El catedrático emérito, especializado en Historia Moderna, y académico de la Real Academia de Historia. Carlos Martínez Shaw en su artículo espléndido Negando de nuevo la Leyenda Negra se expresa con extraordinaria claridad: “La Leyenda Negra, definida como una conjura internacional organizada contra España valiéndose de la tergiversación sistemática, alargada en el tiempo e intencionadamente negativa de su historia, no tiene existencia real. Es un espantapájaros esgrimido por el nacionalismo español en su vertiente extrema como excusa para ofertar un relato sobre el pasado de España de carácter hagiográfico, con el propósito de buscar un enemigo exterior que permita aglutinar a la mayor parte posible de los ciudadanos tras la bandera de una particular concepción ideológica conservadora o reaccionaria y, por el camino, trazar una línea entre los buenos españoles que aman a su denostada nación y los malos españoles que aceptan e incluso elaboran críticas contra su adorable patria. Una posición que se exacerba cuando la patria está en peligro: antes por la conjuración judeo-masónica-comunista, y hoy por la triple tenaza de la pérdida de identidad por la invasión de los musulmanes (e inmigrantes en general), de la independencia por la sumisión a las decisiones de la Unión Europea y de la unidad territorial por la rebelión de los catalanes”.
Como señala Pedro Batalla Cueto, en su espléndido libro Los nuevos odres del nacionalismo español, Jesús Villanueva en la misma línea de Martínez Shaw, en su libro Leyenda Negra: una polémica nacionalista en la España del siglo XX, muestra cómo la instrumentalización de la Leyenda Negra a lo largo del siglo XX arreciaba cuando el franquismo se sentía acosado desde el exterior: el aislamiento posterior a la segunda guerra mundial, el denominado contubernio de Múnich o la repulsa internacional por la ejecución de Julián Grimau o los procesos de Burgos. El recuerdo de la leyenda negra apretaba las filas frente al extranjero, al que se le acusaba de estar movido por la hispanofobia. Julián Juderías, el gran artífice de la literatura contra la leyenda negra, había escrito La Leyenda Negra en España en 1914, cuando aún se mantenían vivas las brasas de la repulsa internacional contra el fusilamiento del pedagogo libertario Francisco Ferrer Guardia tras la Semana Trágica de Barcelona y reconocía por carta a Ossorio y Gallardo que su obra pretendía hacer propaganda española. María Elvira Roca Barea-autora de uno de los mayores éxitos editoriales en los últimos años Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español y recibido con gran fervor por todo el nacionalismo español reaccionario y nacionalcatólico– en el prólogo del libro de Pedro Insua, 1492. España contra sus fantasmas, cita con el beneplácito de Carmen Iglesias, que “la lucha por el pasado es una lucha por el futuro”. Ambos libros de Roca Barea e Insua hay que situarlos en el contexto del Procés, y la inmigración musulmana, sobre todo. Como también los artículos del gran Arturo Pérez Reverte, de las pinturas de batallas de Augusto Ferrer-Dalmau de la recuperación de “héroes” olvidados de nuestra historia del marino Blas de Lezo o las iniciativas del diputado de Ciudadanos que deseaba declarar acontecimiento excepcional de interés público el centenario inminente de la carga del regimiento de Alcántara, que tuvo un comportamiento destacado en el Desastre de Annual en 1921. Según Pablo Batalla, para entender la intencionalidad que hay detrás merece la pena detenerse en la recuperación de Blas de Lezo y la pintura Orgull de Ferrer-Dalmau. En un momento que arrecian los nacionalismos subestatales, el origen vasco del militar, oriundo de la villa guipuzcoana de Pasajes y de quien se cuenta que sus convecinos le llamaban Anka motz, “patapalo” en euskera, confiere a su vida la dimensión didáctica de un euskaldún al servicio de la patria española. Ferrer-Dalmau en uno de sus últimos cuadros el titulado, Orgull representa el momento en que, en 1860, los Voluntarios Catalanes de Juan Prim formaron un Castell para asaltar la alcazaba de Tetuán. Su intencionalidad es clara en el contexto del auge del independentismo en Cataluña e ilustra que lo que persigue Ferrer-Dalmau, no es el pasado histórico, sino el pasado práctico que sacrifique el rigor y la objetividad históricas, a la utilidad del presente.
Ni que decir tiene que, al gran Arturo, ni al gran pintor Ferrer-Dalmau -ambos son muy amigos-, ni al diputado de Ciudadanos les pasa por la cabeza el recordar y enaltecer la entrada de los españoles republicanos -he puesto antes españoles que republicanos a propósito- de la División Leclerc en París y la hazaña republicana, como la invasión guerrillera del valle de Arán en 1944. Seguro que no lo hacen, porque estos no son “buenos españoles”. Y van estos caballeros dando lecciones de patriotismo. ¡Producen vergüenza!
Y en esta tarea de recuperar nuestra identidad, la buena, la nacionalcatólica, exportadora de progreso y modernidad por el mundo, cabe situar la actuación en el ámbito educativo del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso, una auténtica cruzada para desmontar la leyenda negra española. Seis meses después de aquel viaje a Nueva York en el que defendió la «hispanidad», el mestizaje y criticó el indigenismo por haberse convertido, a su juicio, en una suerte de «nuevo comunismo» que amenazaba con crear una falsa historia de lo ocurrido en el pasado y con dinamitar el legado español en América. El Gobierno madrileño ha puesto a disposición de los centros educativos el documental España, la primera globalización -dirigido por José Luis López-Linares– y una guía dirigida a los profesores de Historia para que puedan explicar el largometraje y abordar con los alumnos «las mentiras que se forjaron en torno al reinado de los Reyes Católicos, a partir del descubrimiento de América». Los profesores tendrán a su disposición un material didáctico, aunque no es obligatorio. Aseguran que está teniendo muy buena acogida. El documental según explicó el director, la idea de producirlo surgió de la «inquietud» que le causó la obra Imperiofobia y Leyenda Negra, de Elvira Roca Barea. La película pretende «desbrozar una idea de la historia de España que nos han impuesto de alguna manera o que nos hemos creído» y «despejarla de mitos y de leyendas» por medio del testimonio de casi 40 historiadores y otros especialistas, señaló López-Linares en rueda de prensa. Entre ellos se encuentra Carmen Iglesias, presidenta de la Real Academia de Historia; historiadores como Fernando García de Cortázar, Stanley Payne, Ladero Quesada o Elvira Roca Barea, políticos como Alfonso Guerra, el economista Ramón Tamames, filósofos como Pedro Insua e incluso el reconocido chef Ferrán Adriá son algunos de los participantes de esta producción. Aquí hay una ausencia sorprendente, Toni Cantó.
Ha sido una constante en nuestra historia calificar de “malos españoles” a bastantes españoles que se han afanado a lo largo de los siglos en denunciar los males que aquejaban a España con el objeto de conseguir una concienciación colectiva que permitiese su solución, lo que les valió muchas veces la incomprensión y la hostilidad de la España ortodoxa y biempensante. Entre ellos están, los judíos, los moriscos, los protestantes, los musulmanes, los humanistas del Renacimiento, los arbitristas del Barroco, los proyectistas de la Ilustración, los teóricos del liberalismo, los intelectuales del regeneracionismo y de la «generación del 98», republicanos, nacionalistas periféricos, socialistas, hasta llegar a la Guerra Civil y la dictadura franquista. De los “malos españoles” de tiempos de la democracia no quiero hablar, ya nos los recuerdan día tras día. Ya los conocemos. Para algunos somos 26 millones de hijos de puta, que deberíamos ser fusilados.
Quiero detenerme en Luis García Cañuelo otro “mal español” del siglo XVIII del Siglo de las Luces, la época del despotismo ilustrado. Como señala Martínez Shaw, el despotismo ilustrado se propone modernizar a través de unas políticas de fomento económico, de reordenación social, de eficacia administrativa y de renovación cultural. Ahora bien, ese proyecto tiene sus límites: el crecimiento económico basado en el progreso técnico predomina sobre el desarrollo basado en la transformación de las relaciones de producción, el respeto a las estructuras heredadas se impone sobre cualquier tentación de cambio social, la eficacia administrativa se basa estrictamente en el robustecimiento del absolutismo y la producción cultural se subordina a las necesidades de una nueva cobertura ideológica para generar la adhesión al sistema, mantener la paz social y exaltar los avances del reformismo patrocinado por la monarquía. Es decir, el poder absoluto del monarca permanece intacto. Pese a este diseño bienintencionado que permitió superar los defectos más significativos de la política de la centuria anterior, la Ilustración permitió la aparición de una crítica al sistema, que alcanzaría su máxima expresión en las postrimerías del siglo y, especialmente, a partir del nuevo clima ideológico suscitado por la Revolución francesa. Y así, de nuevo, nos encontraremos con la crítica negativa de los “malos españoles” de siempre. La crítica, digamos moderada, halló efectivamente más amplias vías de expresión que en los siglos anteriores, dominados por un integrismo religioso que aquí se mantendría contenido hasta los años finales de la centuria, aunque hasta las más pequeñas disidencias con respecto a las verdades generalmente admitidas serían objeto de ataques desproporcionados.
Pude conocer a Luis Cañuelo y el periódico El Censor en el artículo de Martínez Shaw, pero he recurrido a otras fuentes para ampliar mi información, porque tanto el personaje como el periódico son muy representativos del espíritu de la Ilustración. En el artículo Luis Cañuelo, un ilustrado olvidado; un olvido que nos deslustra, publicado en el blog Diario de un artista desencajado. No obstante, antes de hablar de Cañuelo y El Censor, me parece muy oportuna hacer una referencia a un escritor crítico de la misma época, José Cadalso que fue desterrado a Zaragoza en 1770 y sus Cartas marruecas -la versión española de Cartas persas de Montesquieu– que tropezaron más de una vez con la censura, como no podía ser de otro modo si consideramos su famosa definición de nobleza: “Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo en que ochocientos años antes de mi nacimiento muriese uno que se llamó como yo me llamo, y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo”. De tales cartas les dedicó a los “buenos españoles”, su Carta LXXII De Gazel a Ben-Beley
“Hoy he asistido por mañana y tarde a una diversión propiamente nacional de los españoles, que es lo que ellos llaman fiesta o corrida de toros. Ha sido este día asunto de tanta especulación para mí, y tanto el tropel de ideas que me asaltaron a un tiempo, que no sé por cuál empezar a hacerte la relación de ellas. Nuño aumenta más mi confusión sobre este particular, asegurándome que no hay un autor extranjero que hable de este espectáculo, que no llame bárbara a la nación que aún se complace en asistir a él. Cuando esté mi mente más en su equilibrio, sin la agitación que ahora experimento, te escribiré largamente sobre este asunto; sólo te diré que ya no me parecen extrañas las mortandades que sus historias dicen de abuelos nuestros en la batalla de Clavijo, Salado, Navas y otras, si las excitaron hombres ajenos de todo el lujo moderno, austeros en sus costumbres, y que pagan dinero por ver derramar sangre, teniendo esto por diversión dignísima de los primeros nobles. Esta especie de barbaridad los hacía sin duda feroces, pues desde niños se divertían con lo que suelen causar desmayos a hombres de mucho valor la primera vez que asisten a este espectáculo”.
Cañuelo fue el editor de El Censo, periódico que fue uno de los intentos de aclimatar en España el pionero periódico inglés, The Spectator (1711-1712), de Addison. Fue Clavijo y Fajardo quien primero lo consiguió con El Pensador (1762-1767). El espíritu crítico respecto de las costumbres y los obstáculos a la ciencia y al progreso de los españoles es común a todos los ilustrados y en mayor o menor medida, y con mayor o menor acierto, todos ellos contribuyeron, dentro de sus posibilidades, a que España no se acabara convirtiendo, exclusivamente, en ese país pintoresco que tanto llamó la atención de los primeros románticos, los primeros turistas. El Pensador, El Censor, El Observador, El Correo de los Ciegos, El Duende de Madrid o El Apologista Universal, entre otras, son publicaciones de una misma orientación y unos mismos fundamentos periodísticos. En términos históricos podemos ver en Mariano José de Larra a la figura que recoge esa herencia y la eleva a una expresión literaria que, a pesar de su originalidad y sutileza, no está tan lejana de muchos artículos de Cañuelo, quien apunta una vena costumbrista que recogerá y profundizará Larra inmejorablemente, del mismo modo que lo hará con la crítica política. En esencia, todos los “palos” que toca Larra están ya presentes en El Censor.
El Censor, es un compendio perfecto de lo que fue la labor de la Ilustración en el siglo XVIII español. El periódico fue secuestrado y prohibido en tres ocasiones (1781, 1783 y 1785) hasta su definitiva retirada de la circulación en 1787, mientras su autor Cañuelo era procesado y obligado a abjurar de sus “errores” por la Inquisición. Se entiende la actuación de la Inquisición ya que, como gran periodista, comprometido, todo un ejemplo para muchos periodistas actuales, arremetía contra la riqueza de la Iglesia y su vicioso ejercicio de la caridad: “Enriqueceros a ellos para socorro de los pobres, ¿no fue lo mismo que hacer los pobres para hacer quien los socorriese?”. Y en esta misma línea, concluía: “Los sacerdotes del país de los Ayparcontes son retribuidos por el Estado y han perdido todo su poder económico y político, así como su fuerza coactiva, en beneficio de un más perfecto ministerio en la esfera de lo estrictamente espiritual, realizando así el sueño secularizador de la Ilustración”.
La estructura del diario de El Censor era muy sencilla. Los artículos, denominados Discursos, iban precedidos por una cita latina, sobre todo de las Sátiras de Horacio y Juvenal, aunque aparecen muchos otros autores que marcan, desde la cita, el tono y aun buena parte del contenido crítico del discurso, como en las siguientes:
Multi ad scientiam peruenissent, si se illuc peruenisse, non putassen: “Hubieran muchos llegado a ser sabios, si no se imaginaran serlo ya”. [Variante de la frase de Cicerón: Multi ad scientiam pervenissent, nisi se jam pervenisse credidissent.]
Ridiculum acri fortius et melius magnas plerumquea secat res: “Mejor se cortan y más fuertemente por medio de burla los abusos que tratándolos grave y agriamente”.
Los artículos aparecían firmados habitualmente con pseudónimos cuya identidad, sin embargo, no se les ocultaba a los interesados en ese mundo intelectual; todos ellos estaban al cabo de la calle de la identidad real de los firmantes.
Desde la educación hasta la reforma agraria, pasando por la crítica a la nobleza inútil, al patrioterismo o a la vida superficial, apenas quedan aspectos de la vida española del XVIII en los que no se fije la acerada pluma de Cañuelo, sin olvidar, por supuesto, las constantes andanadas que lanzaban contra ciertos religiosos y su pasividad ante las supersticiones: “Apenas oigo un sermón sin una invectiva contra las máximas del siglo ilustrado, contra la erudición de la moda, contra los filósofos del tiempo; que es decir contra el ateísmo y los ateístas, la incredulidad y los incrédulos. Mas no me acuerdo de haber oído jamás en el púlpito una sola palabra contra la superstición”.
Es impresionante la crítica, plena de ironía sobre el patrioterismo barato, que ha abundado y abunda en nuestra historia. Es de plena actualidad. Es el Discurso CLX. Trascribiré un fragmento conservando su redacción y ortografía para conservar su frescura. Es para disfrutarlo.
Está encabezado por una máxima de Cervantes: “Y luego en continente caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”.
“¿Mas a dónde voy yo a parar con toda esta filosofía? No más que a decir que el amor de la patria lejos de ser por naturaleza un vicio puede ser una verdadera virtud, y una virtud muy recomendable. Pero no hay verdad más universalmente conocida, y en España lo es tanto por lo menos, como en cualquier otra parte del mundo puede serlo. ¿Quién hay entre nosotros que no haga gloria de buen Español? ¿Quién que ceda a otro ventajas en esta apreciable qualidad? Hombre hay que no hará dificultad en confesarse menos ilustrado, menos sabio, menos animoso, menos casto, menos buen chistiano que otro; pero en llegado a esto de buen Español, guarda Pablo: al Rey que fuera no le haría nadie reconocerse inferior. En fin, por más que se quejen…
Para pasar pues un hombre por buen Español, o lo que es lo mismo, por Español amante de su patria, es menester que crea, confiese y sostenga a la faz e todo el universo (…) lo primero, que fuera de España no se halla nobleza propiamente dicha, o que a lo menos la nuestra es más ilustre, más rancia y más antigua que la de las demás naciones, y que vale más un don que todos los Monsieures, Monsegneures, Signores, Monsignores y Lores del mundo.
Lo segundo, que nuestra lengua es la más sonora, abundante, expresiva y la más digna de ser hablada por hombres que hay, hubo y habrá en ningún tiempo: que nuestra Corte es la más brillante, magnífica y populosa de todas; que nuestros templos, palacios y demás edificios públicos son los más suntuosos, y nuestras casas las más bien dispuestas y más alhajadas de la tierra; que nuestras damas son las más lindas y garbosas de todo el orbe conocido y por conocer; que una sola de nuestras tonadas, seguidillas y tiranas vale más que cuanto ha producido la Italia, y aun también la Grecia en la antigüedad; que nuestras fiestas son las más lúcidas, nuestras diversiones, sin exceptuar las noches de San Juan y San Pedro, ni las corridas de toros, las más racionales; nuestras legumbres, nuestras frutas, nuestras viandas la más delicadas y sabrosas; y en general todas nuestras cosas las mejores del universo.
Lo tercero, que la nación española es por su naturaleza, y sin que ello influyan ni por consiguiente puedan perjudicar a esta su qualidad por manera alguna ni su constitución política, ni una guerra o una paz de muchos años, ni otra circunstancia semejante, la más valerosa de cuantas se conocen, que jamás ha perdido batalla que no fuese o por el excesivo ardimiento del soldado, o por trayción, y que por lo mismo nadie puede hacer frente a un Exército Español; porque en diciendo Españoles todas las naciones tiemblan.
Lo quarto que la Religión Católica florece en España como en ninguna parte, y que aquí es únicamente donde se ha mantenido intacta y pura, negando resueltamente que haya entre nosotros superstición que la afee, o defendiendo que este no es vicio que deba inquietarnos en gran manera.
Lo quinto, que España ha sido en todos tiempos, es y será hasta la consumación de los siglos docta y sabia, y que si algo se ignora en ella es justamente lo que no conviene saber.
Lo sexto, que nuestras leyes, usos, estilos, prácticas y costumbres son todas conformes a la recta razón, y que no hay entre ellas una siquiera que con justicia pueda ser reprendida o censurada.
Lo séptimo, que la agricultura está y estuvo siempre entre nosotros en el pie más floreciente, sin que haya en toda la península palmo de tierra inculto que convenga reducir a cultivo, ni alguno que pueda o debe producir más de lo que produce. Y que nuestros labradores y gentes de campo no son como en otras partes el desecho de la nación, solo diferentes, e los antiguos colonos el nombre; pero en lo demás, tan pobres, tan abatidos, tan ignorantes y tan olvidados de todos sino de los recaudadores de las rentas reales, como ellos.
Lo octavo, que nuestras fábricas, nuestra industria y nuestro comercio se hallan y se hallaron en todos tiempos en el más alto punto de perfección posible o a lo menos en el estado en que conviene estén y se mantengan por siempre jamás para nuestra verdadera y permanente prosperidad.
Lo nono, que nuestra población es quanta puede y debe ser, y que lejos de faltarnos, nos sobra aún gente: por cuanto es claro que canta menos haya, tanto más baratos estarán los víveres, que es lo que importa. En fin, que nuestra nación es la más rica y poderosa de todas, o que a lo menos ella sola goza de aquella dorada medianía, que tanto exageran filósofos y poetas, que sola puede producir el contentamiento de sí propio, y que no conduce menos para la felicidad general de un pueblo que para la de cada ciudadano en particular. Pero, aunque no es preciso dar ni aventurar por estos artículos la vida, ni aun exponerse al menor riesgo de perder valor de dos maravedises, no basta con todo creerlos, confesarlos y sustentarlos en la manera que queda referida. Es menester obrar también y portarse en todo y por todo de una manera conforme a tales principios, y proceder en su consequencia. Por exemplo, ya que nuestras fábricas, nuestra industria y comercio están en el pie, en que nos conviene que estén, claro está que sería ir contra el verdadero interés de la nación el darles fomento alguno, con que puedan salir de su actual estado. …En fin, supuesto que nuestros mayores nada nos han dejado que hacer por el interés del público, el buen español debe pensar no más que en dejar bien a sus hijos y tener por máxima fundamental de toda su conducta esta antigua y famosa copla:
En este mundo iñimigo
De nadie se ha de fiar:
Cada cual mire por sigo,
Tú por tigo y yo por migo
Y percurarse salvar.
Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/malos-espanoles/20220329102937196861.html