El núcleo duro de la opresión femenina en las sociedades patriarcales no es la maternidad, sino el maternalismo, es decir, la imposición de la maternidad como destino primordial e ineludible para las mujeres y como eje central en torno al cual éstas deben organizar sus vidas y distribuir su tiempo. Por ello, la lucha del […]
El núcleo duro de la opresión femenina en las sociedades patriarcales no es la maternidad, sino el maternalismo, es decir, la imposición de la maternidad como destino primordial e ineludible para las mujeres y como eje central en torno al cual éstas deben organizar sus vidas y distribuir su tiempo. Por ello, la lucha del feminismo por la autonomía, el empoderamiento y la ciudadanía de las mujeres no significa estar en contra de la maternidad, pero sí estar en contra del maternalismo.
Cualquier análisis de la maternidad debe partir de una doble perspectiva. En primer lugar, la maternidad debe ser considerada como una función biológica, vinculada a la función de la procreación, el embarazo y el parto. En segundo lugar, la maternidad debe ser considerada como una práctica social, que hace referencia al conjunto de actividades relacionadas con el cuidado cotidiano de vida de hijos e hijas, que puede ser realizada tanto por la madre biológica como por otras personas (hombres y mujeres) con capacidad de proporcionar estos cuidados a los niños y niñas.
Considerada de esta forma, la maternidad es vivida por las mujeres de acuerdo a condiciones biológicas, psicosociales, ambientales y económicas muy diversas. No se puede comparar la maternidad que vive una trabajadora doméstica con la maternidad que vive la mujer que la contrata como niñera para el cuidado de sus hijos y/o hijas. Tampoco se puede comparar la maternidad de una mujer heterosexual con la maternidad que vive una mujer lesbiana. Menos aún se puede equiparar la experiencia maternal que vivirá una mujer con un embarazo resultado de una violación sexual que la que vivirá una mujer que ha planificado su maternidad como parte de su proyecto de vida. Esta diversidad de maternidades es rechazada por el maternalismo.
El maternalismo es una ideología de dominación que se impone como patrón obligatorio para moldear la vida de las mujeres en las sociedades patriarcales. Por sociedades patriarcales se entiende a las sociedades en las que existe un sistema de relaciones de poder que está estructurado en torno a la idea de la superioridad de lo masculino sobre lo femenino y en las cuales se considera que las mujeres deben servir y agradar a los hombres.
La ideología maternal hace abstracción de la diversidad de las experiencias de vida de las mujeres y de las diferencias que existen entre mujeres (de clase, de raza, de orientación sexual, de edad) con la finalidad de «maternalizar» a las mujeres. Esto significa circunscribir la esencia y la identidad femenina a la maternidad, como si las funciones biológicas y las prácticas sociales de la maternidad fueran el criterio último para determinar si una mujer es una «verdadera mujer». Maternalizar a las mujeres también significa que sus conductas en el ámbito familiar, comunitario, económico, político y/o religioso será evaluada en términos de los valores, actitudes y prácticas que culturalmente se asocian con la maternidad: cuidado a los demás, ternura, sacrificio, desinterés, sumisión, etc.
Pero además, la ideología maternal impone a las mujeres un modelo hegemónico de maternidad que está inspirado en cosmovisiones religiosas que veneran a las mujeres en su rol de madres que ponen su vida en función del cuidado y del bienestar de los demás. Por ejemplo, en la ideología maternal dominante en El Salvador, se impone una maternidad hegemónica construida a partir de la figura religiosa de María de Nazaret.
Siguiendo este arquetipo, se espera que las mujeres salvadoreñas, al igual que María de Nazaret, sean madres a una edad temprana, y que asuman una actitud de conformidad y de aceptación de su embarazo, aún cuando este no sea planificado o sea el resultado de una violación. Esto se fundamenta en el hecho de que este modelo de maternidad (el de María de Nazaret) toma como referencia a una adolecente sumisa que acepta sin replicar un embarazo impuesto por Dios, para salvar a la humanidad de sus pecados.
A partir de este modelo también se espera que las mujeres salvadoreñas puedan dar a luz en condiciones extremas y de alto riesgo, y que en medio de estas adversidades, puedan ser capaces de mantener la fuerza física y la capacidad emocional de proteger a los neonatos antes que cuidar de ellas mismas. De conformidad a esto, las mujeres salvadoreñas, durante el alumbramiento y puerperio, deberían seguir el ejemplo de María de Nazaret, quien después de parir en un establo en condiciones insalubres, tuvo la serenidad y la fuerza física necesaria para salvar a su hijo de la masacre ordenada por el rey Herodes, y no dudó en emprender un largo y tortuoso viaje desde Palestina hasta Egipto a los cuatro días de haber parido, con todos los riesgos de mortalidad materna que ello implicaba.
Esta maternidad hegemónica explicaría el por qué en El Salvador, la sociedad y el Estado toleran los altos niveles de maternidad adolecente, que en el 2012 se reflejaba en una cifra diaria de 69 partos de niñas y adolecentes entre los 10 y los 17 años, -según el informe Estado de la población mundial 2013 del Fondo de Población de la ONU- y que en gran medida son el producto de violencia sexual y del estupro. A lo mejor se piensa que si María de Nazaret fue una buena madre adolecente, por qué no puede serlo también una niña salvadoreña de 10 años.
El análisis de esta maternidad hegemónica podría también explicar el por qué muchos jueces y juezas condenan por homicidio agravado a mujeres salvadoreñas con partos extra-hospitalarios cuyos hijos fallecieron durante el parto, como consecuencia de una emergencia obstétrica o de un parto precipitado, que temporalmente les inhabilitó física y/o emocionalmente para atender a estas criaturas. En muchas de estas sentencias condenatorias, se puede leer cómo jueces y juezas recriminan a estas mujeres el no haber seguido «su instinto maternal» y con base en este supuesto instinto, reponerse y cuidar de la vida del neonato antes de su propia vida. A lo mejor piensan que no ha habido parto extra-hospitalario más difícil que el de María de Nazaret, y con todo, ella cuidó de su hijo.
Con esta ideología maternal y con este modelo de maternidad hegemónica, las familias, las escuelas, las iglesias, el Estado y demás entidades socializadoras, dedican sus mayores esfuerzos a entrenar a las niñas en la ideología maternal para que puedan desarrollar desde temprana edad su capacidad para el amor maternal al mismo tiempo que se les alienta a que diseñen su vida tomando en cuenta el momento en que serán madres. Estos esfuerzos van acompañados de un sistema de sanciones morales, sociales y/o contra las mujeres que no cumplan con el destino manifiesto de ser madres. Este sistema de sanciones oscila entre la crítica privada o pública a las mujeres que después de los 30 años no son madres aún hasta llegar al encarcelamiento de las mujeres que deciden interrumpir sus embarazos de manera deliberada.
Por su parte, el Estado en este tipo de sociedades diseña sus políticas públicas con un enfoque maternalista, que buscan imponer o reforzar una identidad femenina vinculada a la maternidad. En El Salvador por ejemplo, el proyecto Ciudad Mujer, que constituye la «joya de la corona» de las políticas sociales para las mujeres, tiene como logo a una figura materna (madre e hijo), como una clara señal que a las mujeres salvadoreñas se les considera ante todo y sobre todo, como madres, y sus derechos, se encuentran en función de que asuman más tarde o más temprano el rol de buenas madres. Otro ejemplo similar es la reciente designación del hospital de maternidad como Hospital Nacional de la Mujer, designación que delimita tanto el enfoque como el sector de mujeres destinatarias de las políticas públicas del Estado salvadoreño.
Este maternalismo continúa siendo por hoy el principal factor que determina los bajos niveles de autonomía económica de las mujeres. Por ejemplo en El Salvador, según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples de 2011, la participación de las mujeres en la Población Económicamente Activa (PEA) es de apenas el 47%, frente al 80% de participación que tienen los hombres. En el caso de las mujeres, la principal razón para no tener un empleo y/o no desarrollar una actividad que les genere ingresos propios es la maternidad y los trabajos del cuidado no remunerados asociados a la maternidad que deben realizar «por amor» para sus familias. Por ello, según datos el observatorio de la igualdad de género de la CEPAL (2010), en el 2008 casi el 50% de las mujeres rurales y el 34% de las mujeres urbanas mayores de 15 años que no estudian, no tienen ingresos propios.
En conclusión, la realidad de la maternidad de las mujeres es compleja y diversa: no todas las mujeres aspiran a ser madres; muchas mujeres son madres de manera involuntaria y para muchas mujeres, la maternidad, lejos de ser una forma de realización personal, es más bien un mecanismo de opresión, de esclavitud y de pobreza personal.
Si se desea desmontar el sistema de poder patriarcal y a promover la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, se tiene que comenzar por desmontar el maternalismo que permea todos los discursos y todos los ámbitos de la sociedad, incluyendo el ámbito educativo y el ciclo de las políticas públicas. Esto por supuesto presupone la crítica a la razón maternal y la emergencia de modelos de maternidad contra hegemónicos, que no solo reconozcan las maternidades diversas, sino el derecho de las mujeres a decidir no ser madres.
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Julia Evelyn Martínez es profesora de la escuela de economía de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» (UCA) de El Salvador.
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