Déjenme advertirles: no es apto para menores ni para personas sensibles ni para ciudadanos/as que no hayan perdido la memoria y que sigan conservando su sentido común ilustrado. Anselmo ÁLVAREZ OSB, el abad del Valle de los Caídos, publicó en ABC, el pasado lunes 14 de septiembre, un artículo titulado: «El valle de la cruz». […]
Déjenme advertirles: no es apto para menores ni para personas sensibles ni para ciudadanos/as que no hayan perdido la memoria y que sigan conservando su sentido común ilustrado.
Anselmo ÁLVAREZ OSB, el abad del Valle de los Caídos, publicó en ABC, el pasado lunes 14 de septiembre, un artículo titulado: «El valle de la cruz». Recordaba el señor Abad que ese día, «solemnidad de la Exaltación de la Santa Cruz», los monjes benedictinos celebraban en el Valle de los Caídos (¡qué fealdad tan abyecta!) la fiesta patronal, a la vez que clausuraban nada más y nada menos que «el cincuentenario de la fundación del monumento».
Álvarez Osb reconoce que incluso hasta las alturas del Valle de Cuelgamuros han estado llegando noticias de todos los acontecimientos vividos en estos años -se presupone, estos cincuenta años- por nuestra nación, «así como los juicios vertidos, en sentidos tan contrapuestos, sobre la significación de este lugar». Ni que decir tiene que entre esas noticias llegadas al Valle han tenido que llegar ecos de los asesinatos de Julián Grimau, Puig Antich, los últimos antifranquistas fusilados o los obreros asesinados en Vitoria en 1976. Ni que decir tiene también que, sobre todo ello, el silencio del Valle ha sido estremecedor.
Señala el señor Abad que es impresión general entre los visitantes del Valle «la fuerte sensación de paz y sosiego que se experimenta en este rincón del Guadarrama». El silencio, la naturaleza y la espiritualidad ambientales se consideran por todos, sin excepción desde luego, una de sus riquezas más apreciadas. Por ello, entrando directamente en materia, «si alguna vez llegara la hora de tener que lamentar decisiones irreparables, una de las más sensibles sería la liquidación de este entorno de cultura y humanismo espirituales (sic)». ¿Por qué? Porque en este idílico marco «los acontecimientos se perciben bajo otra dimensión, no urgida por apremios o intimidaciones», sino, claro está, desde la serenidad y, ustedes entenderán mejor que yo la perspectiva apuntada, desde la percepción directa, sin las usuales y humanas mediaciones de la realidad.
Se ha preguntado en ocasiones, pregunta el señor Abad, qué principios, qué finalidades subyacen a la génesis del Valle. Sin duda, sin ningún género de duda, algo mucho «más noble que cuanto se ha afirmado tantas veces». El Valle de Los Caídos no es en absoluto, afirma enérgico el Abad benedictino, el monumento a una victoria militar fascista, aunque -nos recuerda o acaso advierte el señor Abad- la derrota republicana esté en su origen. No, no es eso lo esencial, «sino la memoria de la convulsión sufrida en la convivencia nacional».
La memoria de una convulsión en la convivencia: ésta es la cuestión. ¿Y qué es entonces el Valle? ¿Qué simbolismo persigue? El de un memorial, el de un «memorial a las víctimas que, hermanos de patria y estirpe, debían reposar bajo las mismas bóvedas y recibir los mismos sufragios». ¿Por qué? Porque «la voluntad de reconciliación se impuso sobre cualquier otra consideración» (sic). Todos -¡todos!- los documentos fundacionales del Valle reiteran un propósito. ¿Qué propósito? Un propósito que -el señor Abad cita aquí un Decreto-Ley de 23 agosto 1957, en tiempos en que las cárceles españolas rebosaban de presos políticos y la tortura era norma usual de actuación de la BPS- estuvo «guiado por el más elevado sentido de unidad y hermandad entre los españoles, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la cruz».
¡Unidad y hermandad bajo los brazos pacificadores de la cruz! Desde luego, el señor Abad no cree necesario recordar que según el decreto fundacional del Valle de 1 de abril de 1940, el monumento y la basílica se construyeron para «perpetuar la memoria de los caídos de nuestra gloriosa Cruzada […] La dimensión de nuestra Cruzada, los heroicos sacrificios que la Victoria encierra y la trascendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya, no pueden quedar perpetuados por los sencillos monumentos con los que suelen conmemorarse en villas y ciudades los hechos salientes de nuestra historia y los episodios gloriosos de sus hijos» (por lo demás, como es sabido, «cruzada» es un término prestado por el nacional-catolicismo español para hacer cubrir de ropajes religiosos el zafio golpe militar fascista español, arropado por el nazismo alemán y el fascismo italiano, transformado en guerra civil por la heroica y casi inconcebible resistencia republicana).
¿Y cómo se arbitró esa finalidad reconciliadora? Pues, señala el señor Abad, en los únicos términos en que, «entonces y en cualquier momento», resultaba viable. ¿Desde qué perspectiva? Desde la que nos permite situarnos por encima de ideas e intereses excluyentes, «interponiendo los símbolos primarios de la concordia entre quienes ya no están en trincheras opuestas, sino en presencia del mismo Juez y Padre». ¡La Iglesia católica española situada por encima de ideas e intereses excluyentes, como si no hubiera tomado partido decidido por el golpe, la dictadura y la persecución!
Por ello, prosigue el señor Abad del Valle caído, la pacificación a la que el Valle convocaba y sigue convocando no es tanto -aunque también se sobreentiende- «la de un general victorioso (sic), como la que señala en la Cruz el lugar donde se rubricó la armonía de los hombres con Dios y entre sí». Ni que decir tiene que «general victorioso» remite al general fascista Francisco Franco cuya generosidad e intentos de reconciliación y pacificación son de todos conocidos. Toda la simbología del Valle, prosigue el Abad, concretada en una Cruz, una Basílica y un altar, una necrópolis común, una liturgia única en sufragio por todos los caídos, de los cuales más de 35.000, republicanos y nacionales, descansan en la Basílica, apuntan en la misma dirección, en esa dirección pacificadora.
El señor Abad no cree oportuno recordar en su artículo que muchos cuerpos de republicanos fallecidos fueron trasladados al Valle para su inauguración sin el consentimiento de sus familiares ni tiene a bien recordar las condiciones de explotación, injusticia inconcebible y forzada obligación en las que presos republicanos participación en la construcción del Valle de los caídos (vuelvan a reparar en el término y piensan en las lápidas fascistas, todavía presentes, de las Iglesias españolas).
De ahí la inferencia del señor Abad, su abierto revisionismo histórico: el lugar no parece -¿parece?- pensado para apologías ni nostalgias. No, en absoluto. Todas sus piedras, todas ellas apunta el Abad, «hablan únicamente de la Cruz redentora y de Dios, Juez de vivos y muertos». Es a Él a quien oran los monjes cada día, en cumplimiento de uno de los fines de la Fundación.
Y más allá del cumplimiento de ese fin fundacional, ¿para qué esas oraciones? «Para que el sacrificio de esos caídos, unido al de Cristo, sirva para borrar las culpas de unos y otros». Oran los monjes benedictinos por y con España entera para que la hostilidad de entonces -así en general- se trueque en ansias de paz -así en general también.
No queda aquí la cosa.
Los monjes benedictinos dicen celebrar anualmente un gran funeral por todos los caídos. Es, señalan, la culminación de esos sufragios diarios. El gran funeral, destaca el señor Abad, es un acto religioso, sin significado político y, desde luego, abierto a todos. ¿De qué funeral se trata? Reparen en las fechas y deducirán fácilmente.
Propone el señor Abad que el verdadero sentido de ese gran funeral anual sigue siendo ese, con una ligerísima variación de fechas «que contribuya a preservar esa significación». De este modo, a partir de este año, a partir de 2009, la fecha de dicho «gran funeral», que hasta ahora se celebraba todos los años el 20 de noviembre (ese era el día del gran funeral pacificador) se trasladará al 3 de noviembre, a las 11 horas. Eso sí, matiza el señor Abad, «la memoria litúrgica correspondiente a los aniversarios coincidentes de Francisco Franco y de José Antonio tendrá lugar durante la misa conventual» del 20 noviembre, también a las 11 de la mañana.
¿No están emocionados? ¿No se les caen las lágrimas? ¿No les parece casi imposible el humanismo espiritual de tanta y tanta generosidad? ¿No nos quedamos cortos con el término «humanismo» para designar la pulsión moral de la propuesta? No es sólo eso. Hay más.
El Valle para el señor Abad encierra un significado permanente -¡permanente!- «como emblema de las grandezas y contrastes, de las aventuras y desventuras de nosotros mismos». Por todo ello, este trozo de historia común debe ser preservado para las generaciones futuras. Es el gran legado de nuestra época. Como cualquier otro, ni más ni menos que como cualquier otro acontecimiento «de los que han dejado entre nosotros huellas profundas, inseparables de nuestra historia colectiva».
Para el señor Abad benedictino el número de sus visitantes -impresionante desde luego- y su testimonio mayoritario, desde luego también, ha corroborado que el Valle constituye ya -sin mayor precisión en este «ya»- una posesión pacífica de los españoles, un lugar al que se viene sin ningún tipo de complejos (¿la Iglesia católica acomplejada?) y «al que muchos vuelven atraídos, según confesión propia, por la magia de este paraje natural y religioso». Un lugar que no sólo es, sino que ha sido una ciudad viva, habitada por monjes, por empleados y sus familias, así como de los turistas y huéspedes.
Ante esta realidad viva, nos recuerda el señor Abad, han sido, muchas también desde luego, las voces de los españoles que «apremiaron a que no se profanara ni se levantara la mano» contra símbolos que son sagrados, que son cristianos y son universales, símbolos que son venerados en España por casi todos y que son, además, respetados mucho más allá de nuestras fronteras por la generalidad de los hombres.
No son signos cualesquiera: son nada más y nada menos «signos axiomáticos (sic) para cualquier europeo» (¿les suena?), aun cuando no todos puedan compartir su significado. En ellos, en esos símbolos indiscutibles como todo axioma que se precie, está la imagen representativa del Valle. Símbolos que se levantaron contra la legalidad republicana, símbolos que se aliaron con el fascismo español y europeo, símbolos que sirvieron para arrodillar a millones y millones de ciudadanos durante décadas, símbolos que sirvieron para arropar bajo palio las entradas eclesiásticas de un dictador golpista-fascista, símbolos que acompañaron el asesinato de miles y miles de ciudadanos, esos símbolos se quieren presentar ahora como signos de paz y conciliación. De hecho, señala el señor Abad, siempre tuvieron ese significado, incluso cuando acompañaban a asesinatos y masacres.
El señor Abad señala finalmente que «en el valle las espadas están en actitud de reposo, sirven sólo para custodiar la paz de los que descansan en el interior del templo». ¿Son capaces ustedes de concebir mayor cinismo? ¿Estas voces son los representantes actuales de la Iglesia católica, apostólica y romana española? ¿De dónde han salido, de qué cuevas han surgido? ¿En qué cuevas viven? ¿En qué cuevas quieren que permanezcamos? ¿Esta es su filosofía de reconciliación nacional?