Como señala Klein, con la excusa del virus «se nos está vendiendo la dudosa promesa de que estas tecnologías son la única forma posible de proteger nuestras vidas».
El estado de alarma y consiguiente imposición de la distancia social ha multiplicado el uso de la actividad informática, los flujos en las redes, las videollamadas a familiares y amigos, las consultas telefónicas con nuestro médico, la enseñanza on line, el comercio digital… Todo ello explicable, y positivo, ante la imposibilidad de contacto personal y la necesaria evitación de espacios potencialmente contagiosos: centros de trabajo, escuelas, institutos, universidades, centros médicos, comercios, restaurantes… El aislamiento social nos ha obligado a vivir, en gran medida, «en modo telemático». Pero ¿debería esto seguir siendo así una vez que superemos la pandemia?
Muchas declaraciones, no solo de políticos, y variados informes apuntan en esa dirección. «La educación telemática ha venido para quedarse», ha manifestado el consejero andaluz de Educación, agregando que es necesario dotar a los centros de enseñanza de más recursos tecnológicos. Por su parte, el Banco de España ha publicado un informe que señala que el teletrabajo, que venían utilizando aproximadamente un 8% de los asalariados, tiene hoy «un amplio margen de mejora y ya es una opción real para seis millones de españoles». Trabajar en casa, se afirma, tiene la ventaja de un horario flexible, de facilitar la conciliación familiar y de ahorrar tiempo y contaminación porque evita tener que desplazarse al centro de trabajo. (No se dice, en cambio, que también ahorra gastos a las empresas en instalaciones, impide que los trabajadores se relacionen entre sí y puedan «crear problemas», y convierte el sueldo por tiempo de trabajo en una remuneración por tareas realizadas, con la potencial presión para que los empleados se conviertan en falsos autónomos).
Se predica, desde púlpitos muy diversos, las excelencias no solo del teletrabajo sino también de la teleenseñanza, de la telesalud, de la telecompra, de las telereuniones… hasta del telesexo. Ante esto, deberíamos seriamente plantearnos si es deseable o no una sociedad en la que se imponga el «todo telemático». También deberíamos preguntarnos qué hay detrás de la utilización de la pandemia como trampolín hacia una sociedad donde lo central y generalizado sea lo telemático, quedando lo presencial, las relaciones humanas, restringido a solo una parte del ámbito privado y a las tareas que, al menos por ahora, no puedan robotizarse o realizarse a distancia. Deberíamos preguntarnos si es posible una verdadera educación integral sin el contacto directo, presencial y continuo entre docentes y discentes. Si puede haber tratamientos adecuados sin un contacto directo y empático entre profesionales de la salud y pacientes. Si es más adecuado comprarnos unos zapatos por internet que elegir en una tienda el modelo que mejor se adapte a nuestros pies. O si es más gratificante pedir la cena y que un motorista -o un vehículo sin conductor, en el futuro- nos la lleve a casa, envasada, que ir a un restaurante con nuestra pareja o nuestros amigos.
Como señala la canadiense Naomi Klein, con la excusa del coronavirus «se nos está vendiendo la dudosa promesa de que estas tecnologías son la única forma posible de proteger nuestras vidas». Y ello no sólo en una situación excepcional, como la actual, sino ya para siempre por el peligro de otras pandemias, cuando el coronavirus sea controlado, y de calamidades varias producidas por el cambio climático. ¿Pero es el «todo telemático», incluido el control digital de las personas a través de los móviles y de la televigilancia de los espacios públicos, el camino adecuado para de verdad protegernos?
Si la conectividad digital y la robótica pasaran de ser un complemento de las relaciones y la comunicación entre humanos a convertirse en ejes centrales de todas las actividades; si se impusiera el «todo telemático», sobrarían maestros, profesores, médicos, empleados de servicios, funcionarios públicos, pequeños comerciantes, cuidadores… El desempleo sería masivo. Y se deshumanizaría terriblemente nuestra forma de vida y nuestra cultura. A la vez, los gigantes tecnológicos: Amazon, Google, Microsoft, Oracle o la Alibaba china multiplicarían su poder. Para ellos serían los beneficios de las grandes inversiones públicas necesarias para que la conectividad digital avanzara en eficiencia y generalización -inversiones que no podrían ir a mejorar la vida de la gente y a combatir el cambio climático-, y ellos controlarían todos los datos de todas las personas, con la excusa de la «seguridad». Las libertades y derechos sobre los que se fundamenta la democracia se verían muy gravemente afectados. ¿Será esta la «nueva normalidad» a la que quieren llevarnos, sea por interés egoísta o por pensar, de forma ilusoria, que en la tecnología están las soluciones para todos los problemas?
Isidoro Moreno es catedrático emérito de Antropología