Recomiendo:
0

Medio siglo de Operación Masacre

Fuentes: La Jornada

José Revueltas, nuestro gran José Revueltas, tenía una especial atracción por la nota roja, y más aún, donde los hechos políticos se ligaban íntima o indisolublemente con lo policíaco. No hay casi novela importante de él (Los muros de agua, Los días terrenales, Los errores, El apando) donde política y delito no estén íntimamente integrados. […]

José Revueltas, nuestro gran José Revueltas, tenía una especial atracción por la nota roja, y más aún, donde los hechos políticos se ligaban íntima o indisolublemente con lo policíaco. No hay casi novela importante de él (Los muros de agua, Los días terrenales, Los errores, El apando) donde política y delito no estén íntimamente integrados. Fervoroso jugador de ajedrez, lector adicto de literatura fantástica y de narrativa policíaca, algo inevitable y fatalmente, llevaba a Rodolfo Walsh en su escritura a la misma vía que Revueltas. A diferencia de otros grandes y notables narradores argentinos que gustaron de lo policíaco, y que inventaron en su escritura sus propios detectives (Borges, Bioy, Borges-Bioy, Piglia, Soriano y Giardinelli), el detective de Rodolfo Walsh es el propio Rodolfo Walsh. A Walsh, como en su momento a Roberto Arlt, se le vio como el antiBorges; hoy importa eso poco; cada uno tiene su lugar y la maestría los une en su reverso: si Borges fue el maestro de la ficción, Walsh lo fue de la no-ficción.

No deja de resultar curioso o paradójico que a los golpes de Estado que han dado los militares argentinos ultraderechistas los llamen, con un lenguaje izquierdista, revolución. Un caso es aquel que perpetraron en septiembre de 1955 los generales Eduardo Lonardi, Pedro Eugenio Aramburu y el contraalmirante Isaac Rojas, llamado Revolución Libertadora, que derrocó a Juan Domingo Perón. Cuando uno lee sobre las prácticas siniestramente atroces de las dictaduras militares argentinas de los años cincuenta, sesenta y principios de los setenta, o del peronismo de Isabelita y López Rega (1974-1976), con sus grupos paramilitares de la triple aaa, se da cuenta de que todo fue un mero ensayo para lo que sería el septenio infame e infamante llamado Proceso de Reconstrucción Nacional o simplemente Proceso (1976-1983), cuando la más sangrienta dictadura sudamericana del siglo xx aniquiló, según una cifra aproximativa, a 30 mil personas, de las cuales casi 10 mil se documentaron en los archivos extenuantes de la conade, (Comisión Nacional de Desaparecidos), que a su vez se sintetizaron en el libro abrumadoramente desolador Nunca más.

Hacia junio de 1993 entrevisté a Bioy Casares en su departamento y en el restorán La Biela del barrio de La Recoleta, y le pregunté sobre el período encarnizadamente feroz de Proceso. Bioy, quien no era ni de lejos un hombre de izquierda y mucho menos un simpatizante peronista, repuso que era incomprensible. «A uno le cuesta saber que en su país se pueda llegar a tanta crueldad. Hemos dado muchas pruebas de crueldad; la época de Rosas fue horrible. Uno pensaba: hemos cambiado, y no […] En los años de Proceso se dio un terror [de Estado] con verdadera eficacia hasta con gente que no tenía nada que ver. Todos tenemos recuerdos horribles.» Esas palabras de Bioy («hasta con gente que no tenía que ver») repiten de una manera sustancial, sin imaginarlo ni desearlo, lo contenido en este libro de Rodolfo Walsh (Operación Masacre), la primera gran novela de no-ficción argentina, la cual, según alguna crítica ha apuntado, anticipa el New Journalisme estadunidense.

En general, la actividad de la policía de nuestro subcontinente latinoamericano se distingue negativamente por tres rasgos: una, su sevicia, sobre todo a la hora de la tortura, y más cuando el prisionero es político o suponen que lo es; la segunda, que aun cuando transgredan las leyes, salvo por atrocidades evidentes, se silencian o se desvían las indagaciones para otorgarles la impunidad; y la tercera, que si los policías llegan a ser dados de baja, pasan de manera natural a formar parte del crimen organizado, es decir, dejan de ser hampones uniformados para volverse delincuentes civiles. No sólo la policía: en general en América Latina el sistema judicial está corroído casi íntegramente por la corrupción, la ideologización y por la alianza, a menudo cínica, de sus miembros (ministerio público, jueces, magistrados, ministros), con los hombres del poder político de los que suelen recibir consigna. Operación Masacre es una muestra de todo esto, donde aun la actuación de los cinco miembros de la Suprema Corte argentina, la instancia judicial superior, actuó parcialmente a favor de los asesinos de una manera deshonrosa.

En la helada noche del 9 de junio de 1955, los generales Valle y Tanco se levantan contra el gobierno de facto del general Aramburu. Dos son principalmente las bases de la proclama: la Revolución Libertadora es una tiranía y el gobierno entrega los bienes y servicios argentinos al capitalismo internacional. El levantamiento fue rápidamente sofocado. Sin embargo, en el curso de esa noche, en el partido de Vicente López ocurren acontecimientos ignominiosos fuera de toda legalidad. Esos hechos son los que reconstruye Walsh. En capítulos, subcapítulos y fragmentos de la novela, Walsh, con perspicacia sorprendente, va ajustando cada pieza. Es un libro -si nos ubicamos en la época- de una valentía admirable, escrito con la cabeza, el corazón, el estómago y los testículos. En la novela, Walsh conjunta el trabajo de campo, las entrevistas clandestinas con participantes y testigos, la exposición de documentos oficiales y su propio análisis y sus propios juicios. Walsh era un entusiasta del ajedrez; si se me permite la aproximación, este libro parece haber sido pensado por un ajedrecista que va poniendo cada pieza en el lugar preciso del tablero.

Suele acaecer que la casualidad revele un gran número de hechos espantosos; es el caso de lo sucedido la helada noche del 9 de junio que terminó en la madrugada del 10 con una matanza de civiles en un basurero de José León Suárez, en el Gran Buenos Aires, en los lindes de la Capital Federal. Aquella noche del 9 de junio, Walsh jugaba ajedrez en un café de la ciudad de calles diagonales de La Plata, cuando los parroquianos escucharon un tiroteo y salieron a la calle. Walsh caminó entre el fuego cruzado y se le dificultó aún más el arribo a su casa: habitaba frente a un cuartel. Desde azoteas y casas, incluyendo la suya, se disparaba contra los alzados. No imaginaba, no podía imaginar, que cerca de allí, a esa hora se detenía a cerca de quince civiles, de los cuales la gran mayoría no tenía nada que ver con el levantamiento.

Para entender mejor el contexto de los hechos es importante aclarar al menos tres cuestiones: una, en ese 1956, a nueve meses del golpe militar, no sólo estaba proscrito el peronismo, no sólo se perseguía a los peronistas, sino aun era delito pronunciar el apellido Perón; dos, Walsh no tenía interés ni en Perón, ni en el general Valle, ni en la Revolución Libertadora, pero la indagación apasionadamente angustiosa de los hechos lo lleva a confirmar que eran tan malos unos como otros, tan autocráticos unos como otros, pero que ese nuevo gobierno, que paradójicamente utilizó en septiembre de 1955 el lema de la vuelta al «imperio del derecho» para justificar el derrocamiento de Perón, actuaba aún con más ilegalidad e injusticia que el gobierno depuesto, no excluyendo matanzas, asesinatos y aprehensiones extrajudiciales; y tres, que la mayoría de los ejecutados y fugados no tenían nada que ver con el levantamiento de los generales Valle y Tanco, que no sabían, o muy poco, de política, que no tenían ninguna militancia (uno, acribillado como Carlos Lisazo, inclusive simpatizaba en esos días con el gobierno de la Revolución Libertadora), pero se les apresó por estar, sin saberlo, en el momento y el lugar equivocados, es decir, en la casa del electricista Horacio di Chiani, en el barrio de La Florida del partido Vicente López, a seis cuadras de la estación del fc. Aquellos que se encontraban por un lamentable azar en la casa de Chiani eran obreros, empleados y oficiales de baja jerarquía del ejército, en fin, una cuerda de pobres diablos, de esos seres que la vida ha maltratado y vejado continuamente, y que aun acaba por vejar más a la hora de la muerte. Esa noche todos confluyeron en la casa, ya para jugar a las cartas, ya para oír por la radio el combate de box por el título sudamericano de los pesos medianos entre el argentino Lausse y el chileno Loayza. La indagación de Walsh le lleva casi a concluir por eliminación que de los reunidos en la casa de Chiani, los directamente involucrados, salvo nuevas pruebas, eran sólo dos: Norberto Gavino, un suboficial de gendarmería, y Juan Carlos Torres, el inquilino del fondo de la casa doble del barrio de La Florida, donde son apresados los presuntamente implicados. De esa punta de pobres diablos, se pregunta Walsh ¿cuántos más sabían, si lo sabían, que a la 9.30 de la noche en Campo de Mayo un grupo de oficiales y suboficiales, encabezados por los coroneles Cortinez e Izabeta, empezarían el levantamiento?

Los hechos que Walsh recupera en la novela ocurren a las 11:30 de la noche de aquel 9 de junio. Un grupo de policías, encabezados por el jefe de la policía de la Provincia de Buenos Aires, el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, creyendo que allí se ocultaba el general Tanco, allana la casa del barrio de La Florida y brutalmente, entre «gritos, trompadas y culatazos», patadas y puntapiés, y no dejando de preguntar «¿Dónde está Tanco?», aprehenden a los reunidos. Uno de los directamente implicados, el inquilino Juan Carlos Torres, dijimos, logra huir. Pero el caso gravísimo es que el asalto a la casa se ha realizado antes de que se dicte la ley marcial, lo cual será clave para las denuncias posteriores. La ley marcial se anunciará sólo hasta las 0:32 horas del 10 de junio, es decir, una hora y dos minutos después. Fernández Suárez entrega los prisioneros a su subordinado el inspector mayor Rodolfo Rodríguez Moreno, jefe de la Unidad Regional San Martín. A cada prisionero se le da un papel que queda como acuse de recibo de las pertenencias que les recogen, el cual será a la postre una de las pruebas más contundentes contra los victimarios. A las 4:45 de la mañana Fernández Suárez ordena a Rodríguez Moreno que se fusile a los detenidos. Rodríguez Moreno trata de resistirse porque no está convencido ni de la responsabilidad y menos de la culpabilidad de éstos; a gritos Fernández Suárez lo amenaza. Rodríguez Moreno entiende que es su vida o la de los otros. Rodríguez Moreno suelta a tres y a los demás los suben a un carro de asalto. El número es incierto: los actores del drama hablan de entre doce y catorce. Lo cierto es que se salvó al menos la mitad, uno de los cuales, el albañil Juan Carlos Livraga, queda gravemente herido. Livraga presentará en diciembre la primera denuncia judicial de los hechos.

Los vecinos descubren los cinco cuerpos, los cuales fueron recogidos por una ambulancia aproximadamente a las 10:00 de esa gélida mañana y llevados al policlínico San Martín. De los sobrevivientes son reaprehendidos el albañil Livraga y el vendedor de zapatos Miguel Ángel Giunta, que conocerán por varias semanas nuevos círculos del infierno en diferentes cárceles y nuevas y refinadas torturas. La Operación Masacre, ordenada por Fernández Suárez, dejó además de los muertos, cuatro viudas y dieciséis huérfanos.

La rebelión de Valle y Tanco duró doce horas. En Campo de Mayo, en la Escuela Mecánica del Ejército, en Lanús, en Avellaneda, en La Plata, en Santa Rosa, es drásticamente aplastada. De los sublevados en estas plazas pasan por las armas a veintsiete.

Operación Masacre es una novela que hila varios puntos: la narración y el análisis de los acontecimientos de la noche del 9 de junio y la madrugada del 10 (detención, traslados, fusilamiento y fugas), la reaprehensión de Livraga y Giunta, el exilio a Bolivia de otros, el encuentro casual de Walsh con el primer fusilado que vive (Juan Carlos Livraga), las indagaciones clandestinas (en la que será clave la colaboración de la periodista Enriqueta Muñiz), la primera tentativa de publicación del material reunido en febrero de 1957, la obtención de nuevos datos y, ahora sí, la publicación, luego de múltiples azares, de la versión inicial de la crónica de los hechos en la revista Mayoría, de los hermanos Bruno y Tulio Jacovella, entre mayo y julio, pero, como dice Walsh, «después hubo apéndices, corolarios, desmentidos, réplicas, que se prolongaron hasta abril de 1958». Y añadiríamos: hasta 1969. Fue como un libro por entregas que tardó en editarse doce años. Recuerda Walsh en los años sesenta: «Durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en El Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron.»

Lo más amargo, lo más decepcionante para Walsh -como para todo el que aspire a la justicia- resultó la impunidad de los culpables. Sintió que era como un trabajo tirado a la basura. No sólo no se condenó a Desiderio Fernández Suárez, quien dirigió el allanamiento en la casa del barrio La Florida y ordenó el fusilamiento de los civiles; no sólo no se castigó a los autores materiales de la matanza, sino que Fernández Suárez fue encubierto y protegido desde las más altas esferas del poder ejecutivo y judicial: la Presidencia de la República, los ministros de la Suprema Corte y la cúpula castrense. En 1970 se dio un caso que muchos, no excluyendo a Walsh, vieron como justicia poética: un comando montonero llamado Valle, en memoria del general fusilado, secuestró al general Jorge Eugenio Aramburu el 29 de mayo y el 1 de junio lo ejecutó. El cuerpo fue encontrado cuarenta y cinco días después. En una carta de protesta se habló de un «crimen monstruoso y cobarde sin precedente en la historia de la República». Uno de los abajo firmantes era quien decidió la Operación Masacre: Desiderio Fernández Suárez.

Operación Masacre es una novela increíblemente viva, que en un principio se escribió como un reportaje para que quedara una memoria de los hechos, pero que terminó siendo un vivo retrato de acontecimientos similares que se han dado, se dan y, sin ser profeta, seguirán dándose en nuestros países. A cincuenta años de la publicación inicial en su versión periodística, la novela es de una eléctrica actualidad. Baste ver en México, por poner un caso, la matanza de cerca de veinte miembros de la appo en 2006 sin que se haya apresado a uno solo de los asesinos, intelectuales y materiales, ni se haga siquiera el intento, hechos que cuentan además con la complicidad negligente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, dirigida por el ultraconservador José Luis Soberanes, que simula desde hace años como en broma que recomienda, pero ninguna autoridad que señala le hace ningún caso.

Tengo para mí que al ir escribiendo este reportaje, que derivaría en un libro y se leería después como una novela politico-policíaca sin ficción, Walsh percibió -intuyó- lo que sería su destino. Si los militares y la policía de los años cincuenta no lo ultimaron, pese a que una y otra vez, con una valentía que era más una temeridad, seccionaba, como con un exacto bisturí, el cuerpo enfermo de las autocracias militares, el destino lo alcanzó el 24 de marzo de 1977, un año después del golpe de Estado de Videla, Massera y Agosti contra el gobierno de María Estela Martínez, viuda de Perón, llamada Isabelita, cuando envía a los diarios nacionales y a los corresponsales extranjeros la implacable e impecable «Carta abierta de un escritor a la Junta Militar», donde analiza escrupulosamente, como nadie lo había realizado en el curso de ese año de dictadura, las infinitas atrocidades del gobierno militar. Él no ignoraba, no podía ignorar, que esa carta era su condena a muerte. Con un dejo melancólico expone en las primeras líneas algunos de los motivos que lo orillaron a escribirla: «La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el [Delta del] Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos [María Victoria], son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.» Al otro día, en el barrio San Cristóbal, cerca de las avenidas San Juan y Entre Ríos -probablemente había sido delatado- intenta secuestrarlo un Grupo de Tarea formado, además de los tristemente célebres Jorge Tigre Acosta y Alfredo Astiz, por Jorge Radice, Pablo Eduardo García Velasco, Carlos Orlando Generoso, Juan Carlos Rolón, Antonio Pernías, el prefecto Héctor Antonio Febres, el mayor del ejército Julio César Coronel y el comisario Ernesto Frimon Weber. Desde hacía tiempo, Walsh, quien sabía perfectamente a lo que se atenía, llevaba una pistola Walter PPK calibre 22 en la entrepierna. «Lo bajamos a Walsh. El hijo de puta se parapetó detrás de un árbol y se defendía con una 22. Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta», oyó decir un sobreviviente de la Escuela Mecánica de Armada (Ricardo Coquet) a Ernesto Frimon Weber, que al parecer fue quien lo ultimó. Según todas las conclusiones, Walsh ya llegó muerto a las instalaciones de la esma. De su cuerpo no volvió a saberse nada, pero su hija Patricia sospecha que puede estar bajo tierra en el campo deportivo de la Escuela. Pero ese día del 25 de marzo de 1977, los represores no se conformaron con la ejecución. En las páginas 371-372 del Nunca más, el informe resumido de la CONADE, se lee: «En la fecha de la desaparición, [Walsh] debía encontrarse en un departamento de la ciudad de Buenos Aires con su compañera [Lilia Ferreira], con quien vivía desde años atrás, lo que no ocurrió, circunstancia que determinó que ésta se dirigiera a la casa de San Vicente, a la que encontró con incontables impactos de proyectiles balísticos de grueso calibre por sus cuatro paredes exteriores, absolutamente saqueada y hasta con señales de bombardeos con granadas estalladas en el terreno donde el inmueble se asienta. Por versión de los vecinos llegaron por la noche alrededor de cuarenta hombres vigorosamente armados, quienes atacaron el lugar durante no menos de dos horas, estando desocupada la vivienda.»

En julio de 2006, la Cámara Federal confirmó el procesamiento con prisión preventiva de los miembros del Grupo de Tarea. En marzo de este 2007 se pidió la elevación de la causa a juicio oral y público.

El hombre Rodolfo Walsh desapareció en la realidad, pero no tuvo al escritor Rodolfo Walsh que escribiera sobre su vida una gran novela sin ficción.