defensa se deja en manos de minorías sensibilizadas, como la beneficencia que tranquiliza conciencias frente a la injusticia social.
De este marco general deriva el drama inmediato: los incendios que arrasan la península ibérica. El abandono del campo y de los bosques, el éxodo rural, la concentración obsesiva en las ciudades como únicas depositarias del bienestar y del progreso, han separado al hombre de la naturaleza. Y, en lugar de verla como la madre que nutre y sostiene la vida, la sociedad la trata como al objeto explotado por un proxeneta: un recurso al que exprime mientras siga dando beneficio.
Así prosperan la construcción descontrolada, los intereses madereros y toda suerte de negocios que se amparan en el dogma del libre mercado. Entre la desidia y la codicia se incuban los factores que, tarde o temprano, se traducen en catástrofes: unas naturales, otras provocadas, como esos incendios que hoy devastan no sólo el paisaje, sino también el futuro.
¿Dónde está, entonces, la responsabilidad? Para unos en la divinidad, para otros en la fatalidad, pero en realidad la raíz se encuentra en este sistema que finge corregirse sin tocar nunca sus causas. Un sistema que, aunque muchos lo consideren eterno, está mostrando los estertores de su propio final. Porque la misma libertad que nos condujo al hedonismo puede convertirse en la causa de su ruina.
Al final, la pregunta que resuena es la misma que se hacía Lenin: ¿libertad, para qué? Varias generaciones habrán disfrutado de una vida muelle, pero legarán a las que vengan un horizonte de tribulaciones que recuerdan demasiado a las plagas bíblicas.
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