Érase una vez, hace muchísimo tiempo, cuando los animales y los hombres se hablaban… El inicio de este relato africano, del pueblo bansoa, rememora una época y un quehacer hoy extinguidos. Incomunicado, enloquecido, solo, el ser humano tiene miedo hasta de abrir la boca. «No hay mal que por bien no venga», repite el Progreso. […]
Érase una vez, hace muchísimo tiempo, cuando los animales y los hombres se hablaban… El inicio de este relato africano, del pueblo bansoa, rememora una época y un quehacer hoy extinguidos. Incomunicado, enloquecido, solo, el ser humano tiene miedo hasta de abrir la boca. «No hay mal que por bien no venga», repite el Progreso. La industria textil trabaja ya en el diseño de las atractivas y modernas mascarillas que pronto adornarán nuestras caras. Cubrebocas para todos los gustos y sustos. La última moda, el producto estrella, el símbolo de la nueva era.
Las vacas, los pollos y, ahora, los cerdos. No hay duda. Estamos ante un complot animal, la conjura de las bestias. «Toda la humanidad está en peligro», anuncia la Organización Mundial de la Salud. Y el mal hunde al animal. «No pasa nada», repite el Progreso. «Los animales del futuro, los anibienes, serán transgénicos o no serán». Cuestión de supervivencia.
Recuerdo el más maravilloso y asombroso experimento de mutación animal del que he sido testigo, un milagro de la naturaleza. Hasta hace muy poco, mi padre criaba todos los años un par de cerdos. «Voy donde los primos», decía, como si fueran parte de nuestra familia. Y paseaba con ellos, les rascaba la espalda, les contaba historias… Una vez, el frutero del pueblo nos regaló un montón de cajas de melocotones, estaban golpeados y no podía venderlos en su tienda. Mi padre, un pionero, incluyó las frutas en el menú diario de sus cerdos. Nunca se vieron, se comieron, lomos y chorizos iguales, con un regusto dulce, amelocotonado. «Una locura, una aberración», denuncia el Progreso. Los cerdos callan. Y estornudan.