En un poema del cubano Luis Rogelio Nogueras (Wichy), se nos revela un hipotético encuentro entre Carlos Marx y Arthur Rimbaud en un café de París. No obstante pudo haber sido en Londres, en 1872, en las reuniones comuneras del Soho, o en la espaciosa sala de lectura de la biblioteca del Museo Británico, donde […]
En un poema del cubano Luis Rogelio Nogueras (Wichy), se nos revela un hipotético encuentro entre Carlos Marx y Arthur Rimbaud en un café de París. No obstante pudo haber sido en Londres, en 1872, en las reuniones comuneras del Soho, o en la espaciosa sala de lectura de la biblioteca del Museo Británico, donde ambos leían por los mismos días tal vez los mismos libros, en los meses posteriores a la derrota de la Comuna de París, cuando los dos grandes hombres (revolucionarios y poetas) se cruzaron sin haberse saludado ni reconocido en la dimensión de su grandeza. Se explica, quizá, porque Rimbaud tenía solo 18 años y Marx ya 54.
Rimbaud y Marx se encontraron, en cambio, en muchas de las líneas fundamentales del pensamiento y de la escritura sobre la realidad opresora de su época: monstruosa máquina de guerra del capital contra el trabajo. Ambos reclamaron, como respuesta al terror burgués, hacer realidad dos llamados urgentes: transformar el mundo y cambiar la vida. Al programa revolucionario, fruto de la experiencia y la sabia reflexión sobre la lucha del pueblo durante siglos, se añadía la pulsión de la primavera humana en el mundo y la escritura febril y visionaria del amor insurrecto capaz de transformarlo todo.
El 19 de julio de 1870, Francia declaró la guerra a Prusia, aunque pronto sufrió una serie de derrotas. El 4 de septiembre de 1870, al conocer la debacle de Sedán, donde se rindió Napoleón III ante Bismarck, se sublevó el pueblo de París, derribó al Imperio y proclamó la III República. Rimbaud, con 16 años, habitaba en Charleville, su vida monótona se vio interrumpida por el cañoneo de la guerra. En su cuaderno de colegial escribió: «Mientras los escupitajos rojos de la metralla/silban todo el día en el infinito del cielo azul/mientras escarlatas o verdes, junto al rey burlón/se desploman en masa los batallones bajo el fuego…/Mientras que una espantosa locura, triturando/cien millares de hombres los convierte/en una masa humeante./-Pobres muertos en el estío, en la hierba, en tu alegría,/Oh, tú Naturaleza, tú que hiciste santamente a esos hombres,/hay un Dios que se ríe en los manteles de Damasco…/»
Llegaban a Rimbaud noticias sobre intentos de golpes de estado que causaban gran agitación política en París, entre ellas la aventura política que encabezó el escritor de ficción Luis Blanqui, apresado en octubre de 1870. En el otoño de ese año, Marx previno al proletariado de París acerca del disparate que sería intentar derribar al gobierno sin que mediaran condiciones adecuadas para hacerlo. El 1 de enero de 1871, Rimbaud fue testigo presencial de la destrucción e incendio de Méziéres, ciudad vecina a Charleville, por los prusianos («Veía un mar de llamas y de humo en el cielo, y a izquierda, a derecha, todas las riquezas llameando como un millón de truenos», en Una temporada en el infierno). En Charleville, una bomba había herido al viejo director de su colegio. En cuanto a su colegio, ya no albergaba a estudiantes saludables sino a soldados mutilados. En el interregno, el ejército prusiano avanzaba sobre la capital francesa.
El 28 de enero de 1871, tras 131 días de sitio, Thiers capituló en nombre del gobierno francés. Cuando el ejército prusiano estaba por entrar a París, la burguesía francesa huyó a Versalles, abandonando la capital. Los obreros de París y el Comité Central de la Guardia Nacional tomaron el 18 de marzo el control del Gobierno y de los cañones (que consideraba suyos pues habían sido fabricados y pagados por suscripción pública), y proclamaron la Comuna para «hacerse dueños de su propio destino, tomando el Poder». Los prusianos no se atrevieron a avanzar más y permanecieron en las afueras de la ciudad. La Comuna levantó barricadas en el centro de París, en Place Concorde, Clichy, Rivoli, Charonne, Abbesses. Se erigieron más de 160 barricadas en el primer día, más de 600 en total en los 70 días de la Comuna. La mayoría eran de 2 metros de alto y estaban construidas con adoquines y piedras tomadas de las calles, con varillas de metal y troncos de madera en la base, un cañón o una a
metralladora y una bandera roja ondeando en lo alto.
En la primera semana de mayo de 1871, Rimbaud viajó a París, testimoniando sobre su lucha como comunero a Verlaine y Delahaye. Aunque escrito en mayo de 1870 como un texto premonitorio, de toda la obra poética de Rimbaud es el poema
El Herrero el que mejor describe la atmósfera revolucionaria de París aquellos días:
¡Ciudadanos, ciudadanos! ¡Era el sombrío pasado/que se hundía, que rugía cuando la torre tomamos!/Algo que era como el amor en el pecho llevábamos/nuestros hijos contra el pecho abrazábamos/y al igual que los caballos, por la nariz resoplábamos/íbamos firmes y fuertes y algo nos latía ahí…!/Marchábamos bajo el sol, alta la frente/y así venía París a nuestro encuentro a abrazarnos./ ¡Por fin! ¡Nos sentimos hombres! Y estábamos muy pálidos/Nos sentimos ebrios de terribles esperanzas…/»
El 30 de marzo la Comuna abolió el servicio militar obligatorio y el ejército permanente, declarando a la Guardia Nacional la única fuerza armada en la que debían organizarse todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas. Perdonó los pagos de los alquileres de las viviendas. Declaró: «La bandera de la Comuna es la bandera de la República mundial».
«¡A partir de este día, nos pusimos como locos!/La ola de los obreros ha subido en la calle/ y esos malditos se van, multitud que siempre crece/de tenebrosos fantasmas a las puertas de los ricos. /Y yo me junto con ellos para apalear soplones:/y camino por París, con el mazo al hombro, /y en cada esquina, feroz, voy barriendo a algún canalla»…/
El 2 de abril la Comuna decretó la separación de la iglesia del estado, y declaró propiedad nacional todos los bienes de la Iglesia. Suprimió el trabajo nocturno y entregó a las organizaciones obreras todos los talleres y fabricas que habían abandonado los patronos. El 6 de abril la Guardia Nacional sacó a la calle la guillotina y la quemó públicamente. El 12 derribó la Columna de la Plaza Vendome instalada por Napoleón. Inexplicablemente, la Comuna se detuvo ante el umbral del Banco de Francia, que no expropió: «Fue éste -señala Engels- un error político muy grave. El Banco de Francia en manos de la Comuna hubiera valido más que diez mil rehenes. Hubiera significado la presión de toda la burguesía francesa sobre el gobierno de Versalles para que negociase la paz con la Comuna».
El gobierno obrero de la Comuna, del pueblo en armas, fue elegido por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad, como organismo ejecutivo y legislativo a la vez, los cargos públicos eran revocables y remunerados con salarios de obreros, en el ejercicio de la crítica y la autocrítica de sus actos. Según lo reconoció Marx, la Comuna fue la primera revolución en la que la clase obrera fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social, incluso por la gran masa de la clase media parisina -tenderos, artesanos, comerciantes- con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna también alcanzó el apoyo político de un sector del campesinado francés, sobre cuyas espaldas Thiers pretendía echar la carga principal de los 5.000 millones de francos de indemnización a pagar a Bismarck, señalados en la capitulación con los prusianos.
«Todos los desgraciados, todos aquellos que al sol/ han quemado sus espaldas y que caminan, caminan/ y que bajo su trabajo sienten que la frente estalla…/¡Descubríos mis burgueses! ¡Ya que esos son los hombres!/¡Nosotros somos obreros! ¡Obreros!/ Somos nosotros por los grandes tiempos nuevos /cuando se querrá saber/donde el hombre forjará de la mañana a la noche,/donde lento vencedor, someterá a las cosas/persiguiendo los efectos, buscando las grandes causas/pasando encima de todo, como se monta a caballo…/»
En la Plaza Blanch, un batallón de 120 mujeres levantó la legendaria barricada que defenderían vigorosamente hasta ser masacradas. Resistieron allí, entre muchos miles de mujeres y hombres abnegados: Louise Michel, dulce dirigente de la Comuna, las flores comuneras Christine Dargent y Clara Fournier, con sus ladeadas gorras de fusileras, poesía hecha cuerpo en la ardiente batalla. Comuneras valerosas que describiera Rimbaud, en su poema Las manos de Juana María: «Un tinte del populacho/las curte como un seno viejo/el dorso de sus manos es el lugar/que besa todo revolucionario altivo. /Maravillosas han palidecido/al gran sol de amor cargado/en bronce de ametralladoras/que cruzan el insurrecto París…/»
La burguesía francesa, derrotada y temerosa de ser expropiada por los comuneros, suplicó a sus vencedores alemanes que atacaran al proletariado que había tomado el poder. Thiers logró de Bismarck la anulación del Tratado de Francfort, por el cual al gobierno francés se le prohibía tener más de 40.000 hombres en los alrededores de París y obtuvo la devolución de los soldados prisioneros en Sedan y Metz. De este modo, desde comienzos de mayo, se afianzó la superioridad militar de Thiers, con un ejército de 130.000 hombres provistos de todo tipo de armamento, expresión de la alianza de la burguesía europea contra el proletariado, que derrotó a La Comuna. Los combates fueron terribles como lo atestiguan las fotografías del francés Alphonse Liébert sobre el incendiado París.
La Comuna de París reveló que un aspecto axial de la teoría marxista: la necesidad del proletariado de demoler la maquinaria estatal burguesa, no fue planteado en el Manifiesto Comunista. Precisamente, en la carta a su amigo Kugelman, unos meses después de la derrota de la Comuna, en diciembre de 1871, Marx escribió: «En el último capítulo de mi 18 Brumario, señalo, que la próxima tentativa de la revolución en Francia deberá señalarse como objetivo la destrucción del aparato burocrático-militar y no, como ha sucedido hasta ahora, hacer que pase de unas manos a otras. Es la condición esencial para cualquier revolución realmente popular en el continente. Y esto es lo que han intentado nuestros heroicos camaradas de París».
Otros artistas lucharon en la Comuna de París. Eugène Pottier, comunero, escribió en París, en junio de 1871, los versos de La Internacional, un mes después de la derrota. Sobre Pottier, Jules Vallès expresó: «Este es un viejo compañero de los días luminosos de prueba. De los tiempos de la Comuna. Sus versos no se posan ni sobre las crines de los cascos ni sobre las crestas de las nubes; sus versos se quedan en la calle. En la calle pobre». El pintor Gustave Courbet, nombrado por la Comuna presidente de la federación de artistas y director de los museos de la ciudad, salvó el Louvre del incendio de las Tullerias.
La poesía es canto que preserva la memoria y la unidad del pueblo para resistir y sujetar a los expoliadores. El poema es exaltación de la visión del porvenir hecho por todos. No se canta en la soledad para la intimidad de un alma solita. Se canta en voz alta la historia del espíritu humano y de las luchas de los pueblos, la nostalgia de una edad sin opresión, en el afán imperecedero de una vida para todos (en esplendor, justicia y libertad) en un país donde abundan todos los vinos y todas las cosechas.