Mishell Barzola tiene seis años y hace tiempo dejó de crecer. Mide apenas un metro y pesa 14 kilos, sólo un poco más que su hermano Steven de dos años. Su madre, Paulina Ccanto, sospecha que el plomo se le ha metido en el cuerpo. En La Oroya, Perú, donde vive Mishell, los niños respiran […]
Mishell Barzola tiene seis años y hace tiempo dejó de crecer. Mide apenas un metro y pesa 14 kilos, sólo un poco más que su hermano Steven de dos años. Su madre, Paulina Ccanto, sospecha que el plomo se le ha metido en el cuerpo.
En La Oroya, Perú, donde vive Mishell, los niños respiran y tragan constantemente el metal que viaja en el aire y se deposita en el suelo. Cuando juegan al fútbol o a las canicas en las calles de tierra, el viento arroja polvo tóxico en sus caras. Cuando se llevan los dedos a la boca, los pequeños, literalmente, comen plomo.
«No la veo bien a la niña», me dice Paulina sentada en la pequeña habitación que alquila en esta ciudad andina de 33.000 almas, 180 kilómetros al sureste de Lima. Anoche llovió y las goteras se han ensañado con la cama que comparten tres de los cuatro hijos de la mujer. Un débil rayo de sol se cuela por el mismo agujero del techo por el que se filtra el agua.
«Mishell no engorda ni crece. El doctor me dijo que puede ser por el exceso de plomo», me explica Paulina casi susurrando, como si de ese modo la amenaza se tornase menos real. Su hija Rosario, de doce años, habla con la soltura propia de los niños: «A veces nos llenamos de plomo y nos da una enfermedad. Nuestro estómago se llena de plomo. Con eso también podemos morir».
Es febrero de 2005 y Paulina está a la espera de los resultados de un examen de sangre que despejará todas las dudas sobre la salud de Mishell. En La Oroya, diversos estudios han demostrado que prácticamente todos los niños están intoxicados con plomo en niveles tres veces mayores, en promedio, que lo máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud.
La razón está del otro lado de las aguas cobrizas del río Mantaro, en la enorme chimenea de cemento que desde hace 83 años escupe sus humos en la cara de los oroyinos.
El complejo metalúrgico de La Oroya es, al mismo tiempo, el drama y la razón de ser de esta ciudad. De él viven las familias de los 4.000 obreros que trabajan en sus hornos procesando plomo, zinc, cobre, oro y plata. Miles de comerciantes y transportistas dependen de la fundición para su supervivencia. Y muchos otros han logrado que los nombres de sus hijos estén en la lista de asistencia social de la empresa estadounidense que desde 1997 maneja la planta, Doe Run Co., la productora de plomo más grande de América del Norte.
Por momentos, y aunque la realidad la contradice, Paulina se esfuerza en pensar que tal vez Mishell sea la excepción entre los niños de La Oroya. Que los cuidados especiales de alimentación e higiene que ella le brinda hayan hecho su parte. Yo también quiero creerlo. Después de todo, pienso, Mishell tiene una energía envidiable.
Sube corriendo las escaleras empinadas de su barrio, juega a la pelota y se va saltando por la vereda con sus amigos. Es pequeña, sí, pero no parece que estuviera enferma. La gran tragedia de la intoxicación por plomo es, precisamente, su sigilo, la ausencia de signos externos inmediatos o muy notorios. Sin embargo, la exposición prolongada al metal provoca daños irreversibles en el sistema nervioso central. Es un veneno de acción lenta, pero devastadora.
Recorro las calles angostas, laberínticas de La Oroya Antigua, la zona más cercana a la fundición. Trozos de vida urbana compiten con escenas casi coloniales: falta de agua corriente, ausencia de un sistema de cloacas, basura amontonada a la orilla del río. Hay una belleza irónica en la confusión de casas viejas pintadas de azules, de amarillos y de marrones; bares improvisados que empiezan a poblarse desde temprano y cabinas de internet abarrotadas de niños y adolescentes.
Ayer pagaron en la empresa y el mercado callejero está rebosante de vendedores de todo, desde aceite curativo de caracoles hasta trucha frita recién preparada. Perros flacos comen los restos de comida que caen de los puestos, y docenas de taxis se agolpan en las calles y hacen sonar sus bocinas. A lo lejos se escucha el andar pesado, metálico del tren que sale de la fundición con sus vagones repletos de minerales rumbo a Puerto Callao, en Lima.
Nadie parece prestar atención al aire pesado, irrespirable, ni al olor ácido que lo impregna todo, se mastica, quema los ojos y la garganta. Los oroyinos me dicen que a la larga uno se acostumbra a los «gases», como le llaman, una combinación de plomo, arsénico y dióxido de azufre, entre otros contaminantes que emite la fundición. El humo queda atrapado entre las laderas de los cerros donde se agolpa, caótica, la ciudad.
Hugo Villa es neurólogo y trabaja en La Oroya desde hace 25 años. Me recibe en el hospital Essalud, donde se atienden los obreros de la fundición y sus familias, pero me pide discreción y me conduce a una sala alejada del paso del público. El médico se ha unido a los grupos que reclaman que Doe Run cumpla con el plan de mitigación ambiental al que se comprometió cuando compró el complejo hace ocho años. Pero quienes se atreven a hacer ese reclamo, dice Villa, son rápidamente señalados por los trabajadores del sindicato como «traidores». «Quien habla del problema de salud está yendo contra la fuente de trabajo», me explica el médico en baja voz, igual que Paulina. Por esta razón, según Villa, los padres no preguntan sobre el plomo cuando llevan a sus niños al hospital. Tampoco expresan preocupación. «Es como si tuvieran miedo», dice Villa, «me siento frustrado, impotente. Me da rabia. En 15 ó 20 años toda una generación va a tener problemas de desarrollo psicomotor».
La planta de La Oroya la construyeron «los primeros gringos», como se refieren los lugareños a los estadounidenses de la compañía Cerro de Pasco Copper Corporation que desembarcó en estas alturas de los Andes en 1922. El complejo metalúrgico permitió que vivieran las minas a lo largo y a lo ancho de la sierra central del Perú, cuyos minerales necesitaban ser procesados antes de venderse en el mercado internacional. Por la complejidad de los procesos que allí se realizaban -procesamiento de minerales «sucios», con alto contenido de sulfuros -, La Oroya se transformó en un lugar de referencia para ingenieros metalúrgicos de todo el mundo.
A los pocos años de creada la planta, los agricultores de la zona comenzaron a quejarse de que el humo secaba sus pastos.
Cuentan los memoriosos que los cerros de La Oroya por ese entonces eran verdes, y en el Mantaro, uno de los ríos más importantes de Perú, se pescaban truchas y ranas. Hoy las montañas que rodean La Oroya están peladas y manchadas de negro, y del Mantaro algunos pobladores dicen que «está muerto». En 2003, una ley nacional declaró la emergencia ambiental de su cuenca, de la que son responsables también las minas de la zona de cerro Pasco y las decenas de pueblos andinos cuyos desechos cloacales van a parar al río.
Cuando en 1974 el gobierno peruano expropió y nacionalizó el complejo metalúrgico de La Oroya, la contaminación del suelo, el aire y el agua empeoró. Los pobladores se habituaron a vivir con los ojos rojos, inyectados, y un pañuelo siempre a mano para cubrirse la cara cuando «venía el humo». Poco se sabía de la intoxicación por plomo por aquellos días porque todavía no se habían realizado estudios de sangre en la población.
Una mañana de octubre de 1997, un grupo de estadounidenses firmó un contrato con el gobierno del ahora prófugo Alberto Fujimori por 120 millones de dólares. Doe Run Co., con sede en Missouri, acababa de comprar la planta de fundición de metales de La Oroya en condiciones más que ventajosas. El acuerdo de venta especificaba que durante diez años la empresa estatal Centromín Perú, que vendió a Doe Run el complejo, asumiría cualquier demanda legal atribuible a la contaminación histórica de La Oroya. En ese período, los estadounidenses se comprometieron a desarrollar un programa de control de emisiones y efluentes industriales, entre otras medidas de mitigación ambiental.
Doe Run y la compañía neoyorquina a la que pertenece, Renco Group, enfrentan decenas de juicios en Estados Unidos por supuestos daños al medio ambiente y a la salud ocasionados por sus empresas. La Agencia estadounidense de Protección Ambiental acaba de demandar a una de las compañías de Renco por la presunta contaminación con PCB de los alrededores del Great Salt Lake, en Utah, donde opera una planta de magnesio.
El accionista mayoritario de Renco es el enigmático multimillonario Ira Leon Rennert quien, según la prensa estadounidense, posee una mansión en Long Island, Nueva York, que dobla en tamaño a la Casa Blanca, con 29 habitaciones y 40 baños. Una de sus empresas, AM General Corp., es una de las grandes proveedoras de vehículos militares del Pentágono, incluido el famoso Humvee.
La historia de Doe Run en el pequeño pueblo de Herculaneum, Missouri, donde la compañía tiene una fundición de plomo, no es menos controvertida. Cuando en 2001 los valores de plomo en la sangre de los niños comenzaron a subir, el gobierno ordenó a Doe Run reducir las emisiones de su chimenea y renovar la tierra de los jardines de las casas aledañas a su planta, entre otras medidas de protección de la población.
Así, en los últimos dos años la compañía ha cumplido con los estándares nacionales de calidad de aire. Un panorama bien diferente al de Perú, donde la fundición de La Oroya arroja a la atmósfera alrededor de dos toneladas de plomo por día, de acuerdo con documentos de la empresa. Esto es menos plomo que lo que respiraban los oroyinos cuando la planta estaba en manos del gobierno peruano, pero es una cifra 29 veces mayor que la emisión de plomo en la planta de Missouri.
Los oroyinos, entre ellos Paulina Ccanto y su familia, recibieron a Doe Run con los brazos abiertos. En sus primeros años de operación, la compañía plantó árboles, organizó concursos de pintura en las escuelas y abrió un comedor para los niños de las familias más pobres.
Rápidamente los colores corporativos de Doe Run, blanco y verde, comenzaron a cubrir los edificios de las escuelas públicas, el sindicato metalúrgico y la estación de policía, regalo de la empresa.
Las condiciones de trabajo dentro de la planta mejoraron y la compañía puso en marcha algunos proyectos ambientales, como la construcción de un depósito para almacenar trióxido de arsénico, sustancia altamente tóxica. Sin embargo, en 2003 una auditoría internacional realizada a pedido del gobierno peruano mostró que la calidad del aire se había deteriorado en La Oroya entre 1995 y 2002, mientras que la producción de plomo se había incrementado.
Este fue el inicio de una serie de tira y aflojes entre el gobierno y la compañía que culminó el año pasado cuando Doe Run amenazó con retirarse de Perú si no se le ampliaba el plazo para completar el plan de mitigación ambiental que se vence en enero de 2007.
Los ejecutivos de la minera argumentan que la competencia de China y los malos precios del plomo hasta el 2004 -hoy en alza- los dejaron sin recursos para concluir el proyecto más importante desde el punto de vista del medio ambiente: la construcción de una planta de ácido sulfúrico, valuada en US$100 millones, que disminuiría considerablemente la emisión de gases y metales a la atmósfera. La planta captaría el dióxido de azufre -gas altamente irritante y responsable primario de la llamada lluvia ácida que debilita el suelo y las plantas – y a través de un proceso químico lo transformaría en ácido sulfúrico, un producto comercializable.
El rumor de que Doe Run podía irse de La Oroya se propagó rápidamente entre los obreros de la planta y los pobladores, y causó pánico.
En un acto inédito en la historia sindical del país, la unión metalúrgica se alineó con la empresa «en defensa de la fuente de trabajo». A principios de diciembre pasado estalló una huelga que incluyó cortes de rutas y cobró la vida de dos ancianos, quienes junto a cientos de pasajeros de autos, buses y camiones quedaron atrapados durante dos días en la Carretera Central, principal vía de acceso desde Lima a la región centro del país y a la selva.
La escena contrastaba dramáticamente con la realidad de otros pueblos de Perú, donde en años recientes la población impidió la expansión de la minería. En la ciudad norteña de Cajamarca, la estadounidense Newmont Co. decidió acabar con sus planes de expandir la mina de oro de Yanacocha, la más grande de Latinoamérica, luego que los pobladores cortaron rutas en septiembre de 2004 para protestar por la contaminación del agua.
En La Oroya, las penurias económicas ganaron la partida.
«Nos dijeron que la empresa se iba a ir y que iba a venir otro dueño», me cuenta Paulina, quien participó de algunas de las marchas de diciembre pasado en apoyo de Doe Run. La mujer reconoce que la contaminación que emite la fundición está lastimando a su familia, pero dice que sin la planta, La Oroya desaparecería del mapa en pocos meses.
Cuando moría 2004, el presidente Alejandro Toledo firmó el Decreto Supremo 046 que permite que Doe Run y otras mineras en apuros financieros postulen para obtener extensiones de plazos de hasta cuatro años en proyectos específicos de sus programas de mitigación ambiental.
El decreto irritó a grupos ambientalistas nacionales e internacionales, a la Iglesia católica y al gobierno regional de Junín, al que pertenece La Oroya. También se cobró el puesto de la ex directora general de Minería, María Chappuis, quien se oponía a que se otorgara tiempo adicional a Doe Run. «Creo en una minería sustentable, no en una minería a cualquier precio», dice Chappuis sentada en la galería de su casa de Lima. Hace un silencio y sigue: «Me da pena la gente de La Oroya. Ellos no han conocido otra cosa; creen que todas las fundiciones trabajan como Doe Run».
Luego de varios días de conversar y de recibirme en su casa, Paulina se ha tornado esquiva. La noto asustada. Sus niños que antes corrían a darme la bienvenida, ahora me sonríen, pero siguen de largo. Finalmente una de las niñas me dice, apurada, que «las señoritas de la Doe Run» han llamado a su mamá y le han hecho preguntas sobre sus conversaciones conmigo. La angustia de Paulina está sobradamente justificada. Si bien su esposo no es obrero de la planta, tres de sus cuatro niños almuerzan cada día en el comedor de la empresa.
En la última Navidad, los pequeños recibieron robots electrónicos y muñecas Barbie, regalos de Doe Run Perú. Y dos veces por semana madre e hijos se bañan en las duchas que la compañía provee a algunas familias necesitadas.
Las «señoritas» son trabajadoras sociales de Doe Run y me aseguran que no han querido intimidar a Paulina, sino prevenirla contra «periodistas sensacionalistas».
Algunas horas más tarde vuelvo a golpear la puerta de la casa de Paulina. Esta vez la mujer me deja entrar y me cuenta que las trabajadoras sociales de Doe Run la han visitado y le han dicho que «está bien» hablar conmigo. «Yo estoy muy agradecida de la empresa por la ayuda que me da», se apura a aclarar, nerviosa.
Por unos segundos las dos nos miramos en silencio. Le pregunto por el análisis de sangre de Mishell. Me dice que aún no sabe nada. «Ya se están tardando mucho en entregar los resultados», suelta Paulina con no poca angustia mientras carga a Steven en su espalda. Mishell es una de los 788 niños de La Oroya Antigua que participaron de un estudio de plomo realizado en conjunto por el Ministerio de Salud y Doe Run a finales de 2004.
Luego de varios meses de espera de los resultados, los rumores han empezado a circular entre los vecinos. El comentario, por lo bajo, es que los valores de plomo han salido altos. Que nada ha cambiado demasiado para los niños de La Oroya a pesar de los esfuerzos de la empresa por promover campañas de higiene en la ciudad. Paulina no se hace eco de los rumores. Ella prefiere hacer en lugar de especular. Entonces compra pollo cada vez que puede para que la sopa de Mishell sea más nutritiva, y manda a la niña cada mañana al lavado de manos comunitario que organiza Doe Run en los barrios para prevenir la ingestión de plomo en los chicos.
Las encargadas de llevar adelante estas campañas de higiene son las llamadas «delegadas ambientales», un grupo de unas setenta amas de casa voluntarias que, según los más críticos, además de barrer calles y lavar manos diseminan el mensaje de la compañía entre los vecinos. Son, dicen, una máquina efectiva de control social.
La recepción que me dan las delegadas no es precisamente cálida. Una de ellas se acerca y me interroga en la calle acerca de los motivos de mi visita. En concreto, me pregunta por qué estoy conversando tanto con Paulina y sus niños.
«¿Cómo cree que nos sentimos cuando nos dicen que nuestros hijos son mongólicos? Muchos niños de aquí van a la universidad», me dice gritando otra delegada, Elizabeth Canales, cuando me presento. La mujer se refiere a programas periodísticos de televisión en los que se ha discutido sobre el posible impacto del plomo en el desarrollo intelectual de los niños de La Oroya.
A los pocos minutos estoy rodeada por siete mujeres que apoyadas en sus escobas se interrumpen entre sí y me dicen que sí, que contaminación hay, pero que antes era peor y que «después de todo Doe Run da alimentos y ropa para los niños, algo que jamás pasó cuando el gobierno manejaba la planta».
«Limpien, señoras, limpien. Muévanse como si estuvieran bailando», escucho que Canales les grita a las otras delegadas mientras me alejo de la Calle 2 de Mayo. Las señoras hacen bien en limpiar, aunque los expertos dudan que sirva de mucho si la fuente de contaminación no disminuye.
Un estudio reciente de la ONG Occupational Knowledge de California y de la fundación Labor de Lima mostró que 88% de las muestras de suelo tomadas en casas, escuelas y comercios de La Oroya tenían valores altos de plomo.
Un tercio de las familias de La Oroya vive en casas de una sola habitación, sin baño ni agua corriente. Por eso la vida se extiende a la acera, donde las mujeres cocinan, lavan y bañan a sus hijos pequeños en fuentones de plástico. Pero «cuando vienen los humos», me cuentan, las madres hacen entrar a los chicos en las casas, apuradas, y cierran tras de ellos puertas y ventanas.
«Es en vano vivir acá», me dice Carmen Cóndor, una mamá soltera que pasó varias noches en vela cuando en 2003 los médicos le dijeron que su hijo, Brayam Rosas, tenía niveles altos de plomo en el organismo, «la verdad es que estamos todos contaminados».
Aunque no se conocen, Carmen y Paulina comparten la misma angustia: sus niños no crecen, una característica común entre los chicos intoxicados con plomo. Brayam, de siete años, mide 12 centímetros menos de lo que debería de acuerdo con su edad y su peso. «Estoy chato», me dice el niño apoyando la palma sobre su cabeza y sonriendo con inocencia. «A veces no como mucho», cuenta Brayam. Carmen asiente con la cabeza. «Yo tengo miedo de que se quede chiquitito, de que ya no crezca», me dice la mujer apretando una mano contra la otra.
Algunos dirigentes políticos, en cambio, no encuentran mayores razones para angustiarse. «Probablemente haya algún niño enfermo por plomo, pero no conozco a ningún niño hospitalizado por esa causa», dice impasible Clemente Quincho, intendente de La Oroya, quien lideró la huelga de diciembre para presionar al gobierno peruano en favor de Doe Run. Sentado en su oficina de gobierno, rodeado de diplomas de mérito y de un trofeo que ganó en un torneo de fútbol organizado por Doe Run, Quincho desmiente a quienes dicen que la compañía manipula al municipio. «Yo rechacé viajes que me ofrecieron las ONG [ambientalistas] y el viaje a Missouri que me ofreció la empresa», aclara. Después se acomoda en su silla y me cuenta que sus tres hijos se criaron en La Oroya y que, no obstante, «son muy inteligentes».
Otros padres, sin embargo, quisieran hacer las valijas y llevarse a sus niños de aquí para siempre. Lucy Echeverría es una de ellas ya que su hija de ocho años, Diana, tiene asma. Para chicos con problemas respiratorios, a la amenaza del plomo se suma la del dióxido de azufre.
«Hay momentos en que largan demasiado gas. Se pone todo como neblina y la vista quema. Yo no puedo respirar. Mi hija me dice que acá es feo y que mejor nos vayamos a otro lado», dice Lucy, quien en las vacaciones manda a Diana a casa de unos parientes en Huanoco para que la niña descanse de los humos.
La chimenea de la fundición despide más de 800 toneladas diarias de dióxido de azufre, sobrepasando cinco veces los límites máximos permisibles que establecen las leyes peruanas. Estas son las emisiones que se reducirían con la construcción de la planta de ácido sulfúrico que Doe Run quiere postergar hasta 2011.
Lejos de los humos de La Oroya, sentado en una oficina vidriada en el coqueto barrio limeño de San Isidro, Bruce Neil, presidente de Doe Run Perú, asegura que la compañía aplica en Sudamérica los mismos estándares ambientales que en Estados Unidos. Dice que las emisiones se han reducido más de un tercio y que seguirán mejorando.
«Tenemos una planta que tiene 83 años y que nosotros hemos manejado por 7,5 años y se la presenta como si fuera una empresa estadounidense. Esa categorización no es correcta, no es justa», agrega Neil. Sentado a su lado, silencioso, está su mano derecha, José Mogrovejo, quien fue director de Asuntos Ambientales del Ministerio de Energía y Minas de Perú, ente de fiscalización de Doe Run, antes de aceptar el puesto de vicepresidente de Asuntos Ambientales de Doe Run Perú.
«Soy padre y soy abuelo», me dice Neil en un inglés pausado, «el hecho de que haya niños con altos niveles de plomo es absolutamente inaceptable. Tenemos que bajar ese número a cero». Luego me cuenta la otra parte de la historia: «El metal mejora nuestras vidas. Este edificio está hecho de minerales y de metales, y los autos y tu grabador también. No podemos vivir sin metales».
A sus seis años, Mishell Barzola no entiende de intereses corporativos, de derechos ambientales o de protesta social. Juega distraída con la muñeca Barbie que le regaló Doe Run para Navidad. «Es una novia, con velo y con música», me cuenta Mishell arreglándole el pelo rubio y brillante. «Cuidamos estos juguetes porque son los únicos que tenemos», dice con gran seriedad. En mis últimos días en La Oroya noto que Paulina está cada vez más ansiosa por los resultados del análisis de sangre de Mishell. Casi a diario va al consultorio médico que comparten la empresa y el gobierno a preguntar si hay novedades. Y cada día vuelve con la misma respuesta: «más adelante». Paulina me dice que quiere aprender más sobre el plomo para cuidar mejor a sus hijos, y que las trabajadoras sociales de Doe Run les han prometido a ella y a otras madres que, más adelante, habrá una charla.
La mujer tiene esperanzas de que la empresa cumpla sus promesas y limpie el aire de La Oroya. «Mientras tanto, me dicen que lo principal es la higiene y la alimentación. La limpieza la cuido mucho. Baño a los niños, les lavo las manos. Cuando viene el gas encierro a los niños acá. Ellos ya están acostumbrados. Cierro la puerta y las ventanas hasta que paren los humos».
A fines de marzo, finalmente, Doe Run y el Ministerio de Salud de Perú han dado a conocer los resultados del estudio de plomo. Todos menos uno de los 788 niños menores de siete años evaluados tienen tres veces más plomo, en promedio, que el máximo de 10 microgramos por decilitro de sangre permitido por la OMS. Casi la mitad de los pequeños ya presenta deficiencias psicomotoras. Cinco niños tienen tanto plomo que, de acuerdo con los estándares de Estados Unidos, corren riesgo de muerte. Pienso en Paulina. La imagino lavando la ropa de su familia en una pileta comunitaria en la vereda, tal como la encontraba cada mañana, o limpiando, empecinada, el polvo tóxico que se asentaba en sus muebles y en los linteles de las ventanas y que volvía a aparecer siempre, algunas horas más tarde, en los mismos lugares.
Sus esfuerzos no han podido frenar el avance del plomo en los riñones, pulmones, cerebro e hígado de Mishell. La pequeña tiene 42 microgramos de plomo por decilitro de sangre, cuatro veces más que el estándar de salud. Su herm ano Steven, de dos años, roza los 50 microgramos.
Doe Run y el Ministerio de Salud se han apurado a diseñar un plan de contingencia para atender a los niños más afectados por la contaminación. Un grupo de chicos irá a la escuela en un pueblo cercano a La Oroya para evitar, al menos durante el día, la exposición a las emisiones tóxicas. A los otros niños se les está haciendo seguimiento médico y nutricional. Pero es incierto lo que sucederá con los miles de chicos que viven en La Oroya y que no participaron del estudio de sangre. En abril una jueza ordenó al Ministerio de Salud tomar medidas urgentes para proteger a todos los habitantes de La Oroya, pero los funcionarios peruanos han apelado la resolución.
En mi mente trazo paralelos con la ciudad de Herculaneum, Missouri, donde ya no se ven niños jugando en las cercanías de la fundición porque Doe Run, bajo la mirada estricta del gobierno local, los está trasladando a todos a pueblos aledaños, donde podrán crecer sin plomo. Pero La Oroya está en Perú, y en Latinoamérica, las dialécticas suelen ser tramposas: trabajo o salud, supervivencia económica o medio ambiente. Paulina Canto y sus niños lo saben bien.
Artículo ganador del premio Reuters-UICN al Periodismo Ambiental 2006, escrito por la periodista argentina Marina Walker