Creo que mi memoria no ha acuñado mal esta moneda. Escuché a Mercedes Sosa por primera vez en 1974, en el teatro Romea de Barcelona. No la había oído nunca, no sabía hasta entonces de su existencia. Muchos jóvenes trabajadores de familias obreras, que con enorme fortuna habíamos llegado a la Universidad, seguíamos alimentándonos musicalmente […]
Creo que mi memoria no ha acuñado mal esta moneda.
Escuché a Mercedes Sosa por primera vez en 1974, en el teatro Romea de Barcelona. No la había oído nunca, no sabía hasta entonces de su existencia.
Muchos jóvenes trabajadores de familias obreras, que con enorme fortuna habíamos llegado a la Universidad, seguíamos alimentándonos musicalmente de coplas folklóricas, de Sirex, Brincos, Bravos, algo de Beatles y Rolling, y una elevada porción de cantoautores oriundos. Nada más, apenas nada más, como cantaba Aute. En mi caso, orígenes aragoneses mandaban, jotas, Labordeta y la Bullonera con alguna incursión en Gerena, Menese y Morente,
Manuel Vázquez Montabán había escrito sobre Sosa en «Del alfiler al elefante», una columna que escribía diariamente en Tele-Exprés. Con el escaso margen que nos daba nuestro salario de entonces, fuimos a verla. Éramos pocos, tan pocos, y el Romea tan enorme, que ella misma, generosa y acaso sin llegar a comprender, nos rogó a todos los asistentes que bajáramos a platea. De este modo estaríamos más arropados, y ella podría cantar mejor, en compañía más cercana.
Apenas cien personas asistíamos. Exagero, estoy exagerando. Éramos menos, bastante menos.
No importó. Cuando aquella Mercedes Sosa de cuarenta años empezó a cantar, cuando entonó el «Gracias a la vida» y nos habló de doña Violeta Parra; cuando elevó su voz y su altura para decirnos el «Canto de todos»; cuando susurró potente, con una voz nunca oída ni sentida, «Alfonsina y el mar», la música, la canción, empezó a ser otra cosa que nunca hasta entonces habíamos imaginado.
Aquella pequeña-gran mujer, como Lucia Popp cuando cantaba cualquier aria de Mozart, conseguía al oírla que todo quedase suspendido en el aire, que en aquel instante (Goethe: «¡Detente instante eres tan bello!»), todo nuestro ser, toda nuestra realidad, fueran solo ella, su voz y su música. Nada más, nada menos.
Gracias a ti Mercedes, gracias a tu vida. ¡Hasta siempre, hasta la victoria siempre!
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.