Fue la revista Forbes, revista de millonarios, la que dio luz a los datos bajo la firma de Francesca Levy. El horror comienza por ellos, por los miembros de la oligarquía o burguesía financiera de Estados Unidos. En Atlanta, Georgia, no faltan los atractivos de ese estado del sur norteamericano, que mantiene en gran medida […]
Fue la revista Forbes, revista de millonarios, la que dio luz a los datos bajo la firma de Francesca Levy. El horror comienza por ellos, por los miembros de la oligarquía o burguesía financiera de Estados Unidos. En Atlanta, Georgia, no faltan los atractivos de ese estado del sur norteamericano, que mantiene en gran medida el odio hacia los negros, y no faltan tampoco las 21 mil toneladas de desecho vertidas cada día al medio ambiente, en medio de las aterradoras noticias científicas sobre el futuro de la Tierra.
Forbes alega que, a pesar de sus múltiples encantos, la combinación de contaminación del aire y la tierra y las sustancias químicas en suspensión ha convertido a Atlanta en la ciudad más tóxica del país. Un primer lugar que nadie puede envidiar. Agrega la publicación: «El perfil de los edificios recortados contra el cielo ennegrecido por humeantes chimeneas no es la única forma de conocer el grado de limpieza, o suciedad de una urbe. La mayoría de las grandes ciudades presenta un gran número de riesgos menos visibles.
«Los agentes contaminantes pueden filtrarse en el suelo, por ejemplo, debido a químicos vertidos tiempo atrás o a la existencia de desvencijadas siderurgias. Las fugas invisibles de los complejos industriales vierten sustancias perjudiciales al aire».
También alega la revista, para justificar la barbarie que se comete, que «el funcionamiento normal de la economía de un país requiere que haya fábricas expulsando toxinas continuamente, que acabarán llegando al suministro de agua». Eso es falso. Se pueden tomar muchas medidas para evitar que la catástrofe ocurra, pero afectarían las ganancias de las grandes empresas, si en Washington legislan sobre ello. Y no es solo Atlanta, también están muy cerca Detroit, Houston, Chicago, Filadelfia, Cleveland, Los Ángeles y Nueva York.
Una buena parte de esa contaminación no va a la tierra, sino al aire. Son los gases de efecto invernadero con sus terribles consecuencias.
El pasado 12 de noviembre, hace bien poco, el profesor argentino Vicente Barros advirtió que el cambio climático amenaza a 100 millones de personas que viven en territorios insulares y zonas costeras bajas.
Tal resulta la cifra calculada de los que sufrirán las consecuencias del aumento del nivel de los océanos a causa del derretimiento de los hielos polares, y será en este mismo siglo.
El profesor Barros formó parte del panel intergubernamental de científicos que estudió el problema por mandato de la ONU y alertó que la elevación de las aguas ya se observa en zonas bajas de Guyana y Tailandia, en América y Asia, respectivamente, y el aumento devendrá más rápido en los próximos años por el calentamiento global más acelerado.
Barros se refirió a los 100 millones que radican cerca de las costas más bajas, pero la contaminación ambiental va a afectar la vida de muchos millones más, a toda la Tierra, debido a los cambios del régimen climático. En unos sitios aumentarán las lluvias, en otros se intensificarán las sequías, los desiertos están devorando lentamente las tierras de cultivo y el agua potable escasea cada vez más.
Sin embargo, Estados Unidos, el país con mayor culpa de lo que sucede al planeta, no quiere de ninguna forma tomar las medidas necesarias para bajar el lanzamiento de gases de efecto invernadero, lo que podría ser factible de aprobar leyes más rígidas en defensa del entorno. No ha querido ceder ni un ápice a las demandas del resto del orbe para dar vida a un convenio racional y efectivo en la próxima reunión de Copenhague, en diciembre.
Nada hará al respecto que menoscabe un centavo de ganancias de sus grandes empresas. EE.UU., con ayuda de otros países ricos y grandes consumidores de energía, están llevando el planeta al abismo.