El acuerdo final de la COP26, apodado la «Evasión de Glasgow», es una obra de humo y espejos laboriosamente construida que carece casi totalmente de detalles: no especifica prácticamente nada sobre quién hará exactamente qué y cuándo, ni cómo se podrá verificar, mucho menos hacer que se cumpla.
Ha pasado algo más de un mes desde que Alok Sharma bajara el martillo de la 26º Conferencia de las Partes, la cumbre climática de las Naciones Unidas, celebrada en Glasgow. La oleada inicial de reacciones y comentarios se ha disipado. Aquí, en Escocia, ya hemos visto los primeros signos de su impacto, con el comienzo de una victoria contra el desarrollo de un nuevo yacimiento petrolífero en alta mar en Cambo.
El sábado 4 de diciembre algunos activistas de Glasgow celebraron una primera reunión para hacer un balance y planificar los pasos futuros. Este texto pretende ser una contribución a ese proceso de ponderación de lo ocurrido (tanto dentro de las conversaciones oficiales como fuera de ellas) en la lucha por la justicia climática. Tenemos que hacerlo de la forma más completa y precisa posible para que nos sirva de guía para el futuro.
Ello es quizás más urgente en Escocia, donde las enormes protestas en las calles de Glasgow los días 5 y 6 de noviembre han tenido un gran impacto en el panorama político e ideológico. Ese impacto podría ser mucho mayor en los próximos años, en tanto seamos capaces de aprender las lecciones más útiles y construir sobre ellas. Pero también es importante para el movimiento climático en Inglaterra y en el resto del Reino Unido, que se enfrentan a un posible momento de refundación. Y no carece de importancia tampoco a nivel mundial donde, como afirmó un representante de una organización indígena que acudió a Glasgow, es hora de pensar en un nuevo tipo y escala de coordinación internacional.
Tres resultados
Podemos dividir las principales conclusiones de la COP26 en tres. La más importante tiene que ver con el éxito de las movilizaciones realizadas fuera de las negociaciones oficiales. Volveremos a hablar de ello más adelante.
La segunda también fue inmediatamente obvia para muchos: el espectacular fracaso de la cumbre oficial, cuando se la mide con respecto a sus propios objetivos declarados. Los líderes mundiales no «asumieron definitivamente sus responsabilidades» para «actuar ahora», como les había pedido la presidencia del Reino Unido seis meses antes, cuando Alok Sharma se puso delante del enorme parque eólico comercial de Whitelee, a 15 kilómetros al sur de la sede de la COP26 en el Clyde, y les pidió que «eligieran el planeta».
No llevaron a Glasgow los compromisos de mantener el calentamiento global a menos de 1,5 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales para finales de siglo. No eran lágrimas de alegría las que tenía Alok Sharma al tener que clausurar la cumbre con un objetivo diluido de «reducción progresiva» de la energía del carbón. La declaración final del Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, utilizó un lenguaje diplomático, pero no dejó lugar a dudas: «lamentablemente, la voluntad política colectiva no fue suficiente para superar algunas contradicciones profundas. (…) Seguimos tocando a la puerta de la catástrofe climática. (…) No logramos [los principales] objetivos en esta conferencia».
El tercer tipo de conclusión es menos evidente. Se mencionó muy poco en la cobertura de los medios de comunicación, y en su mayor parte se encuentra enterrada en los detalles de los debates deliberadamente opacos sobre la redacción del reglamento del Acuerdo de París y los aspectos «técnicos» relacionados. Aquí encontraremos los pasos dados por los gobiernos y el sector privado, incluidas las empresas de combustibles fósiles y los grandes bancos, para poner en marcha los procedimientos y la infraestructura institucional para asegurar la respuesta de la clase dominante a la emergencia climática, que aún está en evolución y sigue siendo contradictoria.
No fue una casualidad que la mayor delegación de la COP26, más grande que cualquier gobierno, estuviera constituida por grupos de presión de la industria de los combustibles fósiles. Había al menos 503 de ellos, y no ha habido informes de lágrimas en sus rostros. La segunda delegación más grande fue la brasileña. Contaba con 480 miembros, entre ellos muchos lobistas de los sectores de la agroindustria, la minería y la silvicultura, todos ellos con un interés especial en resolver las reglas en torno a los mercados de carbono, por ejemplo. Sus gestiones lograron importantes avances en Glasgow. Pero no se salieron siempre con la suya. La presión de la sociedad civil dentro de la COP26 les frustró (o tal vez solo les retrasó) en varias cuestiones clave, como la inclusión de los bosques como créditos de carbono comercializables de acuerdo con el artículo 6, o el uso de soluciones basadas en la naturaleza como compensaciones (véase más adelante). Es en la intersección entre estos tres niveles donde se decidirá el futuro del movimiento climático y, de hecho, de la humanidad. Así que analicemos con más detalle los dos últimos, antes de volver al primero.
La Evasión de Glasgow
El «acuerdo» final, denominado oficialmente Pacto Climático de Glasgow pero apodado por algunos miembros del movimiento climático como la «Evasión de Glasgow», es una obra de humo y espejos laboriosamente construida. En algunos aspectos, es ambicioso. Es ciertamente más largo y más amplio de lo que suelen ser estas «decisiones de cobertura» (el término técnico para estos textos negociados intermedios). En consonancia con los últimos informes científicos del IPCC, se centra mucho más claramente que el propio Acuerdo de París de 2015 en un calentamiento máximo de 1,5 grados como objetivo clave. Subraya la necesidad de «acelerar la acción en esta década crítica».
Incluso tiene algunas promesas aparentemente específicas, como que los países desarrollados dupliquen para 2025 sus contribuciones financieras al Fondo de Adaptación para ayudar a los países del Sur Global a ajustarse al cambio climático que ya está en marcha. Esto se consideró una ganancia para los países en desarrollo, ya que no figuraba en el orden del día oficial y, cuando apareció por primera vez en los borradores, el lenguaje era mucho más vago. El texto final toma como referencia 2019, lo que significa que se insta a los países desarrollados a aportar 40.000 millones de dólares adicionales al año para la adaptación de aquí a 2025.
Sin embargo, esta cifra sigue siendo muy inferior a la necesaria. El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente estima que las necesidades anuales actuales son de 70.000 millones de dólares, y sugiere que es probable que se cuadrupliquen para 2030. Tampoco está claro que los países en desarrollo acepten que esto no forme parte de los 100.000 millones de dólares anuales que prometieron en 2009 y que aún no han cumplido.
Parte de este lenguaje más agudo es el resultado de duras batallas emprendidas por los países más pobres y los delegados de la sociedad civil sobre la posición de las comas y tal o cual adjetivo. Pero, sobre todo, refleja que la mayoría de los gobiernos imperialistas entienden que, como mínimo, tienen que dar la impresión de que se toman en serio la crisis climática. Saben que el nivel de preocupación entre sus ciudadanos ha aumentado de forma muy significativa en los últimos años, incluso en los últimos meses, ya que las inundaciones y los incendios han asolado tanto Europa y Norteamérica como India, China o Bolivia.
Los ciudadanos están a la espera de que sus gobiernos actúen. Y estos gobiernos, a su vez, temen que la preocupación de la población aumente. Cuando su discurso sobre el vandalismo o incluso el terrorismo aplicado a los grupos de acción directa se queda en nada, cuando un gran número de personas empatiza con quienes cortan calles y autopistas o con las comunidades indígenas que ocupan pozos de petróleo y bloquean minas, las autoridades saben que la situación es grave.
La gran carencia del Pacto Climático de Glasgow es la ausencia casi total de detalles. No se especifica prácticamente nada sobre quién hará exactamente qué y cuándo, ni cómo se podrá verificar, mucho menos hacer que se cumpla. En inglés, un pacto suele significar un acuerdo para hacer algo. En ese sentido, no se trata de un pacto, sino más bien de una declaración política sobre una serie de cosas que las partes acuerdan, más o menos, que les gustaría que ocurrieran.
Los dos textos principales del Pacto Climático de Glasgow, que se solapan, tienen 71 y 97 puntos respectivamente (1). Casi todos ellos comienzan con palabras como reconoce, expresa, señala, subraya, enfatiza, insta, invita, pide. Solo un punto de la versión CP.26 del Pacto comienza con resuelve, mientras que el texto más largo, CMA.3, tiene 6 puntos que comienzan con decide y 3 con resuelve. Estas escasas «decisiones» se refieren todas a cuestiones organizativas de organización de futuras reuniones y procesos y mecanismos de trabajo. Ninguna de ellas se refiere directamente a las cuestiones de fondo de la reducción de emisiones o de la financiación climática.
De lo vinculante a lo voluntario
Esto ilustra una de las dos transformaciones generales de las negociaciones de la ONU sobre el clima que debemos tener en cuenta si queremos entender lo que ocurrió en Glasgow. Se trata de cómo el proceso se ha alejado de cualquier tipo de compromiso vinculante, como los que contiene el Protocolo de Kioto que entró en vigor en 2005. Durante y después de la COP15 de Copenhague en 2009, Estados Unidos y la UE asaltaron sistemáticamente este enfoque. Esto significó que el Acuerdo de París de 2015, aunque logró avances en algunos aspectos, solo contenía compromisos voluntarios de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Estos fueron el núcleo de las famosas NDC, o contribuciones determinadas a nivel nacional.
El objetivo de la COP26 —la razón por la que fue aclamada como un momento decisivo— era que este era el momento, cinco años después del Acuerdo de París, en el que se suponía que los 193 signatarios debían haber presentado sus NDC mejoradas, sus planes para hacer recortes más grandes y proporcionar una mayor financiación, lo que permitiría mantener el calentamiento global por debajo de 2 grados Celsius, y preferiblemente por debajo de 1,5 grados. Pero cada parte podía anunciar lo que quisiera, cuando quisiera. Nunca iba a haber (ni podía haber, dada la naturaleza del Acuerdo de París) un acuerdo negociado en Glasgow para garantizar este resultado.
La magnitud del déficit dejado por estas contribuciones voluntarias con respecto a la cuestión central de la reducción de emisiones, o mitigación, como se denomina en el lenguaje de la CMNUCC, está contenida en los párrafos 22 y 25 de la versión CMA.3 del texto final. El primero reconoce lo que el Informe del IPCC sobre 1,5 grados había puesto en primer plano de la agenda del cambio climático en 2018: que «limitar el calentamiento global a 1,5 °C requiere reducciones rápidas, profundas y sostenidas de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, incluyendo la reducción de las emisiones globales de dióxido de carbono en un 45% para 2030 en relación con el nivel de 2010 y a cero neto alrededor de mediados de siglo, así como profundas reducciones de otros gases de efecto invernadero». Ahora, el movimiento por la justicia climática, centrado en la Coalición COP26, ha cuestionado en profundidad la escala, el calendario y la distribución de estos objetivos del IPCC, incluyendo especialmente el nuevo y muy poco científico mantra de «cero neto» para 2050. Y por supuesto no es porque sean demasiado ambiciosos.
Sin embargo, incluso frente a estos objetivos inadecuados, el párrafo 25 «Observa con grave preocupación las conclusiones del informe de síntesis sobre las contribuciones determinadas a nivel nacional en el marco del Acuerdo de París, según el cual se estima que el nivel agregado de emisiones de gases de efecto invernadero, teniendo en cuenta la aplicación de todas las contribuciones determinadas a nivel nacional presentadas, será un 13,7% superior al nivel de 2010 en 2030». El fracaso de la COP26 en la consecución de su principal objetivo no puede ser más claro. Si se suman todos los nuevos planes más ambiciosos (NDC mejoradas) presentados por 151 partes hasta el día 3 de la COP (2 de noviembre de 2021), no proyectan un recorte del 45% de las emisiones de CO2 para 2030, sino un aumento del 13,7%.
No se trata de una pequeña discrepancia que podamos compensar después. Es un movimiento colosal en la dirección equivocada. Carbon Action Tracker, un organismo de investigación muy respetado, calculó que estas promesas, en el mejor de los casos, mantendrían el calentamiento en 2,4 grados centígrados para 2100. Más probablemente, dado el recurrente incumplimiento incluso de las promesas inadecuadas, acabaríamos con 2,7 grados. Otros consideran que incluso esto es demasiado optimista.
El hecho de que el Pacto de Glasgow pida a los países que presenten nuevas NDC más ambiciosas antes de la COP27 que se celebrará en Egipto el año que viene, y después cada año, se ha considerado una prueba de mayor ambición. Se trata, sin duda, de una mejora respecto al ciclo de 5 años acordado en París. Pero el hecho de que se haya hecho este llamamiento no hace más que poner de manifiesto el espectacular fracaso en el cumplimiento de los objetivos fijados para la COP26.
La presidencia británica conocía de antemano la dimensión de este fracaso. Su estrategia consistió en tratar de enterrarlo en una maraña de retórica sobre el mantenimiento del 1,5. Esa es la función del lenguaje más ambicioso del texto final. La misma preocupación, la de aparentar que se están tomando medidas, caracterizó el aluvión de anuncios realizados durante la Cumbre de Líderes Mundiales, que ocupó el lunes y el martes de la primera semana de la COP.
Primero fue el compromiso de 130 países de «detener e invertir la pérdida de bosques y la degradación de la tierra para 2030». Luego fueron 109 países que prometieron reducir en un 30% las emisiones de metano para 2030, 190 países que anunciaron su compromiso de eliminar la energía del carbón y 30 países e instituciones financieras que dejarán de financiar el desarrollo de los combustibles fósiles en el extranjero. Más allá de los titulares, nunca quedó perfectamente claro quién había acordado hacer qué.
Algunos de estos anuncios empezaron a desmoronarse tan pronto como fueron hechos. Por ejemplo, los críticos señalaron inmediatamente que la mayor parte de la promesa de deforestación era la misma que la Declaración de Nueva York sobre los Bosques de 2014, que no había producido resultado alguno. El ministro de Medio Ambiente de Indonesia, que había sido promocionado como uno de los principales firmantes, utilizó Twitter para calificar el compromiso de «claramente inapropiado e injusto». Bolivia, uno de los pocos países que adoptó una postura firme de justicia climática dentro de la COP26, también figuraba como firmante; pero cuando entrevistamos al presidente boliviano, Luis Arce, el día del anuncio, nos dijo que su país no había firmado y que aún estaba evaluando el compromiso.
Como dijo Alex Rafalowizc, de Colombia, en una de las Asambleas del Movimiento en Glasgow esa semana, el proceso de la COP ha pasado de los acuerdos vinculantes a través de objetivos voluntarios a la retórica de anuncios grandiosos pero no verificables.
Olvídese de la equidad
Este cambio en la forma de las negociaciones de la ONU sobre el clima consistente en abandonar los acuerdos vinculantes va de la mano de otro: el abandono del principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas. Este principio de responsabilidad común pero diferenciada fue consagrado en la CMNUCC por la Cumbre de la Tierra de Río, en 1992. Significa que los países que históricamente han sido los más responsables de la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera desde el comienzo de la revolución industrial, los países industrializados del Norte Global —países del Anexo 1, en la terminología de la Convención—, deben asumir la mayor responsabilidad para hacer frente al cambio climático resultante. Se convirtió en una parte importante del movimiento para exigir justicia climática.
Durante las discusiones sobre un nuevo tratado que sustituyera al Protocolo de Kioto, en Copenhague y en las COP que siguieron, Estados Unidos y sus aliados atacaron el principio de la CBDR con el argumento de que todos los países debían aportar su parte, del mismo modo que pretendían anular la práctica de los acuerdos vinculantes. En parte, esta oposición se debió a la previsible reticencia de los países imperialistas a pagar por el daño que han causado. Pero también tuvo que ver con la creciente obsesión en Washington, bajo el mandato de Obama y desde entonces, con la amenaza que supone China para la hegemonía estadounidense.
El Acuerdo de París mantuvo algo del lenguaje relativo a la CBDR. Pero la práctica ya había cambiado. Y sin ningún mecanismo para hacer cumplir los compromisos, cualquier diferenciación entre la cantidad realizada por los países ricos y los países pobres también sería totalmente voluntaria.
Este claro abandono del principio de equidad fue una de las características de la COP de Glasgow, en todos los ámbitos y a cada paso, aunque las delegaciones de los países en vías de desarrollo consiguieran reintroducir algunas referencias al CBDR en el Pacto Climático de Glasgow. Está inscrita en la narrativa dominante de «cero neto para 2050», que la presidencia del Reino Unido se esforzó por imponer. Muchos delegados del Sur Global lo calificaron de colonialismo del carbono. Esto se debe a que contradice por completo cualquier idea de que existe un presupuesto de carbono finito, una cantidad de dióxido de carbono y gases equivalentes que la raza humana aún puede permitirse emitir mientras se mantiene el calentamiento a 1,5 grados, y que los países ricos ya han gastado toda su parte de ese presupuesto. Por lo tanto, lo que queda, unos 600Gt de CO2 equivalente, debe reservarse, en la medida de lo posible, para los países del Sur, para que puedan combatir la pobreza extrema.
El concepto de «neto cero» se centra en la idea de que los países ricos y las grandes empresas pueden seguir emitiendo gases de efecto invernadero, bien porque pagarán a otros para que no lo hagan (compensaciones), bien porque utilizarán alguna tecnología no probada o inexistente para eliminar esos gases de la atmósfera en el futuro. Así que, además de estas dos premisas falsas —que las compensaciones pueden conducir a reducciones reales de las emisiones, y que finalmente podremos contar con tecnologías de emisiones negativas—, la narrativa del cero neto depende de que se deseche cualquier pretensión de justicia para los habitantes del Sur Global, que son las principales víctimas del cambio climático.
Se pide a todos los países que persigan este objetivo común de cero emisiones netas para mediados de siglo, pero se pasa por alto que la ruta prevista para conseguirlo está concebida enteramente teniendo en cuenta las capacidades financieras y tecnológicas de los países ricos.
Fue este juego de manos el que permitió a la presidencia del Reino Unido y a los principales medios de comunicación del Norte culpar a India e indirectamente a China de esa suavización de última hora de la redacción sobre la «reducción progresiva» en lugar de la «eliminación progresiva» de la energía de carbón. Por supuesto, India, al igual que China, quiere distanciarse de la responsabilidad por su propia dependencia del carbón. Pero su argumento era que no es justo —y no está en consonancia con los principios CBDR de la CMNUCC— esperar que los países en desarrollo con altos niveles de pobreza apliquen la misma escala de mitigación a la misma velocidad que los países ricos. De hecho, a principios de la semana, India propuso un texto en el que se sugería que todos los combustibles fósiles debían reducirse progresivamente, no solo el carbón. Pero Estados Unidos y Europa no lo aceptaron.
La otra cara de este alejamiento de la equidad quedó patente en la actitud mostrada por los países ricos en Glasgow respecto a la financiación climática. Después de barajar cifras y fechas, acabaron todavía sin comprometerse sobre la fecha en la que aportarán los 100.000 millones de dólares anuales que prometieron en 2009 para ayudar a los países en desarrollo a pasar a la energía limpia y a las tecnologías verdes, una cifra que se sacó de la manga en Copenhague para apaciguar a los gobiernos del Sur indignados por el asalto a la CBDR, y que ya entonces era lamentablemente insuficiente. Otro informe de la ONU sugirió recientemente que la cantidad necesaria sería más bien de 6 billones de dólares. Lo importante es comprender que estas importantes sumas de financiación climática son un requisito absoluto para una transición justa a nivel mundial. Sin ese apoyo, la mayoría de los países del Sur no tendrían forma de avanzar hacia el carbono cero invirtiendo en energías renovables, reciclaje, transporte público limpio, vehículos eléctricos, etc.
Y, lo que es peor, los países ricos se resistieron firmemente a los intentos de los países en desarrollo de establecer una definición común de financiación climática. Puede sonar burocrático, pero los gobiernos del Sur querían dejar claro que para ser considerada como financiación climática debía tratarse de dinero nuevo, concedido en forma de donaciones u otros tipos de financiación en condiciones favorables (por ejemplo, préstamos a tipos de interés inferiores a los del mercado). Al rechazar una definición común, los países ricos señalaron su intención de seguir falseando sus ya escasos compromisos, reetiquetando la ayuda al desarrollo existente como financiación climática e incluyendo préstamos comerciales que solo aumentarán la carga de la deuda del Sur y los beneficios de los bancos del Norte. Encabezados por Estados Unidos y la UE, también se negaron a aplicar una tasa del 5% a la compra y venta de créditos de carbono entre gobiernos, que los países en desarrollo querían como fuente fiable de financiación para el Fondo de Adaptación.
Tal vez lo más revelador sea que Estados Unidos se negó rotundamente a aprobar un flujo de financiación separado para pagar las pérdidas y los daños, que ha sido una de las demandas más apremiantes de muchos países del Sur durante las últimas COP. Es decir, dinero para pagar los daños ya causados por el cambio climático, incluidos los fenómenos meteorológicos extremos como huracanes e inundaciones. El primer ministro de Antigua y Barbuda, Gaston Browne, dijo a los líderes en el segundo día de la COP que países como el suyo podrían verse obligados a recurrir a los tribunales internacionales si no se acuerda una financiación por pérdidas y daños. La segunda isla del país, Barbuda, quedó inhabitable por el huracán Irma en 2017.
Sin embargo, Estados Unidos, aterrorizado por admitir la responsabilidad de esos costes, solo aceptaría una medida mínima de financiación de las operaciones de la Red de Santiago, creada en la COP25 pero no activada, para asesorar y dar apoyo técnico a las naciones que se enfrentan a esas pérdidas. Como comentó irónicamente otro delegado del Sur, lo que no necesitamos son más consultores volando por el mundo para decirnos qué son las pérdidas y los daños.
La arquitectura del capital climático
Todos estos detalles aparentemente oscuros alimentan el tercer tipo de conclusión que mencionamos anteriormente. Justo por debajo del radar de los principales medios de comunicación, la COP26 logró avances significativos en la creación de las estructuras y los procedimientos mediante los cuales un sector importante del capital internacional pretende poner la crisis climática en el centro de su modelo de negocio para las próximas décadas. La pieza central de este proyecto es el artículo 6 del Acuerdo de París.
El artículo 6 trata de tres tipos de lo que se denomina, de forma eufemística y engañosa, «cooperación voluntaria» entre los países con el fin de permitir «una mayor ambición en sus acciones de mitigación y adaptación». Esencialmente, esto significa compensaciones y mercados de carbono. En otras palabras, el artículo 6 establece los mecanismos por los que los países con altas emisiones —principalmente en el Norte Global— pueden maquillar sus promesas de reducir las emisiones (sus NDC), continuando con algunas de esas emisiones o incluso con la mayoría de ellas, si pagan a otro —principalmente a los países del Sur Global— para que no emita (o absorba) una cantidad equivalente. El apartado 6.2 se refiere a esa «cooperación», o comercio de créditos de carbono, de forma bilateral entre partes o países. El apartado 6.4 se refiere a ese comercio de carbono de forma más amplia entre entidades públicas y privadas, es decir, a los mercados de carbono como tales. El párrafo 6.8 se refiere a los enfoques «no comerciales» de dichos intercambios, que implican principalmente a los programas de ayuda de los países ricos.
Estos mecanismos son absolutamente fundamentales en la forma en que los países imperialistas han abordado la crisis climática y la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Son lo que les permite «comprometerse» con los objetivos de «cero neto para 2050» y similares, porque hacen posible —en teoría— que el capitalismo parezca que está tomando medidas audaces para afrontar la crisis, mientras que en realidad solo hace cambios comparativamente modestos en su forma de operar a corto plazo. Es decir, parecen ofrecer la posibilidad de trasladar al futuro la contradicción existencial a la que se enfrenta el capitalismo, entre su obligación inherente de crecer y el imperativo medioambiental de que consumamos menos.
Mientras tanto, también ofrecen una nueva e importante área de acumulación a un sector del capital global, especialmente del capital financiero. Esto es lo que David Harvey llamaría acumulación por desposesión; en este caso, la desposesión es de vastas franjas de «naturaleza» en el Sur Global, compradas (o confiscadas) a las comunidades locales, a veces indígenas, por los gobiernos y empresas del Norte para compensar su fracaso en la reducción de emisiones en casa.
No es de extrañar que el debate sobre las normas precisas que regirían el funcionamiento de esta pieza vital del rompecabezas haya sido complicado y conflictivo. Las batallas se han visto ocultas por una jerga impenetrable, pero sobre todo han tenido que ver con la contabilidad: con quién podría incluir qué, y cuándo, como parte de este comercio de carbono y, en consecuencia, quién se beneficiaría más. Las sucesivas COP que siguieron a la de París no consiguieron llegar a un acuerdo. Los grupos de la sociedad civil argumentaron que ningún acuerdo sería mejor que uno malo, y casi cualquier acuerdo en estos términos sería malo. En Madrid organizaron una protesta de última hora que contribuyó a bloquear un acuerdo. El problema se trasladó a Glasgow.
En Glasgow se llegó a un acuerdo sobre las normas del artículo 6. El bloqueo parece haberse superado gracias a una inteligente sugerencia contable de Japón. Se trata, sin duda, de una victoria importante para quienes apuestan por el futuro de las compensaciones y los mercados de carbono. Junto con los acuerdos alcanzados sobre los plazos para informar de las reducciones de emisiones y las normas de transparencia, significa que el libro de reglas que rige el Acuerdo de París está ahora, en términos generales, completo. Sin embargo, no todos los detalles están resueltos. El ejemplo de los bosques ilustra cómo se seguirán librando batallas en torno a esta agenda de mercado para la crisis climática.
A diferencia de lo que suponen algunos activistas climáticos, hasta ahora los bosques no han formado parte del régimen de comercio de carbono de la CMNUCC. En el Acuerdo de París están incluidos en el artículo 5, no en el 6. Así que sí ha habido programas como REDD+, que prevén lo que se llama «pagos basados en resultados» a los países que reducen sus emisiones por deforestación y conservan los bosques como sumideros de carbono. Pero esa protección de los bosques no ha podido generar créditos de carbono que puedan comercializarse en los mercados de carbono y que, por tanto, puedan ser comprados por otros gobiernos o empresas para compensar sus continuas emisiones y, por tanto, ayudar a esos países a cumplir sus NDC.
Por supuesto, muchas comunidades forestales y otras del Sur Global temían que esta era el rumbo probable, y que el objetivo de muchas delegaciones del Norte era convertir los bosques del mundo en una cosa más que pudiera ser comprada y vendida para poder evitar hacer los recortes de emisiones que son necesarios.
En el período previo a Glasgow, la mal llamada Coalición para las Naciones con Bosques Tropicales (CfRN), supuestamente representada en la COP26 por Papúa Nueva Guinea, organizó una campaña concertada en este sentido. La CfRN dice incluir a 50 naciones con selva tropical. Sin embargo, la revelación está en la preposición. Porque no se trata de una verdadera alianza de países, sino de una «organización sin fines de lucro», creada «para las naciones de la selva tropical» por dos egresados de la Columbia Business School, de Estados Unidos e Italia, uno de los cuales se crio en Papúa Nueva Guinea. Sus oficinas están en Manhattan, su junta directiva y su personal son casi todos banqueros de inversión, y desde 2005 es la principal defensora de poner precio a las selvas tropicales del mundo como forma de compensar a los países por conservarlas. Desde entonces, ha liderado la promoción de RED, REDD y REDD+, cada una de las cuales ha dado un paso más para convertir los bosques en una de las compensaciones más importantes a la venta en los mercados de carbono del mundo.
La CfRN, con el apoyo de varias delegaciones de países del Norte, presionó mucho para que la COP26 incluyera las reducciones de emisiones de REDD+ como créditos de carbono en el apartado 6.2. Esto cubriría tanto las reducciones pasadas de REDD+, de 2015 a 2021, como una vía rápida para tales reducciones en el futuro a partir de 2021, permitiendo así por primera vez que los gobiernos de los países con altas emisiones compren tales «créditos forestales» como una forma de lograr sus NDC. También apoyaron la redacción del párrafo 6.4, que definiría las «eliminaciones» de carbono como relacionadas específicamente con el sector de la agricultura, la silvicultura y el uso de la tierra, con lo que los bosques entrarían directamente en los mercados de carbono por primera vez.
Los defensores del medio ambiente de Brasil y de otros países argumentaron con firmeza que estas medidas serían desastrosas para las comunidades forestales de la Amazonia y de otros lugares y también para los propios bosques, porque desencadenarían una oleada aún más intensa de acaparamiento de tierras y de presión comercial sobre sus territorios, a medida que los países ricos y las grandes empresas se apresuraran a comprar los derechos para seguir contaminando.
Al final, estos activistas obtuvieron una pequeña victoria. Las reducciones de REDD+ no se mencionaron en relación con el punto 6.2, y la referencia a la silvicultura en el punto 6.4 se sustituyó por una definición más genérica de las eliminaciones de carbono. Sin embargo, es posible que se trate de suspensiones temporales. Los bosques no están excluidos en ninguno de los dos mecanismos, y seguramente se harán nuevos intentos de incluirlos explícitamente cuando se debatan algunas de las definiciones posteriores.
Algunas conclusiones iniciales para el movimiento
Estos tres tipos de resultados de la COP26 apuntan a tres tipos de conclusiones que pueden ayudar a orientar nuestra acción futura.
1) Es cada vez más improbable (podría decirse que está cada vez más cerca de excluirse) que las 197 partes de la CMNUCC tomen las medidas necesarias en la década actual —ni en términos de reducción de emisiones ni en términos de financiación del clima para el Sur Global— para garantizar que el calentamiento global se mantenga por debajo de 1,5 grados centígrados. Al menos, no lo harán sin un cambio drástico en el equilibrio de poder político que les obligue a actuar.
2) No obstante, seguirá habiendo una presión masiva, procedente de la opinión pública y de las protestas en las calles y en las comunidades, para exigir a esos gobiernos que sí tomen tales medidas. Esto no se debe a que la mayoría de estas personas confíen en que sus gobiernos hagan lo necesario. La mayoría de las 100 o 150 mil personas que estaban en las calles de Glasgow ciertamente no lo creen. Lo mismo ocurre con muchos de los millones más que observaban con simpatía. Seguramente, la mayoría de esos manifestantes ya piensan que es necesario un «cambio de sistema», aunque no tengan claro en qué puede consistir.
Sin embargo, por el momento, siguen considerando que presionar a los gobiernos es la mejor opción disponible. Cuanto más no actúen esos gobiernos, y cuanto más se sienta el impacto de los fenómenos meteorológicos extremos en los centros de población más importantes, más se puede radicalizar el movimiento. Ya existe una simpatía generalizada por quienes emprenden acciones directas. Esa simpatía puede aumentar. En algunas circunstancias concretas, el propio movimiento de masas puede recurrir más a la acción directa para bloquear minas, centrales eléctricas o lo que sea.
Pero, en general, y a menos que se produzca un cambio drástico en el equilibrio de poder político, el movimiento de masas no asumirá por sí mismo la tarea de cerrar la industria de los combustibles fósiles, como algunos sugieren que debería hacer.
3) Mientras que los gobiernos del Norte Global siguen proclamando que están trabajando para mantener vivo el 1,5 grados, los sectores más coherentes de la clase capitalista, especialmente en el sector financiero, trabajarán duro y rápido para poner en marcha los mecanismos que puedan convertir las crisis climática y de la biodiversidad en un nuevo campo central para la acumulación de capital.
Por supuesto, gran parte de la clase dirigente del Sur Global ya está bien integrada en este proyecto. Los gobiernos y las organizaciones de la sociedad civil que no lo están seguirán luchando en el marco de las negociaciones climáticas de la ONU. No tienen muchas opciones. Puede que haya contradicciones cada vez más agudas entre algunos de ellos y la forma en que los gobiernos del Norte Global están impulsando el proceso a su costa.
Pero también habrá muchas ocasiones en las que estos representantes del Sur Global, tanto los gobiernos como a veces los movimientos, se traguen los beneficios a corto plazo que aparentemente ofrece el capital transnacional y sus mecanismos de mercado para abordar la crisis climática. Un ejemplo de ello es cómo incluso algunos sectores radicales del movimiento indígena de Brasil han caído en la tentación de suscribir aspectos de la mercantilización de los bosques como forma de conseguir el tan necesario dinero en efectivo para sus comunidades.
Es comprensible que el punto primero produzca —y de hecho ya lo ha hecho— llamamientos a la radicalización del movimiento. En parte, esos llamamientos son correctos. Pero sería un grave error malinterpretarlo. La tentación de «desvincularse de la COP» por completo y «establecer nuestra propia agenda» corre el riesgo de abrir una brecha entre algunos de los sectores más radicales del movimiento por la justicia climática, que sigue siendo una minoría relativamente pequeña, y aquellas fuerzas mucho mayores que estaban tanto en las calles de Glasgow como representadas, de forma mediada, por algunos de los gobiernos del Sur Global y muchos de los grupos de la sociedad civil que operan y luchan dentro del proceso de la CMNUCC. Muchas organizaciones indígenas latinoamericanas, por tomar de nuevo ese ejemplo destacado, fueron muy activas tanto en las calles de Glasgow como dentro de la Zona Azul.
Cuando 1000 delegados abandonaron la Zona Azul en el último viernes, fue la mayor revuelta de este tipo en la historia de las COP, al menos desde que los países del Alba golpearon la mesa y rechazaron el montaje de Obama en Copenhague. 750 delegados de la sociedad civil abarrotaron una de las salas principales para celebrar una improvisada sesión plenaria popular, que acabó con ellos cantando «el poder para el pueblo». Luego se les unieron varios cientos más que no pudieron entrar, para marchar por el recinto del Scottish Events Campus cantando «el pueblo se va a levantar como el agua…», y finalmente salir de la Zona Azul y enlazar con los movimientos que protestaban fuera de las puertas. Fue una ilustración poderosa y conmovedora del tipo de vínculos que son posibles y necesarios.
Lo que tenemos que encontrar, tanto en Escocia como en otras partes del Reino Unido y en todo el mundo, son las formas organizativas concretas que pueden unir estos diferentes componentes en una fuerza más duradera, consistente y potente en lugar de separarlos.
Justicia climática, justicia social e independencia en Escocia
Aquí, en Escocia, las consecuencias de la COP26 nos ofrecen una oportunidad especial. Esto puede ilustrarse con una breve historia contada hacia atrás. En el momento de escribir estas líneas, la empresa de exploración petrolífera Siccar Point Energy, respaldada por private equity o capital de riesgo, acaba de anunciar que «pone en pausa» su proyecto de explotación del yacimiento petrolífero de Cambo, situado a 1000 metros de profundidad en el Mar del Norte, al oeste de las Islas Shetland.
Aunque no es un gran yacimiento, y económicamente es marginal, tanto para los activistas como para el gobierno del Reino Unido, Cambo se había convertido en el símbolo de la confrontación entre una estrategia oficial de máxima extracción de combustibles fósiles en el camino hacia un futuro con bajas emisiones de carbono, y la exigencia de dejarlo en el suelo, ya. Para las y los activistas, el anuncio de Siccar se siente como una gran victoria. La decisión de Siccar se produjo ocho días después de que Shell se retirara de su participación del 30% en el proyecto, alegando que «la justificación económica (…) no es lo suficientemente fuerte en este momento».
Poco más de dos semanas antes, el 16 de noviembre, la Primera Ministra de Escocia, Nicola Sturgeon (del gobierno autónomo, regional, con competencias limitadas), expresó por primera vez su abierta oposición al nuevo yacimiento petrolífero, afirmando que no debía recibir luz verde y que era incompatible con los objetivos de «cero neto». Anteriormente solo había pedido una reevaluación del proyecto por parte del gobierno británico en Londres, que tiene la facultad de aprobar las licencias de exploración petrolífera.
Diez días antes, Glasgow acogió la mayor manifestación por el clima jamás vista en el Reino Unido, y una de las mayores protestas de cualquier tipo jamás celebradas en Escocia. Cuando Shell anunció su decisión de retirarse, Amigos de la Tierra Escocia comentó con razón que «el poder popular ha hecho que la explotación de Cambo, que destruye el clima, sea tan tóxica que incluso el gigante petrolero Shell ya no quiere verse asociado a ella». Eso era cierto. Pero también hubo un paso intermedio. Dos pasos, de hecho: el gobierno y la cuestión nacional.
El hecho de que tanta gente se manifestara en Glasgow, y que «Stop Cambo» fuera una de sus demandas más visibles, sin duda tuvo un impacto en Shell. El gigante petrolero puede prescindir de tal o cual nuevo yacimiento del tamaño de Cambo (170 millones de barriles en 25 años, más o menos lo mismo que produce Arabia Saudí en tres semanas y media). Y le preocupa su imagen, sobre todo porque ahora se ha comprometido públicamente a ser «neto cero» a mediados de siglo. Esas manifestaciones, sin embargo, no fueron el factor decisivo en su decisión. Probablemente pesó más la amenaza de que los defensores del clima emprendieran una guerra legal y arrastraran el proyecto a través de interminables recursos y retrasos judiciales.
Sin embargo, esa enorme protesta en Glasgow sin dudas pesó mucho en el cambio de postura de Nicola Sturgeon, al oponerse a Cambo. Y el cambio de opinión de Nicola Sturgeon probablemente tuvo una influencia aún mayor en los cálculos económicos de Shell. Puede que el gobierno escocés no tenga ahora el poder de decir «sí» o «no» a los nuevos yacimientos petrolíferos, pero podría dificultar mucho los aspectos prácticos de acceso y operaciones. E incluso Shell probablemente puede ver que mucho antes de que termine la vida útil de 25 años del campo petrolífero y su viabilidad económica, existe una posibilidad real de que Escocia se convierta en un país independiente, con un gobierno que ahora puede querer deshacerse de todos esos campos petrolíferos.
Este es un ejemplo concreto de cómo la cuestión nacional está agudizando la cuestión climática en Escocia, y viceversa. La combinación entre la insultante exclusión de Nicola Sturgeon y del gobierno del SNP por parte de la presidencia unionista británica de Johnson-Sharma de la COP26, sumada a la escala histórica de la movilización en las calles escocesas, ha aumentado la presión sobre ese gobierno ambiguo del SNP y ya ha dado algunos resultados modestos, como el de Cambo. El presupuesto del gobierno escocés, revelado la semana pasada, también da algunos pasos parciales en una dirección positiva, con el tratamiento de la crisis climática como una de sus tres principales prioridades.
Esto, por supuesto, ha coincidido con la incorporación al gobierno del Partido Verde Escocés, significativamente a la izquierda de los Verdes en Inglaterra, Alemania o probablemente en cualquier otro lugar de la UE. El gobierno escocés dio otro paso muy pequeño, pero simbólico, en la primera semana de la COP26, cuando se convirtió en la primera administración del Norte Global en hacer una oferta concreta, de solo 1 millón de libras, que más tarde se incrementó a 2 millones de libras, a un fondo para pérdidas y daños en el Sur Global, una iniciativa que fue rápidamente desechada por la administración Biden.
En el otro sentido, la cuestión climática está empezando a dividir y polarizar la lucha nacional. Puede que sea poco más que una nota a pie de página, de cierto interés en Escocia pero no mucho en otros lugares, pero esto ha quedado claro en la actitud del antiguo Primer Ministro, Alex Salmond. Salmond rompió con Sturgeon y formó el año pasado Alba, un partido nacionalista supuestamente más radical, respaldado por una extraña amalgama de «feministas» antitrans y de izquierdistas misóginos. Después de que Sturgeon se declarara en contra de Cambo, éste la atacó rápidamente por vender el derecho de Escocia a su propio petróleo y por poner en peligro los puestos de trabajo.
En otras palabras, las cuestiones de la justicia climática y la acción climática atraviesan ahora la lucha nacional en Escocia, al igual que la cuestión del cierre del petróleo del Mar del Norte y la necesidad de una transición justa dirigida por los trabajadores del sector atraviesa y polariza el movimiento sindical en Escocia.
Son combinaciones potencialmente explosivas. Las luchas climáticas ya están avivando las reivindicaciones nacionales, y podrían añadir una nueva dimensión a la lucha por la independencia. Al mismo tiempo, cualquier avance hacia una Escocia independiente va a plantear necesariamente las cuestiones de justicia climática de forma mucho más aguda. El gobierno del SNP ha dado algunos pasos modestos y positivos, al igual que en varios ámbitos de la política social. Pero su orientación general «social-liberal» y su apego a las políticas de mercado significan que sigue aferrado a la visión de cero neto (para 2045) y a las ilusiones sobre la captura y el almacenamiento de carbono, sobre Escocia como centro neurálgico y exportador de energía renovable, etc. Por lo tanto, desmantelar la narrativa del cero neto y las falsas soluciones que conlleva adquiere una importancia especial aquí en Escocia, tanto para el movimiento climático como para el ala radical del movimiento independentista.
El gran reto de los próximos meses —y es un reto que hay que aceptar rápidamente, o el momento habrá pasado— radica en encontrar las formas organizativas y las iniciativas políticas que puedan captar, consolidar y desarrollar la energía, la diversidad y la radicalización política que estalló en las calles de Glasgow en noviembre. Para ello será necesario algún tipo de iniciativa específica aquí en Escocia, pero que al mismo tiempo se articule con movimientos similares en otras partes del Reino Unido e internacionalmente.
Nota:
(1) De forma característicamente confusa, hay tres versiones del texto principal de la decisión de cobertura, una para cada una de las tres reuniones que se celebraron oficialmente en paralelo bajo el paraguas de la COP: en primer lugar, la propia COP26, es decir, la 26° Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático; en segundo lugar, la CMP16, la 16° Conferencia de las Partes que actúa como reunión de las Partes del Protocolo de Kioto, que es en gran medida irrelevante y cuyos textos dicen muy poco: y la CMA3, o la 3ª Conferencia de las Partes que actúa como reunión de las Partes en el Acuerdo de París, que es la que realmente tiene más detalles en relación con la aplicación del Acuerdo de París.
IAIN BRUCE. Periodista y activista de la Coalición COP26 residente en Escocia. Junto con Sabrina Fernandes presentaba un video-resumen diario de lo que pasaba en Glasgow, Inside Outside.
Fuente: https://jacobinlat.com/2022/01/05/mas-alla-de-glasgow/