En el mito cristiano del génesis, Dios crea el mundo de la nada mediante la enunciación de ciertas palabras: fiat lux, hágase la luz, y la luz se hizo. Así con la tierra y las plantas y los animales y las montañas. Sólo al hombre Dios tuvo que hacerlo con las manos, a partir de […]
En el mito cristiano del génesis, Dios crea el mundo de la nada mediante la enunciación de ciertas palabras: fiat lux, hágase la luz, y la luz se hizo. Así con la tierra y las plantas y los animales y las montañas. Sólo al hombre Dios tuvo que hacerlo con las manos, a partir de un material preexistente.
El hombre es por tanto una obra y no un milagro.
En las cosmogonías preislámicas, Dios crea el mundo con una mirada intensa y no con una palabra mágica, pero su obra, en realidad, tiene menos que ver con el soplo divino que con el trabajoso esfuerzo de la ingeniería. O, mejor dicho, del bricolaje. En el principio de los tiempos, los siete cielos y las siete tierras no se sostenían bien, de manera que Dios, como quien asegura la pata coja de una mesa, puso debajo un gran diamante para calzar el mundo. Pero los siete cielos y las siete tierras -ay- seguían siendo muy inestables. Dios ordenó entonces a uno de sus ángeles que cargase este peso inmenso sobre sus espaldas. El ángel se puso debajo del diamante -en el que se apoyaban tierras y cielos- y lo cargó sobre sus hombros. El frágil amontonamiento de criaturas mal encajadas, sin embargo, seguía inseguro, tembloroso, tambaleante. Así que Dios mandó un toro para que el ángel -en el que se apoyaba el diamante sobre el que reposaban cielos y tierras- afirmase sus pies. Tampoco fue suficiente: la torre se escoraba y vibraba y con ella la tierra, las montañas, las casas, los hombres que allí vivían. Finalmente Dios recurrió a Hut, la gran ballena, a quien encomendó sujetar todo el andamio con su enorme corpachón: toro, ángel, diamante, las siete tierras y los siete cielos. El mundo reposó al fin sobre sus cimientos.
Cuenta el mito -o así lo recuerdo yo- que un día el demonio, transformado en mula, se metió en la nariz de Hut, produciéndole un dolor tan intenso que la enorme ballena descargó un instintivo coletazo. Un gran movimiento sísmico, de arriba abajo, recorrió la frágil torre. Los árboles cayeron, las montañas se desplomaron, los hombres aullaron de terror. Dios tuvo que intervenir de nuevo, liberar a Hut de la causa de su sufrimiento y prometerle mayor atención y vigilancia. En todo caso Hut, abrumada por este doble peso, el del mundo y el de la responsabilidad, pidió también que le concediera unas vacaciones de vez en cuando. Desde entonces, un día cada mil años, Hut descansa y el mundo entero percibe con emoción y angustia que está frágilmente asentado en la cima de una chapucera construcción de pedestales irregulares y esfuerzos titánicos.
El hombre es de barro y el mundo es una frágil torre de palillos. Para sobrevivir es necesario olvidarlo la mayor parte del tiempo, pero para sobrevivir es necesario recordarlo de tanto en tanto. Es a eso -a ese recuerdo- a lo que llamamos propiamente «filosofar» y cuando es un pueblo entero el que filosofa el producto se llama «mito». Y si filosofa con el cuerpo, en obra y no en espíritu, se llama «revolución».
Filosofar es volverse sobre uno mismo, como cuando se dobla una caña para hacer un arco. Debilita: nos da la medida de nuestra debilidad. ¿Es bueno eso? ¿Para qué sirve? Para comprender que necesitamos compañeros. Reflexionar es comprender que vivimos en una torre de palillos, cañas pensantes nosotros mismos, y que necesitamos por ello compañeros. Todo filosofar que no imponga un grito de socorro es pura palabrería: todo reflexionar que no busque una mano es puro sofisma. Todo reflexionar es, pues, un reflexionar -si se quiere- sobre la muerte. Vivimos en una torre de palillos sostenidos por una ballena expuesta a un resfriado. Pero algunos hombres viven más expuestos que otros al derrumbamiento. Entre los países pobres y los países ricos hay una diferencia de 30 años en la media de vida y en los propios EEUU la longevidad media ha descendido seis años en la última década.
Bajo el capitalismo todo está socialmente concebido y ordenado para que no pensemos nunca en la muerte y para que no tengamos compañeros. Sustraerse al abrazo de la muerte es imposible; pero luchar a favor de la vida -de la estabilidad de la torre chapucera- sólo es posible en compañía. Eso se llama política. La política no es más que una reflexión colectiva sobre las estrategias para sostener el mundo en pie a partir del principio de la recíproca dependencia entre los hombres. Los mitos sectoriales -de una clase o un estrato social- se llaman «ideología». El mito del capitalismo es el de la voluntad individual como fuente de toda riqueza y todo poder y se basa en dos principios simultáneos e indisociables: la confianza en uno mismo y la desconfianza en los demás. En un libro muy desigual, El contrato de desconfianza, la investigadora francesa Michela Marzano nos recuerda el proceso histórico en virtud del cual el «liberalismo»ha ido minando todos los vínculos fiduciarios que nos unían a los demás para convertir la autoconfianza del individuo aislado en él único e ilusorio sostén del mundo. Cada uno lo puede todo contra todos los demás. Tenemos que confiar en nosotros mismos; tenemos que desconfiar de los demás. Este principio rector se ejemplifica cotidianamente en la mansedumbre satisfecha con la que permitimos que se nos cachee, escanee y registre en los aeropuertos a condición de que los demás sufran la misma prueba, en una suspensión de hecho de la presunción de inocencia: nuestra autoconfianza -nuestra seguridad- depende del hecho de aceptar que todos desconfíen de mí tal y como yo desconfío de todos.
Reparemos en esta paradoja. El capitalismo no se ocupa de asegurar -calzar, apuntalar- la torre frágil del mundo sino de debilitarla con su delirante producción de mercancías; y derrocha tanto dinero y tanto esfuerzo en destruir la naturaleza como en impedirnos pensar en ello. Pero se ocupa de asegurar, en cambio, la autoconfianza aislada de los individuos. El gran negocio del capitalismo a principios del siglo XXI es el de la llamada «seguridad»: alarmas, escáners, vídeocámaras, vigilancia privada, ejércitos mercenarios, etc. La sospecha generalizada, que nos ayuda a olvidar la fuente original de todas las amenazas y nos impide unirnos para pensar colectivamente, se ha convertido en el vehículo rector y reproductor del capitalismo y en la fricción permanente que debilita aún más la torre de palillos que nos sostiene.
Abajo no hay un toro y ningún dios vigila sus resfriados. Somos nosotros y estamos solos. Salvo que nos unamos a pensar colectivamente para iluminar nuestra debilidad y producir un orden de recíproca dependencia: un mito nuevo y una nueva revolución
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