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Matar a la peor de todas

Fuentes: El Viejo Topo

Una de las descripciones más antiguas de un hombre que golpea brutalmente a su mujer nos la ofrece Ovidio Nasón (43 a. C. – 17 d. C.) en sus Amores: «Sí, ha sido la locura la que lanzó mis brazos insolentes contra mi amada. Y maltrecha por mi mano furiosa, está llorando ahora». La lengua […]

Una de las descripciones más antiguas de un hombre que golpea brutalmente a su mujer nos la ofrece Ovidio Nasón (43 a. C. – 17 d. C.) en sus Amores: «Sí, ha sido la locura la que lanzó mis brazos insolentes contra mi amada. Y maltrecha por mi mano furiosa, está llorando ahora». La lengua de la víctima queda «paralizada por un miedo pavoroso»; él le ha destrozado las mejillas y le ha arrancado el pelo, y ante semejante salvajada se deshace en reproches contra su propia bajeza. «¡Hurra! -exclama, avergonzado–, una chiquilla ha sido vencida por un hombre corpulento», y en un ataque de arrepentimiento lamenta que antes de lanzarse contra ella «no se le hubieran caído los brazos de los hombros», para al fin concluir: «He derrochado una violencia loca para mi propia perdición».

Numerosos estudios recientes muestran que ese tipo de amantes castigadores son capaces de desarrollar una violencia loca muy distinta: antes de comenzar la sesión de tortura corren las cortinas o ponen música a todo volumen, para despistar al vecindario. El hecho de que el nivel económico y cultural no es capaz de mitigar el ensañamiento del macho castigador es harto conocido por los estudiosos del tema.»Los agresores cultos son mucho más retorcidos, golpean en lugares que no dejan huella, son expertos en el maltrato psicológico», ha dicho Isabel Llinàs, directora del Instituto Balear de la Mujer y ella misma víctima de la agresión de género (EL PAÌS, 08 09 2004). También se sabe que «la intensidad y la frecuencia de las fases de violencia aumentan con el tiempo, hasta llegar a un punto sin retorno» (Les violences envers les femmes en France, Documentation francaise, Paris, 2003).

Todo hombre moderadamente enamoradizo ha tenido alguna vez una relación sentimental con una mujer casada. A lo largo de la vida, hay momentos en que cualquiera puede sentirse atraído por una persona que no es su pareja habitual. Pero la infidelidad masculina se considera un atributo positivo de la virilidad, mientras que a la mujer adúltera la tradición le depara la peor de las reputaciones. Para el varón, el hecho de que otro posea «lo que es suyo» constituye una ofensa tan explosiva que llega a pulverizar las barreras internas que lo separan del comportamiento criminal: el objeto odioso que se entregó a otro (hacer el amor con una mujer es poseerla) se merece el peor de los castigos. A diferencia del hombre polígamo, en la Biblia la mujer adúltera «se emputece» y recibirá el castigo de Dios, independientemente de que sea culpable o no; basta con que el marido tenga esa sospecha (Números, 5, 11, 12-31).

Creo que en el debate sobre la llamada violencia de género (o sea, del macho contra la hembra) se soslayan dos asuntos que están relacionados con el comportamiento irracional de tantos hombres:

1) la independización de la mujer percibida imaginariamente por el hombre como «adulterio», y

2) el impacto de la prostitución en el imaginario masculino.

Para el hombre maltratador u homicida, el hecho de que sus mujeres muestren una actitud libre ante el trabajo y la vida en general, saliéndose así del cerco de la virilidad conyugal autoritaria se convierten, por vía de la imagen, en adúlteras virtuales: para que el varón la perciba como infiel ella no tiene que acostarse con niguna otra persona; basta que le sea «infiel» al entregarse a una imagen: la de querer ser ella misma por encima de la autoridad del macho posesivo.

La mujer que rompe el autoritarismo masculino, mostrando una faceta arisca y buscadora de nuevos horizontes, deviene la peor adúltera de todas pues no se le puede echar en cara «su putería». Es una infiel imaginaria pero eficaz, irreductible: se acuesta con la libertad en contra de la voluntad del marido, enanizando al macho ya que lo priva de ejercer su jurisdicción absoluta no sólo sobre el cuerpo de la tránsfuga, sino sobre su subjetividad. El hombre enanizado no puede soportar que esto se haga impunemente.

Las grandes adúlteras.

¿Qué nos enseñan las grandes adúlteras de la literatura? Ana Karenina busca otro amor porque percibe a su esposo como «un hombre miserable y repugnante que ha impedido que mi vida siguiera su curso natural, ahogando todo lo que hay en mi ser de bueno y hermoso». Aun sabiéndose cornudo, el marido de Ana sigue con ella a fin de «guardar las apariencias», y Tolstoi pone diabólicamente en boca de la adúltera el sentir de quienes los rodean: «Si yo estuviera en su lugar -dice Ana Karenina–, ya habría matado a mi mujer, una mujer como yo. La habría descuartizado en vez de seguir llamándola ‘mi querida Ana’. Lo dicho: él no es un ser humano; es una máquina de trabajar».

Otra adúltera menos famosa, pero no menos compleja, es la heroína de la novela Doctor Glas, del sueco Hjalmar Söderberg (1989-1941). Esa señora llega un día a la consulta de Glas y le espeta: «Doctor, me ha entrado un asco tan horrendo por mi marido». Quiere que alguien la escuche y sea su cómplice, pero sin que la codicie sexualmente ni la desprecie. Su esposo es un noble anciano que nunca le ha dicho una palabra desagradable. «Pero me produce una repugnancia tan espantosa», confiesa, y le cuenta al doctor que es «una mala mujer» pues se está entregando a otro.

Por su parte, lo que la emblemática Emma Bovary tiene en común con todas las adúlteras es que no es dichosa: según ella «no lo había sido jamás», y se pregunta de dónde procedía «aquella insuficiencia de la vida, aquel instantáneo derrumbarse de las cosas en que se apoyaba» (Madame Bovary, Tercera Parte, Cáp. VI). Esos tres ejemplos de adúlteras literarias tienen en común con las de la vida real una falta de amor y de otra cosa indefinida que las hace sentirse aplastadas por el marido y extrañas en el mundo, pues dentro del matrimonio no existe sólo la dinámica de dominio y sumisión sino también de tedio, de aburrimiento mortal, esa sensación de que no pasa nada en lo profundo ni siquiera cuando se hace el amor, con la consecuente rebelión para salir del cautiverio: «buscar fuera», no aceptar el destino del esposo, ese otro extraño, como propio.

Mi tesis es que muchos hombres maltratadores de hoy en día confunden trágicamente cualquier búsqueda de ensanchamiento vital de su mujer con ese pecaminoso «buscar más allá de la autoridad del marido». No es raro, pues, que muchos hombres se sientan desafiados y «engañados» por sus mujeres en una sociedad ferozmente moderna que, como la española de nuestros días, fue construida rápidamente (y sin un arreglo profundo de cuentas con el pasado) sobre la cerrazón religiosa y el autoritarismo retrógrado de las instituciones y la mentalidad del franquismo.

La influencia de la prostitución.

Otro factor esencial es la prostitución. ¿Qué relación secreta existe entre la prostitución y la violencia contra las mujeres?

La prostitución es la expresión máxima del derecho del varón a perpetuar su idea de disponer de la mujer. Obsérvese que en la prensa española a los hombres que se van de putas se les llama respetuosamente «clientes». Por lo general se habla muy poco de ellos, probablemente para no herir la sensibilidad ni la libertad de consumo de sus señorías. Los medios de comunicación son muy cautos a la hora de escrutar a quienes, en el fondo, hacen posible esta lacra equiparable a la esclavitud.

En Francia no es muy diferente. En 2002, en un dossier de una decena de páginas sobre el tema en Le Nouvel Observateur (22-28 de agosto), no hay ni una sola entrevista con un «cliente». Son conocidos los porcientos respectivos de las mujeres indígenas o subsaharianas, colombianas, de Europa de Este, etc, que existen en los mercados europeos de la prostitución. ¿Pero qué sabemos con exactitud de su intachable clientela? ¿Prevalecen los hombres mayores, o acaso los jóvenes son los más asiduos y, en ese caso, qué tipo de mentalidad genera ese comportamiento? ¿Cuáles son las ocupaciones, la clase social, los ingresos o el tipo de automóvil de los clientes de las señoritas que venden su cuerpo? ¿Se ha estudiado si quienes han hostigado y asesinado a sus esposas son adictos al sexo pagado en los puticlubs, a domicilio o en la calle? Cualquier tipo de estudio sobre el fenómeno de la violencia de género tiene que incluir el análisis de la prostitución, y para ello hay que adentrarse en el tema de la clientela masculina.

En España, una institución de nombre piadosamente eufemístico, la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne, manejaba hace dos años la cifra de 300 000 prostitutas que atendían a 450 000 clientes diarios. No obstante, un comisario no descartaba que el número de prostitutas fuese de 800 000 (El País, 3 de agosto de 2002, página 23). Eso significa que cada mes de Dios unos 13 500 000 honorables caballeros buscan el sexo sometido de una mujer «emputecida». Según la famosa definición de Quevedo, a esos señores se les debería llamar putos: «Puto es el hombre que de putas fía, / y puto el que sus gustos apetece; / puto es el estipendio que se ofrece / en pago de su puta compañía».

La prostitución es una institución que se interrelaciona con toda la sociedad y que penetra profundamente las relaciones humanas con su escala de desvalorización de la mujer. Y del hombre. Pues quien busca el sexo por tarifas desconoce lo que significa el reconocimiento emocional mutuo en la excitación de la galantería, ese misterioso dar y recibir en el encuentro a condiciones iguales, que involucra a todo el ser humano con sus gestos, cualidades, instintos, experiencias, expectativas y dudas. El sexo de pago extirpa el dulce miedo al fracaso de la conquista y también el difícil aprendizaje de la aceptación del rechazo. Pero la pérdida más grande del puto quevediano actual es la delicia de la recompensa, si ésta llega: el inmenso significado de entrar sentimentalmente en una vida que te trata como un ser único, y que sólo en virtud de su voluntad y su deseo te ha dado un pasaporte maravilloso para que entres en su cuerpo sólo por eso, porque eres único para ella aunque no tengas donde caerte muerto, y ella es única para ti da igual si por una noche o la vida entera.

Lenguaje «puto» y adoctrinamiento.

El lenguaje de la industria de la prostitución, tal y como se manifiesta en los anuncios de Relax, reafirma la falta de reciprocidad entre los sexos y traza una peligrosa línea subliminal entre la posesión privada de la esposa y la posesión circunstancial de la prostituta en tanto que objeto público de consumo en el mercado. La propia palabra relax sugiere que existe todo un ejército laboral de hembras que venden su vida para el placer de los machos. Anuncios en la prensa española: LETICIA, esclava, adoro obedecerte. ALBA, me excita hacer todo lo que me pidas. AMA DE CASA, muy besucona, etc. Ese lenguaje cala como un líquido corrosivo la esencia porosa de la sexualidad, e impone la imagen de que lo que las putas hacen con sus putos por «estipendio», no pueden hacerlo la esposa, la novia y la amante por amor o porque les da la gana, sin convertirse ante el hombre en tipas viciosas, morbosas, espectaculares, sumisas, etc. En una sociedad penetrada hasta la médula por la prostitución, la integridad de la mujer como ser dueño de su sexualidad estará siempre amenazada.

En el capitalismo de imagen en el que vivimos, instituciones tan decentes como la televisión y las revistas de moda, así como el sector turístico y en general la industria de la publicidad, también fomentan la cosificación erótica de las mujeres reforzando las taras machistas de dominación. ¿Cuál es la conexión recóndita entre el maltrato del cuerpo de la mujer y esas señoritas medio desnudas que aparecen vendiendo una moto o una botella de cualquier cosa, o como suntuosas convidadas de piedra en innumerables shows televisivos en contextos que hacen de su presencia un hecho absolutamente incomprensible?

Se trata de poderosos instrumentos de difusión masiva de la putería, entendida como estereotipo genérico de mujer ofrecida que, si vale algo, es únicamente en función de la redondez de sus pechos, la lisura de sus muslos o la estupidez de esas sonrisas babosas, de reinas sin cerebro, que probablemente se les exige si desean participar en esos programas. Los televidentes recibimos entonces un mensaje pedagógico sancionado por el medio más adoctrinador de todos, la TV, contra el que nadie puede defenderse: ellas pertenecen a un grupo humano cuyos atributos sexuales se ponen en exhibición para que otros se apoderen de ellos.

La peor del mundo.

Esa separación del cuerpo femenino –pasivo, disponible y sometido– de la subjetividad de la mujer como ser humano –libre, activo e indomable– alimenta la noción de que en el fondo todas las mujeres, por el simple hecho de evidenciar un deseo erótico controlado y encauzado por ellas mismas, o por llevar una vida activa y reacia a la inferioridad y la servidumbre, no son más que unas putas (refranero español: «Mujer discreta, ni en ventanas ni en puertas»).

El maltratador surge entonces, como una marea negra, de esa ideología imperante que es imposible de cambiar ya que, como el sistema capitalista mismo, pretende representar el orden natural e inmutable de las cosas. El maltratador/asesino no es un marciano; es nuestro vecino, vive inapelablemente dentro de ese «orden», lee los anuncios de relax, mira la TV y las fotos de las revistas. Su prepotencia herida es parte de un pacto social moderno que, para su desconcierto y cólera, ya no le permite mangonear a su mujer a su manera. Pero no se lo permite sólo a medias. Pues si bien por una parte la sociedad le prohibe que imponga su dominio por la fuerza, por la otra corrobora sutilmente su difusa percepción de que «esa puta no se me puede montar encima».

La verdadera tragedia de Ana Karenina y de Madame Bovary no fue el buscarse un amante como forma desesperada de alcanzar el equilibrio sentimental, sino el haber fracasado en el intento. Huir del universo estancado pero «viril» de un marido puede costar la vida. Los esposos de Ana y de Emma no tuvieron que asesinarlas. De eso se encargarían los mecanismos mentales de aniquilación de los que es aún más difícil fugarse.

Un símbolo clásico de la insurrección femenina aplastada por esos mecanismos es la monja y escritora mexicana Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695). Uno de sus errores contra el dominio masculino fue contradecir y analizar lúcidamente el sermón mediocre de un cura encumbrado. Con su proceder transgresor (desafiante) de mujer de letras en un ambiente en el que no estaba permitido serlo, llegó a ser la más grande imagen de la mujer adúltera sin marido y sin amante, es decir simplemente liberada y, por lo tanto, objeto de aniquilamiento por parte de la sociedad machista dominadora. Aquella monja atrevida merecía la muerte social y religiosa, y al fin cayó sobre ella el peso bíblico de la eterna chulería masculina, como mostró Octavio Paz, en forma de los dignatarios de la Iglesia.

Esa chulería ancestral sigue viva, y lo mismo se viste de obrero, de médico que de alto ejecutivo. Como tantas mujeres modernas, Sor Juana creía que el entendimiento no tiene sexo, como tampoco lo tiene la aspiración de una vida en libertad. Asediada, la brillante monja terminó sus días autodegradándose como «la más indigna e ingrata criatura». Quebrantada por sus enemigos misóginos se autoproclamó «convicta por todos los testigos del Cielo y de la Tierra» por culpa de sus «graves, enormes y siniguales pecados», y lo último que escribió constituye una imagen espeluznante del destino de tantas mujeres aplastadas: una nota firmada con su propia sangre que decía: «Yo, la peor del mundo».

Hoy como ayer, demasiados hombres de virilidad autoritaria (¡pero frágil!) definen a su compañera sentimental como «la peor de todas». ¿Qué sucede si la mujer se niega a aceptar esa visión demencial, sancionada hipócritamente por buena parte del orden imperante? Demasiados hombres creen que no tienen otro remedio que quebrantarla a golpes. Y si «la muy puta» no entra en cintura, la aniquilan.

René Vázquez Díaz es escritor cubano radicado en Suecia. Su libro más reciente es El sabor de Cuba (Tusquets, 2002).