EL IMPACTO DE LAS TRANSFORMACIONES URBANÍSTICAS Tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, ahora nos llegan los señalamientos mediáticos y judiciales ante corrupciones y especulación demasiado escandalosas. Un fragor que puede llevar a que se obvien las discusiones y reflexiones colectivas sobre las consecuencias políticas y sociales del modelo urbano imperante. Madrid, además de ser […]
EL IMPACTO DE LAS TRANSFORMACIONES URBANÍSTICAS
Tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, ahora nos llegan los señalamientos mediáticos y judiciales ante corrupciones y especulación demasiado escandalosas. Un fragor que puede llevar a que se obvien las discusiones y reflexiones colectivas sobre las consecuencias políticas y sociales del modelo urbano imperante.
Madrid, además de ser muchas otras cosas, se alza como capital del salvajismo, los ajustes de cuentas, las puñaladas y los tiros en las calles. Es curioso que una comunidad gobernada por el ala más extremista del régimen del ‘libre mercado’, como es Esperanza Aguirre y el señor Gallardón, sea asimismo el epicentro estatal de la inseguridad, el peligro y la derecha más desbocada. Y es que tiene toda la lógica: un modelo de urbanismo desgarrador, una creciente dualidad entre las rentas norte-sur de la ciudad y la voluntad política de hacer de Madrid el paraíso de las multinacionales traen a la par grandes riquezas y altos niveles de precariedad.
El presidente por Madrid de las nuevas generaciones del PP, Pablo Casado, lo anuncia a viva voz y sin tapujos: «¡Privaticemos los servicios públicos!». Metrópolis que sigue el ejemplo de Los Ángeles, segregando por territorios, fomentando los suburbios periféricos, cerrados y seguros, hostiles al medio ambiente, unidos por autovías y culturalmente muertos. Por el contrario, crecen los territorios de temporalidades inmóviles, que sirven como recipiente de los estratos más populares de la población.
La criminalización del ‘otro diferente’ recae sobre los inmigrantes, esos «portadores de desgracias», como decía Bertolt Brecht, que son el chivo expiatorio elevado a categoría de riesgo, aupado por el inflamiento mediático. Los de abajo temen perder lo poco que tienen y culpan al inmigrante, más desgraciado, con el que tienen que compartir, y por eso votan PP. Los de arriba no quieren sostener unos servicios a los que no acuden, porque ya se aseguran un servicio económicamente filtrado, votan PP. Es el producto de la hegemonía cultural que ostenta la simpleza aparentemente campechana de Esperanza Aguirre, como una especie de híbrido entre neoliberalismo y fascismo sociológico.
En este lienzo hostil se reproducen como setas la violencia que encarna los valores hegemónicos en la ciudad, a saber: competitividad, individualismo extremo y ansias por ascender en la movilidad social usando la vía más rápida, Show me the money! Son los directivos de las calles, pero sin protocolos ni grandes recepciones, que adquieren la forma de mafias, bandas o violencia gratuita. Aprenden de los mejores e interiorizan la cultura política de quien llega al poder comprando diputados, maneras poco saludables, pero que sirven de paradigma a la ciudadanía.
En este Madrid que se siente propietario y se cree señor, se inhala un ambiente turbio y cargado, guateque de mafiosos, promotores y empresarios que, paseando en sus grandes cochazos y con sus banderas colgadas del retrovisor, conviven con la existencia de un creciente ejército de precarios, temporales y no-ciudadanos. Estos observan las vidas de los opulentos en contradicción y por lo tanto frustración con la que ellos llevan.
La tarea por encontrar un equilibrio de la oscilación entre lo negativo y la innovación de nuevas instituciones que otorguen cuerpo y forma a las multitudes madrileñas aventura dos posibles opciones: la perversa guerra entre explotados y excluidos, retroalimentada por la generalización de la incertidumbre y el cinismo colectivo, podría derivar en manifestaciones de verdadero fascismo social a través de la intensificación de la renacionalización de la política, que conlleva el destierro social de los más vulnerables y desfavorecidos.
Paralelamente, o al contrario, se pueden construir expresiones comunistas donde la superación de las condiciones de control impuestas que parcelan, dispersan y enfrentan a la heterogeneidad ciudadana logre enraizar proyectos territorializados, que, interconectados, compongan las múltiples luchas que presenta la multitud. La población desheredada puede sacar a relucir los aspectos más desoladores, pero engendra paralelamente las condiciones subjetivas para hacer de Madrid una ciudad habitable. Una urbe abierta y regeneradora de un espacio público de debates y combates, donde convivan conflictos y encuentros anónimos que primen sobre la especulación y el miedo.
Tras las nuevas líneas de producción que atraviesan la ciudad en forma de flujos y comunicación, precisamos dar uso de la geometría variable que componen las distintas formas de trabajo y explotación, para lograr cortocircuitar la ‘traducción en valor’ que procesa el mando sobre el conjunto de relaciones sociales. El migrante se erige como baluarte del explotado postfordista al tensar el perfil desnacionalizado y postcolonial de las grandes urbes, sometido a la contradicción constante de la movilidad, entre sus restricciones para ejercerla y la libertad de la que goza el capital para sobrevolar fronteras.
Escapando de la lógica del mando, nace una demanda que se manifiesta en los lugares comunes -la ciudad- de manera poliédrica: la diversidad social descentralizada hecha política. Lejos de poder reducirse a un sujeto centrifugador más propio de un carácter leninista, la multiplicidad de sensibilidades, usos y funciones diferentes que se dan en la metrópolis desborda esta idea unificadora, quizás útil a medio plazo, pero limitadora en el largo alcance.
Es preciso tomar en consideración la importancia capital que adquiere para el conjunto de la producción la sutura indisociable entre cultura, economía y relaciones sociales. En segundo lugar, la necesidad de moldear la organización de las distintas redes que actualmente trabajan en el territorio, donde los centros sociales ocupados, las redes de inmigrantes, proyectos de cultura libre, luchas por los servicios públicos, parados y precarios etc., encuentren las coordenadas para dar el valiente salto cualitativo considerando el marco metropolitano en su conjunto.
Una estructura estable pero cambiante, con capacidad de cintura acorde a la velocidad con que avanzan los cambios, una organización que reconfigure el sentido de una nueva unidad basada en la diversidad y la libre diferencia e individualidad de sus miembros.
El derecho a la ciudad tiene hoy más sentido que nunca; desobedecer a las trabas que impone la movilidad reducida al reivindicar el transporte gratuito, el acceso al conocimiento como derecho básico o un merecido salario social al producir por existir en sociedad, sin duda, son uno de los puntos de partida.
Vivir tiempos en transición, cuando recién comienza la III Revolución Industrial, dificulta perfilar el espacio de expresión de las multitudes; empecemos por intentar organizar la incertidumbre.