En abril de 2009, la Junta de Andalucía, a través de financiación recibida del Fondo Social Europeo, me otorgó un contrato de cuatro años de duración. El objetivo del mismo era formar a personal docente e investigador al más alto nivel en determinadas áreas de conocimiento, consideradas deficitarias por tener falta de recursos humanos. Casi […]
En abril de 2009, la Junta de Andalucía, a través de financiación recibida del Fondo Social Europeo, me otorgó un contrato de cuatro años de duración. El objetivo del mismo era formar a personal docente e investigador al más alto nivel en determinadas áreas de conocimiento, consideradas deficitarias por tener falta de recursos humanos. Casi cuatro años después de haberme otorgado dicho contrato, estoy a punto de ser doctor (o eso espero), tengo 5 artículos publicados en revistas de alta calidad (otros 5 sometidos a evaluación), 4 capítulos de libro, un libro editado, he presentado y defendido comunicaciones en más de 20 conferencias de investigación y de docencia (nacionales e internacionales), he realizado dos estancia de investigación, multitud de cursos para mejorar mi formación docente e investigadora (incluyendo el curso de adaptación pedagógica y el curso de iniciación al profesorado universitario novel), y he impartido conferencias, seminarios y realizado labores docentes (en total he dado unos 24 créditos de docencia). Sinceramente creo que he sobrepasado con creces lo que mi contrato exigía, mostrando con indicadores objetivos que estoy preparado para dedicarme a la docencia y a la investigación universitaria. Sin embargo, en el mejor de los escenarios posibles, suponiendo que se alinearan los planetas y un rayo de luz me diera de lleno sólo a mí, mi futuro en España estaría vinculado a un contrato mucho más precario que el que tengo actualmente y cobrando en torno a un 20% menos. Como digo, ese sería el mejor de los escenarios posibles, un escenario por el que compiten tantos investigadores e investigadoras igual o más preparados que yo. ¿Qué sentido tiene esto? La respuesta es, simple y llanamente, ninguno. No sólo es una incoherencia, es un error que lejos de beneficiar al país va a lacrar e hipotecar su senda en las próximas décadas. No por no contratarme a mí, claro está, sino por hacer gala de esa orientación en una materia que marca las diferencias cualitativas entre países, la educación.
Quizás, con un ejemplo de un ámbito diferente al académico se vea el error de manera más gráfica y más claramente. Pongamos el caso de que una compañía dedicada a la venta de coches decide pagar a uno de sus trabajadores un máster de venta personalizada valorado en 90.000€. Lo último que se le ocurriría a esa empresa una vez que el trabajador ha acabado su formación, habiendo demostrado su capacidad para vender muchos más coches, sería despedirlo o bajarle el sueldo un 20%. Al contrario, tendrá que pagar más por sus servicios y mejorar sus condiciones laborales, puesto que su rendimiento es mayor y hace a su empresa ganar mucho más dinero.
Esta situación es exactamente la misma que se ha dado en mi caso y en el de muchos otros que han disfrutado o disfrutan aún de contratos de investigación similares (becas FPU, FPI, etc.). La idea del gobierno español al contratarnos fue formar a personal excelente en el ámbito académico para mejorar, en el corto plazo, la plantilla de las universidades españolas. Así, se lograría, tanto que aumentase la productividad científica como que los futuros titulados y tituladas españoles pudiesen contar con mejores docentes que los capacitasen para ser más competitivos en sus respectivas profesiones (ver el BOE o el BOJA publicado para cada uno de los contratos de investigación mencionados). Sin embargo, cuando finaliza nuestra formación, en lugar de valorarnos más y mejorar nuestras condiciones para que revirtamos todo nuestro aprendizaje en la sociedad, lo que hace el gobierno es reírse de nosotros y de todos los que han pagado sus impuestos con la intención de que en el futuro aportásemos nuestro valor añadido a la sociedad española. Esto es justo lo que está haciendo la universidad española con los jóvenes a los que ha formado, invertir y gastar miles de euros en ellos para luego echarlos a la calle (en mi caso, la inversión aproximada que se ha hecho en los últimos 4 años ha sido de unos 90.000€).
Y el problema no es para nosotros, afortunadamente no abundan los doctores en paro y no les suele faltar el trabajo, el problema es para el país y para sus ciudadanos, para Andalucía y los que viven allí, en mi caso. En el ejemplo de la empresa de coches habría muchas empresas encantadas de contratar al susodicho trabajador con lo ojos cerrados, en nuestro caso, también hay universidades y centros de investigación públicos y privados (Europa, Asia, América Latina, Australia, África) interesados en contar con nuestros servicios, puesto que no sólo no han de desembolsar nada de dinero en nuestra formación, sino que se beneficiarán de unas competencias que pocos otros poseen y que hemos demostrado sobradamente.
Ésta es la situación en la que nos encontramos en la actualidad miles de investigadores noveles formados en España. Ante este escenario, se están produciendo dos tipos de reacciones en el gremio: la primera es aguantar a costa de paro, precariedad y muchos rezos propios y familiares para tener suerte y conseguir un contrato irrisorio en el medio plazo; la segunda, es irnos fuera de España.
En mi opinión, tomar cualquiera de estas salidas sería un error, creo que nuestro deber como investigadores, por dignidad y por ética, debe ser negarnos y plantarnos ante estos escenarios, exigiendo una tercera vía para nuestro futuro. Por dignidad, porque no podemos aceptar que se nos trate así, no es justo, ni lógico, no tiene ningún sentido, y si lo aceptamos estamos legitimando esa manera de operar e incluso me atrevería a decir que reproduciéndola y haciendo que el que venga después lo tenga si cabe aún peor. Por justicia, porque no es justo que nos hayan formado aquí, hayan invertido y apostado por nosotros, y cuando podemos devolver con nuestro trabajo el enorme desembolso que millones de ciudadanos han pagado con sus impuestos, no debemos irnos a revertir nuestro saber a otros países, no es justo, ni ético, ni moral.
Quizás alguien que esté leyendo esto piense, claro tú lo que quieres es vivir en España, vivir en tu ciudad y no irte fuera. Cualquiera que vea mi curriculum comprobará que no me importa vivir en el extranjero. Lo he hecho varias veces durante los últimos años y realmente no me importaría en absoluto volver hacerlo en el futuro. Sin embargo, después de mucha reflexión, creo que no es la solución a largo plazo, no la es por justicia, por ética profesional y por sensatez. Y como ustedes comprenderán la solución tampoco es el paro o un contrato precario. No, a estas alturas no.
Por tanto, sólo nos queda la tercera vía, unirnos, organizarnos y difundir entre la gente esta situación, que se tome conciencia de lo que está pasando y entre todos exijamos un cambio, una política diferente en la universidad, porque no sólo nuestro futuro está en juego, también el de los que nos rodean y el de las generaciones que nos siguen. Lo malo, es que para eso quizás muchos y muchas tengamos que salir de la burbuja en la que vivimos, dejar de hacer artículos como máquinas utilitarias y reflexionar sobre lo que está pasando a nuestro alrededor, en suma, hacer lo que realmente haría un académico, un intelectual.
Fernando García-Quero. Investigador FPDI-Junta de Andalucía, Departamento de Economía Aplicada, Universidad de Granada
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