Fue en la posguerra, al compás de la significación creciente que adquiría la problemática ambiental, cuando surgieron y se multiplicaron los estudios científicos sobre el papel de las emisiones de dióxido de carbono en la elevación de la temperatura de la Tierra y sobre sus potenciales efectos catastróficos.
Entre los años sesenta y setenta se consolidó el consenso científico sobre el llamado cambio climático que en la década siguiente se transformó en voz de alarma. Y a principios de la década siguiente la Convención Marco sobre cambio climático adoptada por los países miembros de las Naciones Unidas reconoció que “las actividades humanas han ido aumentando sustancialmente las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera… lo cual dará como resultado, en promedio, un calentamiento adicional de la superficie y la atmósfera de la Tierra y puede afectar adversamente a los ecosistemas naturales y a la humanidad” siendo que “tanto históricamente como en la actualidad la mayor parte de las emisiones… han tenido su origen en los países desarrollados” (ONU, 1992: 2). Y, pocos años después, se adoptó el primer acuerdo internacional para reducir esas emisiones, el Protocolo de Kioto, en el que los países industrializados se comprometían a reducirlas “a un nivel inferior en no menos de 5% al de 1990 en el período de compromiso comprendido entre el año 2008 y el 2012” (ONU, 1998: 4).
Casi treinta años después el panorama no podría ser más contrapuesto y amenazante. Las mediciones oficiales señalan que entre 1991 y 2021 se emitió más dióxido de carbono que en los dos siglos anteriores, siendo que esas emisiones no han dejado de crecer año tras año, a excepción de 2020 bajo la pandemia de COVID (IPCC, 2023). La misma tendencia creciente experimentaron las concentraciones de estos gases de efecto invernadero en la atmósfera. El calentamiento global ha dejado de ser una advertencia de científicos y gobiernos para convertirse en el despliegue recurrente de fenómenos meteorológicos extremos que golpean y afectan hoy la vida de poblaciones y territorios. El propio Secretario General de Naciones Unidas reconoció hace unos años que “ha llegado la era del hervor global” afirmando que “el cambio climático está aquí. Es aterrador. Y es solo el principio… la única sorpresa es la velocidad del cambio” (Guterres, 2023: 1, la traducción es nuestra). Esa es la realidad actual, el cambio climático se ha transformado en crisis, en crisis climática.
Las mediciones internacionales sobre la evolución de la temperatura media global terrestre indican la misma presentificación de esta crisis. 21 de los 22 meses transcurridos entre julio de 2023 y abril de 2024 registraron incrementos iguales o mayores a 1,5 °C, uno de los límites a no superar según los compromisos asumidos en el Acuerdo de Paris; y el año 2024, que superó ese límite, se convirtió en el más cálido desde que se tienen registros (Copernicus, 2024). La propia Organización Meteorológica Mundial reconoció que existen grandes posibilidades de superar la marca de los 1,5 °C en el quinquenio 2025 – 2029, una estimación que comparten estudiosos y movimientos populares (OMM, 2025). Pero no requerimos necesariamente de estas evidencias para dar crédito a la presencia y gravedad de esta situación, afrontamos hoy sus efectos en la vida cotidiana, en particular, con la evolución de colapsos climáticos locales recurrentes que avanzan afectando diferentes lugares a lo largo y ancho del mundo.
Es claro que las soluciones ecocapitalistas que se han implementado en las décadas pasadas han fracasado estrepitosamente. Ni la mercantilización del clima con los mercados de carbono ni el solucionismo tecnológico que reduce el cambio al uso de las energías renovables han conseguido reducir las emisiones y salir del rumbo que lleva a la catástrofe. La máquina del capitalismo fósil y los intereses de una elite que se beneficia del mismo han podido imponerse hasta ahora. Y cuando el cambio del clima se transforma en crisis, cuando esa crisis se expresa en múltiples dimensiones de la vida social con recesión y desigualdad, con autoritarismos y violencia, con la expansión de la guerra y la militarización, cuestionando al capitalismo moderno colonial, la llegada de las extremas derechas levanta las banderas del negacionismo climático.
En otras oportunidades hemos analizado las recetas del solucionismo tecnológico de mercado, de la llamada economía verde y el Green New Deal, sus vinculaciones con las racionalidades neoliberales y sus consecuencias societales (Seoane, 2025). En este caso, nos proponemos reflexionar sobre las significaciones que adopta la historia y los efectos de poder de esa narrativa que niega la crisis climática y sus orígenes sociales.
Del negacionismo climático al ecofascismo
No se trata de que las elites desconozcan el cambio climático, su dinámica y efectos presentes y futuros. El selecto grupo de empresarios, gerentes y políticos que participan del Foro Económico Mundial de Davos identificaron entre los riesgos más importantes a afrontar en la próxima década a los eventos climáticos extremos y al cambio climático de los sistema terrestres (WEF, 2025). Y el propio Donald Trump que impulsa el abandono de las negociaciones y acuerdos internacionales sobre el calentamiento global y ataca estas políticas y saberes científicos incluso en el plano nacional, no modificó el monitoreo y planificación del Departamento de Estado y el Pentágono sobre los efectos del cambio climático, así como sus amenazas de comprar o anexar Groenlandia y Canadá se inspiran en que el deshielo de esos territorios permitirá la explotación de estimados bienes naturales y abrirá la ruta marítima del Ártico al comercio internacional (Klare, 2019; Seoane, 2025).
Así, no es la ignorancia sino el interés lo que sostiene al negacionismo climático. Por una parte, se trata de rechazar toda intervención o regulación pública estatal de la economía, así tenga inspiraciones ecológicas, en consonancia con los preceptos que guían las ideas neoliberales. Para este campo de pensamiento, particularmente para sus expresiones libertarias y anarcocapitalistas como la que formuló el economista estadounidense Murray Rothbard, la problemática socioambiental, junto al feminismo, forman parte de esa agenda nominada como woke que utilizan las fuerzas de izquierda para sostener hoy su crítica al capitalismo contemporáneo y su demanda de intervención estatal. Pero, por otra parte, el rechazo a las políticas nacionales o internacionales que promuevan cierta transición ecológica, particularmente en el campo de las fuentes de energía, encuentra el inicial y más potente sustento en el complejo industrial hidrocarburífero particularmente afectado por estos cambios. Entre estas corporaciones se cuentan las grandes petroleras, las llamadas “siete hermanas” señaladas como responsables de tantos golpes de Estado y guerras que plagaron de dolor la historia de los pueblos del Sur del mundo. Son justamente estas empresas las que promovieron y financiaron redes de ONG, científicos, periodistas, medios, instituciones, coaliciones de la sociedad civil y fueron construyendo los dispositivos y los discursos del negacionismo climático.
Se trata de un proceso similar al experimentado con las tabacaleras en los Estados Unidos en la posguerra en lo que podría bautizarse como la estrategia Philips Morris. Aún a sabiendas que el consumo de cigarrillos provocaba cáncer y otras afecciones a la salud humana, cuestión que conocían desde mediados de los años cincuenta, las empresas del sector lo mantuvieron en secreto, lo negaron por todos los medios y llevaron a cabo campañas publicitarias engañosas, mintieron bajo juramento, incidieron sobre los responsables políticos y financiaron investigaciones sesgadas para crear confusión y ocultar sus responsabilidades mientras proseguían con sus negocios e incrementaban sus ganancias. Esa fue la respuesta del capital. La defensa del lucro privado en desmedro de la vida. Y es la misma que llevan adelante hoy las petroleras y el complejo hidrocarburífero frente a la crisis climática, planteando una amenaza mucho mayor sobre las poblaciones y ecosistemas, sobre la vida humana y no humana.
De este modo, frente a la creación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (conocido por sus siglas en inglés IPCC por Intergovernmental Panel on Climate Change) en 1989, la compañía Exxon Mobil promovió la creación de la Global Climate Coalition que se transformó en el mayor grupo de presión sobre política climática a nivel global, se opuso al Protocolo de Kioto y desempeñó un papel nada menor en el bloqueo de su ratificación por parte de los Estados Unidos. Integrada por las principales corporaciones petroleras, del carbón, automovilísticas, forestales, entre otras, esta poderosa coalición buscó sembrar dudas sobre las evidencias del cambio climático, financiando a políticos, periodistas y científicos que cuestionaran el consenso que estaba constituyéndose a nivel internacional sobre sus causas, su significación y sus consecuencias a pesar de que internamente las mismas eran reconocidas.
Sin embargo, con la elaboración del Protocolo de Kioto a partir de 1997, las empresas comenzaron a abandonar la coalición en un cambio de estrategia que las llevaría a presionar por incorporar los mecanismos de mercado en el tratamiento del cambio climático que ya hemos examinado. Estas opciones por el greenmarket (mercados verdes) y el greenwashing (engaño publicitario) condujeron al surgimiento de otras asociaciones como, por ejemplo, el Consejo Empresarial Mundial para el Desarrollo Sostenible o Negocios por una Política Climática y Energética Innovadora. Finalmente en 2001 la Global Climate Coalition se disolvió y comenzó otro periodo del negacionismo climático más orientado a negar sus causas sociales antropogénicas que a cuestionar la existencia de un cambio en el clima y la consecuente intensificación de los fenómenos meteorológicos, a promover lo que ha sido llamado el escepticismo climático y a articularse crecientemente con el neoconservadurismo estadounidense que estaba ya en expansión.
Finalmente, con la elección presidencial de Donald Trump en 2016, el negacionismo consolidó su vínculo con las extremas derechas y se expresó como política pública a nivel nacional e internacional de la potencia hegemónica del capitalismo occidental. Esta vinculación se expresó también en sus redes organizacionales y de think tanks como la Red Atlas creada en 1981 y la CPAC (Conferencia Política de Acción Conservadora) inaugurada en 1974 donde confluyeron tanto el financiamiento del capitalismo fósil como la promoción del negacionismo climático. Bajo la configuración de estas nuevas derechas y su orientación neofascista se desplegó así un nuevo movimiento negacionista que cuenta con estructuras de financiamiento, organización, producción intelectual, difusión y acciones colectivas.
Bajo las extremas derechas, este movimiento se caracterizó por la articulación del antiecologismo con el racismo antiimigrante; donde la inmigración, particularmente musulmana, y los movimientos socioambientales son concebidos como cuestionadores del modo de vida occidental, de su progreso y bienestar; así, desde esta mirada, expresan el intento de las poblaciones del Sur del mundo por apropiarse de la riqueza y el trabajo del Norte global. A la inmigración y el ambientalismo se los presenta así como promotores de una reprimitivización del capitalismo nortecéntrico (Malm y Zetkin Collective, 2024). En esta programática, el negacionismo climático en clave neofascista adquiere finalmente la fisonomía de un ecofascismo, de construcción de un régimen autoritario justificado también para gestionar los eventos catastróficos de la crisis climática. Se trata de la promoción de un lebensraum, de un espacio vital que proteja con murallas a un fragmento de la sociedad identificado por una ciudadanía racial del resto del mundo que se hunde en ruinas.
Esta tradición del negacionismo climático vinculada a las extremas derechas del Norte Global puede comprenderse, desde cierta perspectiva, como expresión de una de las dos corrientes del pensamiento ambiental sistémico que viene desplegándose con diferentes inflexiones desde el siglo XIX, aquella que podemos identificar bajo el nombre de neomaltusianismo y que hemos examinado detenidamente en otra oportunidad (Seoane, 2025). La otra corriente, la del solucionismo tecnológico de mercado que hemos referido anteriormente, más presente en las extremas derechas latinoamericanas, por ejemplo en el Gobierno argentino actual, sostiene un negacionismo climático que se orienta menos por el racismo y más por la promoción del libre mercado.
Pero, en sus diferentes inflexiones el movimiento negacionista promueve la naturalización de la crisis, busca transformar en natural aquello que es profundamente social, como lo demuestran hasta el cansancio todas las evidencias científicas de las que disponemos, entre ellas las mediciones del crecimiento sostenido de las emisiones de gases de efecto invernadero desde el siglo XIX, a partir de la revolución industrial y la máquina de vapor, y, de modo paralelo, el incremento de la concentración de estos gases en la atmosfera y de la temperatura media terrestre global.
Pero existe otra forma de naturalizar la crisis climática que, incluso, está tan extendida como la anterior. Nos referimos a aquella perspectiva que reduce sus causas sociales a la naturaleza humana. Desde esta mirada, son las sociedades humanas; la especie en si misma; su prioridad natural de maximizar el bienestar individual por encima de todo; el giro antropocéntrico que eleva y enaltece a los humanos mientras objetiviza y subordina a la naturaleza, las causas y los responsables de la destrucción ambiental y, en definitiva, del calentamiento global. Expresión de esta perspectiva es también la nominación de Antropoceno para identificar a una edad geológica que sucede al Holoceno y que se caracteriza por estos efectos terribles sobre la naturaleza, el ambiente y la vida. Y, sin embargo, los que acuñaron este término fecharon el comienzo de esta era en la Revolución Industrial (Crutzen y Stoermer, 2000; Crutzen, 2006). Ciertamente, construir una concepción antropocéntrica o de naturaleza humana en base los últimos dos siglos y medio respecto de una historia humana de dos mil siglos (200.000 años, desde la aparición del homo sapiens) no parece muy serio. Por el contrario, la naturalización humana del cambio climático oculta la responsabilidad que en éste tiene una forma particular de organizar la sociedad, la producción y el trabajo que se llama capitalismo. Sobre ello, se ha demostrado que la opción por la máquina de vapor en el Siglo XIX resultó una decisión del capital para debilitar las fuerzas y demandas obreras concentrando las industrias en las ciudades donde operaba un nutrido ejército de reserva, así como el desarrollo de una matriz energética basada en el uso de los hidrocarburos a principios del siglo XX tuvo un apoyo central en la fuerza ganada por el complejo petrolero y automovilístico estadounidense (Mälm, 2020; Seoane, 2025).
Asimismo, desde Marx a numerosos estudiosos han fundamentado que la escisión sociedad –naturaleza que justifica la cosificación, explotación y deterioro de esta última, se constituye por primera vez en el proceso de transición del feudalismo al capitalismo en Europa– proyectada globalmente a partir de la conquista y colonización europea del Sur del mundo- y que dicha dualización adopta una nueva y más destructiva forma bajo la neoliberalización capitalista (Marx, 2005; Latour, 2012; Quijano, 2014; Grosfoguel, 2020; Merchant, 2023; Seoane, 2025). La crisis climática no resulta así una responsabilidad de las sociedades humanas, sino específicamente del capitalismo moderno colonial; se trata, en definitiva, del Capitaloceno (Moore, 2020).
De la naturalización climática a la adaptación microsocial
Ciertamente, la progresión del cambio climático y su mutación en crisis en los últimos años con el reguero de colapsos locales que se despliegan a lo largo y ancho del mundo, evidencian el fracaso de las soluciones sistémicas planteadas hasta ahora. Pero este fracaso es ocultado en parte al promover la naturalización de la crisis. Ernst Bloch, ante otra era de catástrofes, la de entreguerras del siglo XX, afirmaba que “el interés burgués quisiera incluso incluir en su propio fracaso todo interés que se le oponga; para hacer desfallecer la nueva vida, trata de convertir en principio su propia agonía aparentemente ontológica” (1977: 3). Así mismo sucede con la naturalización de la crisis climática. Si la misma se transforma en natural, el combate de sus causas resulta relativamente inútil, solo queda prepararse para afrontarla. Y eso ha acontecido en el marco de las negociaciones y políticas climáticas a nivel global. En los últimos años lo que se llama oficialmente mitigación, las políticas orientadas a reducir los gases de efecto invernadero y potenciar la absorción de los sumideros, han ido perdiendo importancia en la atención internacional, mientras ha ido cobrando centralidad la llamada adaptación, es decir, las acciones que se adoptan para reducir la vulnerabilidad de las poblaciones y los territorios frente al impacto de la crisis climática. En esta dirección, en 2010 la aprobación del Marco de Adaptación de Cancún en el marco de la COP de Naciones Unidas resolvió la creación de un Comité de Adaptación, un programa para ayudar a los países menos industrializados a elaborar planes nacionales de adaptación y un programa de trabajo sobre pérdidas y daños asociados al cambio climático. Y, en 2015, el Acuerdo de Paris estableció, en su artículo séptimo, como uno de sus principales objetivos “aumentar la capacidad adaptativa, reducir la vulnerabilidad y mejorar la resiliencia frente a los impactos del cambio climático” (ONU, 2015: 9).
Sin embargo, el financiamiento acordado en los últimos años por el Norte en relación a este y otros rubros climáticos estuvo lejos de cumplirse. Compromisos limitados e incumplidos transforman en irrealizable el requerimiento de 387.000 millones de dólares estimado por Naciones Unidas para costear hasta 2030 la adaptación en los países llamados en desarrollo. En similar dirección, la hegemonía de las políticas neoliberales y de ajuste, incluso bajo la forma de las extremas derechas, profundiza el desmantelamiento de las regulaciones estatales y del gasto fiscal social. Consideremos que solo 55 países han presentado sus planes nacionales de adaptación (ONU, 2025). De este modo, mientras que Naciones Unidas estima que alrededor de 3600 millones de personas (casi la mitad de la población mundial) se encuentran expuestas a los peores efectos del cambio climático, los límites capitalistas para sostener una política pública consistente incluso con las estrategias de adaptación a nivel internacional y nacional y el arte de gobierno neoliberal que enfatiza la individuación de la responsabilidad promueven su desplazamiento al ámbito de lo microsocial. Así, en los últimos años hemos visto desplegarse prácticas y discursos orientados hacia estrategias individuales y/o grupales de respuesta a la amenaza de una catástrofe o a su presentificación actual.
Por una parte, esa capa de multimillonarios construida al calor de los procesos de desigualación social profundizados en los últimos años se orienta a asegurar su capacidad de huida y refugio. Ya sea en los nuevos búnkeres como el que construyó recientemente Mark Zuckerberg en Hawaii o con la colonización del planeta Marte, tal como propone el proyecto SpaceX de Elon Musk y su idea de vida multiplanetaria; o a partir de la transferencia del cerebro a supercomputadoras, tal como lo formuló el director de ingeniería de Google Ray Kurzweil. En todos los casos se trata del sueño del éxodo de los superricos frente a un mundo que se sumerge en una catástrofe creciente provocada por sus propios negocios.
Por otra parte, la naturalización de la crisis climática promueve una matriz que al tiempo que excluye a las clases dominantes y al modo de organización socioeconómica de toda responsabilidad de la crisis, pretende convertir sus manifestaciones climáticas en sucesos imprevisibles e incognoscibles que solo dejan opción a la resignación, a la alienación religiosa o a la resiliencia individual o grupal. A ello contribuye el hecho de que la relación entre el sistema social y los fenómenos meteorológicos extremos es mediada, lo que facilita que estos puedan ser interpretados más fácilmente como un resultado endemoniado de la naturaleza. La memoria de una sociedad pasada cuya vida estaba condicionada por los eventos naturales que eran revestidos de potencias mitológicas y religiosas retorna hoy en la gestión subjetiva de la incertidumbre y la crisis.
En esta dirección, el negacionismo climático y las racionalidades neoliberales pretenden desplazar, una vez más, el desafío de afrontar la crisis sobre los individuos y poblaciones. Negada toda posibilidad de mitigación, la adaptación quiere inscribirse así en el plano de la respuesta microsocial; no importa que la catástrofe climática afecte en mayor medida a los sectores trabajadores y populares, a les niñes, adultos mayores y grupos más vulnerables y a los países más pobres o con menores recursos. La catástrofe climática potencia la desigualdad que es concebida por el neoliberalismo también como natural. Y, asimismo, el propio calentamiento global es resultado de la desigualdad. Recordemos que el 10% más rico de la población mundial es responsable del 50% de todas las emisiones, mientras que el 50% inferior sólo produce aproximadamente el 12% del total; o que el 10% de la población más rica de América Latina y el Caribe emite 19,2 toneladas de co2 mientras que el 50% de menores ingresos sólo 2 toneladas (Chancel y Piketty, 2022). En la misma dirección, las emisiones per capita de Nuestra América se estimaron para 2020 en 2,2 toneladas métricas (MT) de CO2; las de Afganistán, tan castigado por las inundaciones y las invasiones, de sólo 0,22 mt; las de Sudán, arrasado por olas de calor y sequías y una guerra civil, de 0,44 mt; o Bangladesh, con parte de sus territorios costeros amenazados por la elevación del nivel del mar, de 0,51 mts; mientras que las de Catar suman 31,7 MT, las de Estados Unidos 13 MT; Canadá 13,6 MT o China 7,7 MT (Banco Mundial, 2020).
En la misma dirección, mientras que la mitad de la población mundial más pobre emite per cápita 1,6 mt de co2 por año, el promedio de emisiones del consumo personal de 20.000 millonarios en un año alcanza a 8.190 mt de co2 (más de 5.000 veces más) (oxfam, 2024). Un modo de vida imperial que alimenta la crisis climática (Brand y Wissen, 2021). Así, en 2023, los vehículos utilitarios deportivos (suv, por su nombre en inglés Sport Utility Vehicle), automóviles de lujo, emitieron casi 1.000 millones de toneladas de co2, la suma de lo emitido por Alemania y España, convirtiéndose en el sexto emisor mundial; el uso de un jet privado durante una hora emite 2 mt de co2, casi como un latinoamericano promedio durante todo un año y las emisiones de los 300 yates más grandes alcanzaron en 2022 las casi 285 mil toneladas de co2, casi como las emisiones de España (Nix, 2024; Salle, 2024; Cozzi y Petropoulos, 2024). Es claro, no hay nada de natural en la crisis climática. Sus principales causantes y beneficiarios están ahí, son un grupo reducido de la población mundial fácilmente identificable, son los que conducen ese tren del que nos hablaba Benjamin, que se dirige a la catástrofe.
La alternativa de una transición ecosocial popular
Los movimientos populares y el pensamiento crítico han planteado e impulsado en las últimas décadas una amplia y diversa serie de propuestas y demandas que conforman una programática alternativa para afrontar la crisis climática, que enfrenta la emergencia actual de los fenómenos meteorológicos extremos y el horizonte próximo de una elevación de la temperatura terrestres que amenaza la continuidad de la vida en la tierra. Una programática que, por ejemplo, va desde la promoción de la agroecología y una reforma agraria integral a la restricción y desmontaje del agronegocio y el extractivismo; desde una reforma urbana sostenida en la reforestación y el transporte colectivo y no contaminante a la mejora de la infraestructura, servicios y condiciones de vida de los barrios populares; desde un cambio en la matriz energética basada en la producción y gestión comunitaria de las energías renovables, la justicia social y la desmercantilización a una transformación productiva que abandone el uso de los hidrocarburos, redistribuya ingresos, riquezas y propiedades, y relocalice la producción reduciendo el comercio y el transporte; desde la responsabilidad de los países industrializados en asegurar una reducción efectiva y rápida de sus emisiones contaminantes al cuestionamiento del patrón colonial y su dimensión de imperialismo ecológico (ITIS, 2025).
Así, si frente al solucionismo de mercado se plantea la urgencia de la desmercantilización (desde la defensa del carácter común de los bienes naturales a la propuesta de una sociedad fundada en valores de uso); y de cara al negacionismo climático se defiende una perspectiva que enfatiza la socialización de la problemática ambiental; desde el cuestionamiento a los procesos de naturalización del cambio climático y el señalamiento de su carácter sistémico, sus responsables y beneficiarios a la afirmación de la justicia social y ambiental climática, e incluso al horizonte de la socialización de la propiedad, la gestión económica y la política que modifique en clave de reciprocidad, interdependencia y coproducción la relación humana con la naturaleza.
Y finalmente afrontar hoy la crisis climática y ambiental en Nuestra América significa también enfrentar la ofensiva recolonizadora del imperialismo estadounidense y del capital extractivista que, bajo la representación de las extremas derechas, niega el origen social del cambio del clima y busca asegurarse el control de los bienes naturales estratégicos golpeando y amenazando la soberanía y la vida de nuestros pueblos, ecosistemas y territorios.
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José Seoane. Profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales – UBA. Grupo de Estudios sobre América Latina y el Caribe (GEAL). Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC), FCSoc, UBA. [email protected]
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