Este año morirán aproximadamente 80 mil mujeres no debido a guerras, hambrunas, accidentes o desastres ambientales; morirán a causa de abortos clandestinos. Otros cinco millones de ellas ―entre las cuales estarán 800 mil latinoamericanas― tendrán hospitalización como consecuencia de interrupciones de embarazos, quedarán estériles o sufrirán alteraciones reproductivas o de otro orden de salud biológica […]
Este año morirán aproximadamente 80 mil mujeres no debido a guerras, hambrunas, accidentes o desastres ambientales; morirán a causa de abortos clandestinos. Otros cinco millones de ellas ―entre las cuales estarán 800 mil latinoamericanas― tendrán hospitalización como consecuencia de interrupciones de embarazos, quedarán estériles o sufrirán alteraciones reproductivas o de otro orden de salud biológica durante el resto de su vida, causadas por abortos en condiciones inseguras. En efecto, 20 millones de abortos ―cerca de la mitad de la cifra anual― son practicados en todo el mundo en escenarios inadecuados o son auto-inducidos. De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 12 por ciento de las muertes maternas en América Latina y el Caribe, se debieron a ese tipo de abortos. A pesar de esas cifras, que podrían reducirse drásticamente a través de políticas públicas, el aborto legal y seguro es sumamente escaso.
El asunto se ha analizado desde perspectivas disímiles, que involucran contenidos políticos, socioeconómicos, sanitarios, demográficos y religiosos. A la fecha, el cariz del debate se enfoca, en parte importante, en términos de derechos. En el 2016, por primera vez el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas consignó explícitamente que el aborto es un derecho. En ese orden de cosas, se ha argumentado que cuando las mujeres se ven limitadas a tomar decisiones autónomas con respecto a su reproducción, se restringe un catálogo importante de derechos humanos relacionados con la autodeterminación, la libertad, la salud, la reproducción de situaciones de mayor desventaja social a las cuales arriban algunas mujeres que afrontan una maternidad no planificada o deseada, las potenciales desventajas laborales en contextos de franca mercantilización del trabajo, o, incluso derechos a la libertad religiosa: «no se puede obligar a que las mujeres cumplan con leyes basadas en doctrinas de fe». Si usted no quiere abortar, no aborte; es una de las tesis de movimientos pro-legalización del aborto, pero de ello no puede derivarse regulación alguna del conjunto social.
La politización del debate sobre el aborto desde los Estados se ha relanzado con el anuncio del gobierno boliviano de la discusión, en el Congreso, de nuevas causales para la práctica legal del aborto en ese país; entre ellas, la pobreza extrema. El hecho es inédito. Hasta el momento, en los países donde el aborto no es legal en cualquier caso, las causales de despenalización suelen ser alguna(s) de las siguientes: violación, peligro para la vida de la madre y/o del feto, inviabilidad fetal, incapacidad mental. Pero Bolivia pone el dedo sobre una de las llagas: las mujeres pobres tienen más posibilidades de morir durante abortos clandestinos y las mujeres pobres tienen menos posibilidad de afrontar la maternidad. La investigación feminista ha documentado este particular. Como ha señalado la académica y militante feminista Silvia Federici, en Estados Unidos, mujeres negras y pobres corren el riesgo específico de ser despedidas por estar embarazadas; en Italia, las madres solteras que solicitan algún tipo de ayuda a los servicios sociales se arriesgan a perder a sus hijos y que éstos sean dados en adopción. En América Latina, las mujeres con hijos, las mujeres negras o indígenas, tienen muchas menos posibilidades de ser contratadas o mantener sus empleos. En realidad, podrían listarse muchos ejemplos.
La lucha por los derechos reproductivos ha sido central en las agendas feministas, sobre todo desde mitad del siglo XX. Sin embargo, el asunto no se localiza «solo» en las agendas de los movimientos feministas ni ha encontrado oposición histórica solo en los movimientos religiosos calificados como «pro-vida». Los Estados han intervenido sistemáticamente en los cuerpos de las mujeres, bajo el argumento de las «necesidades de la nación». Desde finales del siglo XVII se registra una preocupación estatal, refrendada por las burguesías nacionales europeas, por regular la reproducción social y biológica del cuerpo nacional. En lo adelante, ello alcanzaría todas las geografías estatales y se asentaría en la convicción ad hoc de que somos las mujeres las reproductoras de las naciones, biológica, cultural y simbólicamente. Ese rol se ha naturalizado hasta tal punto, que la responsabilidad del Estado con sus ciudadanos se ha trasmutado en derecho del Estado de intervenir en el cuerpo de las mujeres y su reproducción biológica. A las mujeres se nos ha instado a parir los soldados de la patria, la mano de obra para el desarrollo, y hemos debido, también, dejar de parir cuando el crecimiento demográfico se ha entendido como causa del estrangulamiento de las economías nacionales y como perjuicio para la nación.
Tal como argumenta Nira Yuval-Davis, en circunstancias históricas específicas, algunas o todas las mujeres en edad reproductiva «serán exhortadas, a veces sobornadas, y otras veces obligadas, a tener más o menos niños». En efecto, así ha sucedido. A inicios de los 2000, por ejemplo, en Japón el gobierno recompensó monetariamente a las familias por hijo que tuvieran en edad escolar, y se exhortó a la natalidad a través de la publicidad televisiva, alegando el bienestar de la nación, en un contexto de temor por el decrecimiento poblacional. En otras geografías, como Australia, el llamado ha sido «poblar o perecer». En otros lugares se ha hablado de «madres heroínas», de las responsabilidades de las mujeres en la «carrera demográfica», o de que las mujeres no tienen derecho a abortar a los «defensores de la nación». La cuestión ha estado indexada a argumentos «raciales» que han promovido la reproducción de ciertos grupos y no de otros. A inicios del siglo XX, Theodore Roosevelt alegó que la esterilización voluntaria de las mujeres blancas de «buenas familias» era «un pecado cuya pena es la muerte nacional, el suicidio de la raza». Planteos y políticas en esa línea tuvieron lugar en la Bulgaria de los 1990, o en la Alemania nazi. En sentido contrario, en 1927 la Corte Suprema de Estados Unidos sostuvo la constitucionalidad de una ley de esterilización involuntaria en Virginia, y en numerosas ocasiones se han descrito prácticas contemporáneas no oficiales dirigidas a la esterilización de personas con necesidades especiales. En países de elevado crecimiento demográfico, el control de la población ha tomado la forma de esterilizaciones masivas sin consentimiento a mujeres que se someten a cesáreas, etc. (Yuval-Davis 2004). [1]
De otro lado, parte de las reivindicaciones de las mujeres y del incipiente movimiento feminista a inicio del siglo XX se amparó en su «maternización»; las mujeres requirieron, desde sus roles como madres, sus derechos de ciudadanía. Las madres de la nación con responsabilidad biológica y cultural frente a la patria, constituyeron un sujeto político importante en la historia de los feminismos y desde ese lugar construyeron agendas sobre la protección social, su participación política y su participación económica. En sentido contrario, durante la segunda post-guerra, se produjo una desafección de las mujeres hacia la cuestión de la reproducción sobre todo en Europa, y la maternidad tuvo un proceso de des-idealización frente a la masacre y el horror de la guerra.
Con las referencias anteriores he querido llamar la atención sobre el hecho de que cualquier discusión sobre los derechos reproductivos de las mujeres necesita tomar en consideración los discursos y prácticas de las políticas nacionales. El aborto está estrechamente relacionado con el control de la reproducción en sus diferentes formatos.
Cuba, el aborto y las madres de la nación
En las últimas semanas, se ha relanzado en Cuba un debate sobre la natalidad y el aborto en diversos espacios y a propósito de diversas razones. El tema cantado por la cubana Danay Suarez en el Festival de Viña del Mar en 2017, que incluyó una referencia de desacuerdo con el aborto basada en su fe religiosa, capitalizó la discusión sobre su polémica participación en el certamen. Ello se debió, entre otras razones, a que el suceso tuvo lugar en el contexto chileno, donde se libra una prolija y aguda lucha en torno a la legalización del aborto como derecho, y donde los colectivos feministas cuentan con la furibunda oposición de sectores conservadores de la política y la moral. A propósito del evento, se registraron en las redes sociales debates sobre el derecho al aborto en Cuba.
Asimismo, intelectuales y militantes feministas se han pronunciado sobre lo que consideran indicios polémicos en torno a un tema ―el aborto― consignado como un derecho para las mujeres cubanas. Esas voces esperan contener cualquier posibilidad de cambio al respecto, y desnaturalizar lo que reconocen como una verdadera conquista.
Por otra parte, la prensa estatal cubana anunció recientemente la aprobación de una serie de Decretos Leyes y Resoluciones ―publicadas en la Gaceta Oficial― que aspiran a estimular la natalidad en el país. Entre ellos, la extensión de los derechos de licencia de maternidad y paternidad a los abuelos y abuelas, la disminución de los pagos en las guarderías estatales, la disminución de los impuestos por ingresos personales a las mujeres que trabajan en el sector privado y sean madres, etc.
Ciertamente, como es conocido, el escenario demográfico cubano es preocupante, de cara a la economía nacional y para las políticas públicas en sus diferentes despliegues. Sin recambio poblacional desde hace décadas, con las tasas de natalidad más bajas de la región y altas tasas de emigración, con una elevada esperanza de vida y un acelerado envejecimiento poblacional, es inminente el estímulo a la natalidad ―junto a otras medidas― que garantice, a mediano y largo plazo, la fuerza de trabajo necesaria en los campos económicos del país. Sin embargo, y frente a las alertas recogidas por diferentes voces de la sociedad civil cubana, considero relevante mirar el asunto desde la complejidad que él informa y, también, como requerimiento de análisis feministas en el espacio público de la Isla. A continuación, punteo algunas de las alertas que pueden tenerse en cuenta para encarar esos desafíos:
1. En primer lugar, es necesario que el pensamiento feminista cubano ―el que existe y el que pueda construirse― acompañe la formulación e implementación de las políticas estatales de estímulo a la natalidad. Ello es necesario para que las mismas sean igualitariamente aplicadas y no deriven en una farsa que eventualmente excluya, por ejemplo, a las mujeres que trabajan en el sector privado de la economía y que muchas veces quedan sujetas a políticas «privadas» de regulación de los mundos del trabajo, en desmedro de sus derechos de maternidad o sus derechos laborales en general. No basta con que se disminuyan los impuestos personales; es necesario que se hagan cumplir y se amplíen las normativas laborales garantes de derechos especialmente para quienes trabajan en el sector privado, y también para todas las trabajadoras.
2. En segundo lugar, y sin negar lo bienintencionadas y bien-pensadas nuevas medidas de estímulo a la natalidad, es necesario un pensamiento feminista que desde la sociedad civil observe lúcidamente las derivas de estas y otras políticas ―esto es, sabiendo que ellas encarnan una línea histórica de intervención de los Estados en los derechos reproductivos de las mujeres― y que, al mismo tiempo, construyan agendas sociales y políticas que integren otras áreas de demandas por la equidad de género, como las débiles infraestructuras del cuidado, por ejemplo.
3. En tercer lugar, entiendo que la observación de las políticas de estímulo a la natalidad es imprescindible para asegurarnos que, en ningún caso, ellas deriven hacia la restricción del derecho al aborto consignado en Cuba, y hasta el presente acompañado de exitosas campañas de educación sexual. A la fecha, el derecho al aborto es innegociable.
4. Por último, considero que lo dicho antes conduce hacia una pregunta relevante sobre cómo las mujeres «entramos» en el proceso de «actualización» de la economía y la política social cubana. ¿Cómo madres de la nación? ¿Cómo reproductoras de la fuerza de trabajo? La respuesta puede ser positiva, sin que ello suponga, al menos como está planteado en este momento, restricción de derechos. Sin embargo, la política se trata de repensar, todo el tiempo, el balance de fuerzas, las rutas de inclusión y de exclusión. Por tanto, el derecho de las mujeres a decidir si queremos ser madres o no, cuántos hijos tener, y cuándo, es solo uno de los asuntos de una potencial agenda feminista en Cuba. Las demandas que la integren ―algunas cumplidas, algunas ausentes, y algunas por construir― darán fe sobre nuestros roles ejercidos y deseados en la comunidad nacional realmente existente y en la que podamos continuar construyendo en lo adelante.
Nota:
[1] Yuval-Davis, Nira. 2004. Género y Nación. Lima: Flora Tristán.
Fuente: http://cubaposible.com/madres-la-nacion-notas-derecho-aborto-natalidad-cambios-cuba/