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Mitos sobre inmigración (I)

Los inmigrantes no constituyen un problema para las cuentas municipales ni usan más los servicios públicos

Fuentes: Expansión

La crisis, que para bien y para mal todo lo puede, había hecho retroceder la inmigración hasta la quinta posición entre los problemas que más preocupan a los españoles (antes de que la recesión se hiciera presente, la llegada de ciudadanos extranjeros al país entraba persistentemente en el podio de las preocupaciones del Barómetro del […]

La crisis, que para bien y para mal todo lo puede, había hecho retroceder la inmigración hasta la quinta posición entre los problemas que más preocupan a los españoles (antes de que la recesión se hiciera presente, la llegada de ciudadanos extranjeros al país entraba persistentemente en el podio de las preocupaciones del Barómetro del CIS). Y pese a la recesión, y en contra de los pronósticos de muchos, la convivencia entre inmigrantes y autóctonos sigue siendo sosegada, sin reacciones defensivas, sin tensiones sociales ni incidentes relevantes. Sin embargo, la pretensión de los ayuntamientos de Vic y de Torrejón de Ardoz de cerrar el padrón a los sin papeles, y el ruidoso debate político y mediático posterior, ha colocado de nuevo el tema de la inmigración en la picota.

La Constitución establece que el empadronamiento es un derecho y un deber de cualquier persona que habita en el país, con independencia de que su situación de residencia sea irregular. El empadronamiento da acceso a los servicios sociales, singularmente sanidad y educación, que desde mediados de los noventa se reconocen en las leyes estatales y autonómicas como un derecho universal de todo ser humano. De ahí que los planes de los consistorios de Vic y Torrejón hayan reabierto el debate en torno a la incidencia de una población inmigrante que se ha multiplicado por diez en poco más de una década (de 542.000 extranjeros en 1996 a los 5,6 millones de hoy) sobre la saturación de los servicios públicos y sus problemas de financiación.

¿Problema de presupuesto?

Los expertos entienden que las motivaciones de los ayuntamientos que han levantado la liebre se reparten entre las electorales (en Vic el partido más votado enarbola un mensaje marcadamente xenófobo y, además, las elecciones autonómicas catalanas están a la vuelta de la esquina) y hasta cierto punto sociales (en ambos municipios la población inmigrante ronda el 25% del total y los consistorios temen tensiones entre autóctonos y extranjeros).

La presión de los números rojos también ha jugado un rol importante. Pero poco tienen que ver los problemas de la financiación local que ellos aducen. Principalmente, porque los servicios con facturas más onerosas son los sanitarios y los educativos, ambos de titularidad autonómica. Sí es de responsabilidad municipal la política de integración, pero su peso en los presupuestos municipales es relativo. «De los 3.000 millones del presupuesto anual del Ayuntamiento de Madrid, 240 millones están destinados a políticas sociales y de ellos sólo 12 van a políticas de integración», explica Alfonso Utrilla, profesor del departamento de Hacienda y Sistema Fiscal de la Universidad Complutense de Madrid. «El peso de los inmigrantes en el presupuesto de los ayuntamientos no es muy alto. La recesión afecta a la financiación de los ayuntamientos, pero poco tiene que ver con los extranjeros».

Dan más de lo que gastan

Los datos oficiales sobre la aportación de los inmigrantes a las arcas públicas han quedado desactualizados. La Oficina Económica del Gobierno, entonces comandada por Miguel Sebastián, presentó en 2006 un amplio estudio sobre la contribución económica de la población extranjera. Las cifras no podían ser más favorables. Los inmigrantes habían sido directamente responsables de la mitad del fuerte crecimiento del PIB español entre 2000 y 2005 (con un 3,6% de crecimiento medio anual), habían elevado en 623 euros la renta por persona, y, sobre todo, su aportación a las arcas del Estado era francamente positiva: absorbían el 5,4% del gasto público, 18.618 millones de euros, y aportaban el 6,6% de los ingresos totales, con 23.402 millones. El saldo neto de su contribución era de 4.784 millones (la mitad del superávit de entonces del conjunto del sector público). Y, según el informe de Moncloa, no había posibilidad de que esta posición se revertiera hasta al menos 2012.

La crisis se ha cebado, a modo de desempleo, con el inmigrante: su tasa de paro alcanza el 29,7%, frente al 16,8% de media de los españoles. Sin embargo, los expertos, a falta de datos oficiales, estiman que la aportación de los extranjeros a las arcas públicas sigue ofreciendo un saldo neto positivo.

«Su contribución [vía impuestos y cotizaciones a la Seguridad Social] está claro que ha bajado un poco. Pero sigue habiendo 1,8 millones de extranjeros trabajando. El saldo entre aportaciones y gastos era muy grande como para que el aumento del paro la haya eliminado», explica Miguel Pajares, profesor de Antropología Social de la Universidad de Barcelona y autor del informe Inmigración y mercado de trabajo que anualmente publica el Observatorio Permanente de la Inmigración. «Los extranjeros, mayoritariamente jóvenes, cobran menos pensiones y utilizan menos los servicios sanitarios; eso no cambia porque haya más paro. Y el cobro de prestaciones por desempleo por parte de extranjeros aún sigue siendo muy bajo», sentencia.

De hecho, son varios los estudios que confirman que los efectos beneficiosos del boom demográfico generado por la inmigración no son flor de un día, sino que se van a poder notar durante décadas. Según un informe de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada, la inmigración retrasaría cinco años la entrada en déficit del sistema de pensiones (tal y como se concibe hasta ahora, sin la reforma que se comenzará a negociar), de 2023 a 2028.

El inmigrante usa menos los servicios sociales

En plena crisis, «la población inmigrante va a ser más propensa que la población general a necesitar apoyos sociales», indica Carmen Alemán, catedrática de Servicios Sociales de la UNED. Es muy probable. Su concentración laboral en sectores de actividad sensibles al ciclo económico (singularmente la construcción) y la falta de redes familiares en que apoyarse podrían dejar más expuesto al extranjero. Sin embargo, «el pronóstico del futuro crecimiento de las demandas no debe distorsionar la imagen real de los usuarios de los servicios sociales. Aunque existen estereotipos que presentan a los inmigrantes como usuarios crónicos, los estudios invalidan esa consideración. Los datos acreditan que la frecuencia con que usan los servicios sociales es inferior a su peso demográfico», señala Alemán. También la Encuesta Nacional de Salud apunta en esta dirección: el inmigrante utiliza menos el médico de familia, la asistencia especializada, los servicios de cirugía, de diagnóstico y de tratamiento; y sólo hace un mayor uso que los autóctonos de las urgencias.

«Las limitaciones de las políticas de salud se utilizan a menudo como argumentos contra la inmigración», apuntan Guillem López Casasnovas y Gabriel Ferragut, catedrático y profesor de Economía de la Universidad Pompeu Fabra. «En realidad, todo apunta a que el inmigrante hoy no sería una carga para el sistema sanitario si la financiación autonómica recogiera correctamente el impacto de la variación poblacional que la misma inmigración supone (igualmente para el caso de la educación)», sostienen en un reciente estudio.

Peligro de exclusión

Los inmigrantes no sólo utilizan menos los servicios sociales, los usan también de distinta manera. Para los autóctonos el sistema de servicios sociales «funciona a modo de última red de seguridad y de protección ante el riesgo de vulnerabilidad y la exclusión social», indica Gregorio Rodríguez Cabrero, catedrático de Sociología de la Universidad de Alcalá de Henares. Pero para los inmigrantes «los servicios sociales se convierten en la puerta de acceso para su proceso de inserción, más si cabe si tienen algún déficit con respecto al acceso al mercado laboral, o la primera puerta de entrada en muchos casos para el resto de servicios públicos y políticas sociales». Por ello, la restricción al empadronamiento (y con ello a los servicios públicos) pretendida por Vic y Torrejón, aparte de ilegal, podría convertirse en una peligrosa vía para conducir a los inmigrantes irregulares hacia la exclusión .

Una exclusión que ya viven en carne propia desde el momento en que el sin papeles, empadronado o no, se encuentra de lleno en la economía sumergida. «Si hay inmigrantes irregulares en España es porque tienen empleo, cobrando en negro, pero con empleo. El problema es la economía sumergida, es esto lo que hay que eliminar, no apostar por una medida fácil como sacarlos del padrón», expone Gemma Pinyol, coordinadora del Programa de Migraciones de la Fundación Cidob.

Pese a que parece acreditado que los inmigrantes pagan su factura de los servicios públicos, algunos expertos recomiendan mirar más allá de las cuentas. «Las políticas públicas se tendrían que basar en idénticas pruebas de necesidad y de medios para todo tipo de ciudadanos independientemente de su origen», sostienen López Casasnovas y Ferragut. «Ni las políticas sanitarias para inmigrantes, ni los balances fiscales de grupo, ni las contabilidades generacionales tienen demasiado sentido. ¿Acaso la sociedad puede o quiere rechazar a un ciudadano por no ‘contribuir’ a las finanzas públicas más que lo que potencialmente puede ‘detraer’? ¿Utilizamos esta particular forma de evaluación económica coste-beneficio para otras categorías poblacionales propias (niños, amas de casa, ancianos)?»

Con independencia del peso del inmigrante sobre nuestro Estado del bienestar, las Administraciones deben elegir entre tres posibles escenarios: mejorar la calidad de los servicios sociales, poco probable en plena crisis y sus consiguientes derivaciones en los presupuestos públicos; mantener la calidad actual, opción más realista pero que también requiere incrementos en las dotaciones presupuestarias; o aceptar la pérdida de calidad, que ningún responsable público se atreverá a explicitar y defender, pero que en la práctica puede ser la consecuencia real. El debate no debe centrarse en el lugar de nacimiento de los demandantes de los servicios, sino en qué tipo de servicios queremos y a qué niveles de calidad aspiramos.

Fuente: http://www.expansion.com/2010/02/02/economia-politica/1265134453.html