«Santo Oficio» se llamaba, históricamente, al que ejercían tenebrosos tribunales de la Iglesia, bajo el nombre de Inquisición, porque se dedicaba a «inquirir» en las conciencias de las personas, por descubrir si algunas de ellas se permitían pensar de manera distinta a como decidía la Iglesia que se debía pensar. Por tan sutil procedimiento, que […]
«Santo Oficio» se llamaba, históricamente, al que ejercían tenebrosos tribunales de la Iglesia, bajo el nombre de Inquisición, porque se dedicaba a «inquirir» en las conciencias de las personas, por descubrir si algunas de ellas se permitían pensar de manera distinta a como decidía la Iglesia que se debía pensar. Por tan sutil procedimiento, que incluía métodos tan sofisticados de tortura física y psíquica que ahora mismo nos escandalizan, retrospectivamente, en su comparación con los actuales interrogatorios de que se valen para arrancar información a los perseguidos por algunas de las potencias que lideran la dominación en el mundo; cientos de miles de usuarios que usaban inocentemente del entendimiento como Dios les daba a entender, murieron pasto de las llamas por el sistema profiláctico de la hoguera, que garantizaba que pasaban a mejor vida «separados» de la Iglesia. La Religión quedaba impoluta, y sus víctimas pulcramente «condenados».
La consabida estrategia eclesiástica, de mudar de nombre a las cosas para que la Institución sobreviva a la eficacia de las palabras, hizo que, en tiempos muy modernos, ya con una implantación de los «Derechos Humanos» en la Cultura Universal, se inventase el nombre de Congregación para la Doctrina de la Fe, para desdibujar la misma actividad de los terroríficos Inquisidores de antaño; que ahora, ya, no sentencian a la muerte física del insensato disidente, sino sólo a su muerte civil; puesto que la condena consiste en privarle del derecho a ejercer la docencia a que venía dedicado; la labor inquisitoria se llama «expediente informativo»; pero la condena recae con frecuencia sin haber escuchado siquiera al encausado, sin haberse, por tanto, podido defender; son pues, simulacros de «juicios», en los que la tosca tortura física se ha sustituido –y no del todo, que también la penuria y el fantasma del paro y el desamparo profesional presionan– por la sibilina coacción psicológica.
Al frente de la «modernizada» inquisitorial Congregación funciona, desde hace veintitantos años, el conocido cardenal Joseph Ratzinger, cuyo Decreto más sonado ha sido la reducción al silencio oral y escrito del teólogo brasileiro Leonard Boff, el más cualificado representante de la «teología de la liberación», así neutralizado en 1986. Obvio es que, ni el más hábil barniz de maquillaje podría encajar en las coordenadas del sentir juridicista moderno la estructura de una Oficina Depuradora de la Fe cual la de la Sagrada Congregación que nos ocupa, de la que se halla ausente el menor atisbo de libertad de pensamiento y de expresión o, siquiera, la menor posibilidad de debate e intercambio democráticos, con un voto de obediencia de los obispos, entendido, por esta razón, en la más estricta sujeción a la doctrina y a la ideología religiosas establecidas por la Santa Infalible Sede ex cathedra de fe y costumbres.
La nueva producción intelectual de Ratzinger, como Prefecto de la Fe, después del celebérrimo decreto contra-Boff antes nombrado, ha sido la condena en estos días producida, contra la ideología de los movimientos feministas, hoy extendidos por todo el mundo. A esta ideología feminista –para cuya descalificación, el manipulador e intelectual cardenal ha acuñado la expresión de «ideología de género», de que la Cultura no dejará de pasarle buena cuenta–, se la impugna con el argumento central de que la biología ha impuesto a las mujeres un papel de subordinación natural, enteramente en consonancia con el relato mítico del Edén, en el que se recogió, por inspiración divina, el propio mandato de Dios…
El documento –que ha sido personalmente supervisado por el Papa–, reafirma la reclusión de la mujer en casa, por encima de su derecho al trabajo. No hay en ello ninguna novedad: La Iglesia católica ha sido responsable principal en la construcción ideológica del Género; entiéndase, aquella que la Cultura –artificio al fin humano–, exagerando y distorsionando las predisposiciones de la Naturaleza, ha ido persistentemente elaborando; con la ayuda de los viejos mitos, por supuesto –la Eva pecadora, la maldición divina, etc.–; pero también con las «sutiles» disquisiciones de la Escolástica –¿tenía alma la mujer, o era una extracción tan sólo, del alma de Adán, de su inteligencia, succionadas a través de su costilla flotante?–…
Simultáneamente se lamenta, -no lo suficiente en los medios de comunicación- en toda la extensión universal, la desaparición del científico Francis Crick –físico, biólogo, neurocognitivista– (fallecido, tal vez, ¿y por qué no?, por el escándalo intelectual que le haya podido producir el documento en cuestión, fabricado en los hornos crematorios de la más poderosa de las mil y una Iglesias que hoy existen en el mundo). Crick fue co-descubridor del código genético evolutivo; de cuyo estudio se desprende que el sexo masculino queda determinado por adición de un cromosoma (el «Y») en sustitución de uno de los dos del par «XX» que corresponde al sexo femenino; esto es, que, bioquímicamente, el sexo masculino no precede, sino que procede, del femenino. O muy mal informado debió andar el cronista del Génesis, o fue Adán el que surgió de la costilla de Eva. Para colmo, el científico Crick estaba a punto de localizar el origen neuroquímico de la «ideas» que constituyen nuestro pensamiento; y, por tanto, la conexión física entre las bases materiales del mecanismo neurológico y la producción de las ideas de significación, inmateriales, o sea el plano mental en el que discurren todas nuestras ideas, desde la noción del alma hasta el concepto de Dios. Ahora que Crick ha muerto, que venga un nuevo Galileo que lo diga, antes de que pasen 500 años en que la Iglesia le pida perdón.
La Iglesia de Roma ha sido, desde siempre, la gran depredadora, más que represora, de la mujer. Lo que ahora la misma Iglesia califica de «feminismo radical», es, simplemente, la proclamación ideológica de los «derechos humanos de las mujeres», que han sido atropellados, entre otras, por la ideología religiosa; aquella que la Iglesia imparte porque le permite mantener su poder económico y terrenal; disfrutando del cual ha logrado subsistir hasta el día de hoy.
La epístola antifeminista de Ratzinger –dirigida a modo de instrucción «a todos los obispos del mundo»–, no es sino un intento desesperado de poner cortapisas a la libertad y al legítimo derecho de autonomía de las mujeres; a las cuales se les recuerda que «en lo más profundo y originario de su ser, existen por razón y en razón del hombre». Se convendrá en que ser y existir en razón de otro, es la fórmula de expresión verbal más perfecta que pueda darse para definir la esencia de la esclavitud. Además, nadie dejará de asociar semejante presupuesto ideológico con el comportamiento de violencia desencadenado por los hombres, esto es, como un reforzamiento de la violencia de género que sufren las mujeres en el mundo. La dogmática católica podrá distribuir a su capricho las funciones socio-culturales, vetando a la mujer la posibilidad de desarrollar sus capacidades, y confiriéndolas todas a uno sólo de los sexos, del que hace depender al otro. Pero no es el sexo el que nos discrimina, sino la falacia del género, alimentada por las mal llamadas creencias religiosas.
Bajo la perspectiva de quien pretende hablar en nombre de Dios, sería mejor y más comprensible para la humanidad, que la Iglesia empezara a pedir perdón: a las mujeres, a las que siempre ha discriminado, a los homosexuales de uno y otro sexo por la infamante persecución a la que les ha sometido, a los pobres por ofrecerles sólo caridad en vez de derechos humanos, a las víctimas de los regímenes dictatoriales a los que la Iglesia prestó su beneplácito y colaboración, y a la infancia masacrada moralmente por la pederastia clerical. Todas ellas tienen cuentas que reclamar. Y no es cosa de hacer aquí un recuento de la Iglesia pecadora, porque sería interminable. La deuda que la Iglesia tiene contraída con la Humanidad por los hechos que están en todas las memorias, debiera incitarle, si tuviera un mínimo de dignidad y coherencia, a hacer pública penitencia, no con el histrionismo de besar, rodilla en tierra, cada asfalto del aeropuerto que se preste a ello; si no deponiendo definitivamente su discurso manipulador de las conciencias y su asociación con las estructuras de poder, tentáculos ejecutores de una ideología maniquea por ella propiciada.
Y, por último, una renuncia imperiosa si la Iglesia quiere ganar credibilidad, al menos en España. Es la de que haga bueno, de una vez por todas, el compromiso obligado y formal de la autofinanciación en su día contrajo con el gobierno de España; un mínimo sentido de la dignidad para cumplir la palabra dada, sin el subterfugio de escudarse en fórmulas de fraudulenta confesionalidad de hecho, en un Estado constitucionalmente erigido bajo el status de absoluta neutralidad religiosa, y el resultado bochornoso de seguir engrosando sus arcas, año tras año, en cifras que superan los cien mil millones (en pesetas), extraídas del bolsillo esquilmado del pueblo español que en más de un 70% aborrece, cuando menos, este engaño. Una realidad político-social que todo Gobierno democrático, más, en una sociedad laica, con la Constitución en la mano, está obligado a efectuar
<>Ana Mª Pérez del Campo. Presidenta de la Federación de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas
Enriqueta Chicano. Presidenta de la Federación de Mujeres Progresistas
Carmen Toledano Presidenta de Unión Nacional de Asociaciones Familiares
Angeles Alvarez. Presidenta de Enclave Feminista
Lourdes Hernandez. Mujeres Vecinales de Madrid>
Más textos sobre la polémica planteada por la iglesia en: redfeminista.org
Miércoles 4 agosto 2004.