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Mis tripas, mi perro y algo más que una casualidad

Fuentes: Rebelión

Quien se adentre en este texto, no encontrará el análisis de un contexto político determinado, ni siquiera leerá una reflexión profunda (y pertinente) a tenor de las valoraciones y juicios descabellados que unos militares franquistas y monárquicos han vertido en un chat. Hallará el lector fundamentalmente, una articulación de retazos de memoria personal, y sobre todo, una necesidad vital de ejercer la irreverencia más cáustica posible, que en este caso, es sinónimo de respirar en profundidad, de seguir andando… sin miedos.

“Un barredor de tristezas
Un aguacero en venganza
Que cuando escampe
nuestra esperanza”

Silvio Rodríguez

En una tarde de la primavera del año 1970, en mi casa todo estaba dispuesto para el inicio del rezo del rosario auspiciado por mi padre. De manera inoportuna sonó el timbre de la puerta y llegó la visita de un primo burgalés que visitaba, creo que por primera vez, nuestro domicilio en la villa y corte. Al ver este familiar el ambiente tan “alegre y distendido” que reinaba en la casa, pidió permiso para llevarme a dar una vuelta al parque más próximo. Con buen criterio, llegó a la conclusión de que un niño de cuatro años no estaba para devociones marianas; en realidad, salvo mi padre, nadie en aquella casa gozaba con tales liturgias. Después de pasar un buen rato en los columpios, mi primo, desconociendo que estaba cercano a la llamada Costa Fleming, quiso tomarse una cerveza y decidió consumirla en el lugar más sugerente y elegante que encontró. Sólo había un problema: aquel bar tan sofisticado del barrio, por entonces el más americano y cosmopolita de Madrid, era en realidad un club de alterne. Cuando se refrescó con el primer trago, mi primo se vio rodeado de compañía femenina y se dio cuenta de que algo no estaba en su sitio. Aquellas perdedoras sociales tan alejadas del fervor católico de mi padre, dándose cuenta del despiste provinciano, trataron a los primeros clientes de la tarde con el máximo respeto y dulzura, y al parecer, siempre según la versión de mi primo, me agasajaron con gran cantidad de patatas fritas y muestras de cariño. Estoy convencido de que, en caso de haber conocido esta anécdota Federico Fellini la habría recogido en el guión de Amarcord. Es la única vez que he entrado en un prostíbulo, aunque reconozco, que de haber sabido el tipo de educación que me esperaba de la mano de los Hermanos Corazonistas de la calle Alfonso XIII, me hubiese quedado interno con aquellas mujeres los siguientes ocho años de mi vida.

Aquellas sotanas que pretendían salvarnos del pecado y llevarnos por el buen camino, eran, salvo honrosas excepciones, adictos a la vejación, al escarnio público y al golpe. Cuando el nudillo impactaba seco en tu cabeza, el torrente caliente de la orina bajaba sin control por tus piernas hasta mojarte el calzado. Luego llegaba el frío de los pantalones empapados y la respiración entrecortada que acompañaba al miedo, esa respiración incompleta y un estado de alerta permanente que me han acompañado toda la vida. No había que preocuparse porque los suelos del aula se mojasen, los padres corazonistas tenían remedio para todo: con una actitud funcionarial, esparcían serrín extraído de una bolsa de grandes dimensiones, dada la gran cantidad de orines, que aquella educación del pavor tenía que absorber. En párvulos, lo primero que aprendías en la práctica, antes que la cartilla de leer o las tablas se sumar, era a controlar el esfínter ante las sucesivas descargas de nudillos y bofetones. Lo segundo era interiorizar que pasar desapercibido era una garantía de seguridad: no te muevas, no hagas ruido, no seas niño… no seas.

Algo parecido es lo que tuvo que aprender el canario que estaba en la cocina de mi casa cuando se sentaba mi padre a comer y a escuchar la COPE. En una ocasión, como su trinar no le dejaba escuchar el análisis “sesudo” y siempre “ecuánime” de Ramón Pi, golpeó la jaula con esa furia tan devocional. Temimos por la vida del canario, al cual, casi tuvimos que practicarle un masaje cardiaco; a partir de entonces, y mientras mi padre comía y escuchaba la cadena de los obispos, el canario aprendió a pasar desapercibido, a no trinar, a no ser pájaro… a no ser.

Mi padre además, coronaba algunas informaciones, con su deseo profundo, expresado en voz alta, de fusilar a una serie de personas que no eran de su agrado. “Yo, a ese, lo fusilaría”, afirmaba con vehemencia. Por su particular pelotón de fusilamiento de las 14 horas, pasaron La Pasionaria, Santiago Carrillo, Yaser Arafat, Leonidas Breznev, Enrique Tierno Galván, Ernesto Cardenal, Marcelino Camacho, Xabier Arzallus, Juan Mari Bandrés, Jon Idigoras o Susana Estrada, esta última fusilada “por puta”.

Creo que en aquel domicilio gris, en el que cada vez que entraba alguien foráneo se rompía el circulo del miedo, mi padre nos fusiló a su manera, de formas sutiles, algunas veces imperceptibles. En el fondo, ningún hijo o hija escapó a los efectos de aquella neurosis nacional-católica, porque, todavía hoy, seguimos sacándonos balas de las tripas y del alma. También hubo exilios, y nuestra propia madre fue abandonada en las cunetas de la artritis reumatoide, del ninguneo y del olvido.

Compartían mi padre y aquellos Hermanos Corazonistas, en los que por cierto, abundaban apellidos euskaldúnes como Ugarte, Foronda o Santiago Archéliz, no sólo una misma veneración por el Sagrado Corazón de Jesús, sino también, un gusto por el ensalzamiento del panteón de ilustres de España: Don Pelayo, Viriato, el Cid, Isabel la Católica, Guzmán el Bueno, Carlos V, Felipe II, Cristóbal Colón, Juan Sebastián Elcano… ¡Ay ese Juan Sebastián! ¡Cuánto hubiesen disfrutado mi difunto padre y los Hermanos Corazonistas de este V centenario de la circunnavegación de Juan Sebastián, justo ahora que desde la UPV/EHU, algún profesor de filosofía después de asegurarnos que Elkano era un intrépido antiimperialista y luchador por la soberanía avant la letre, (una mezcla de Jean Bodin y Ho Chi Minh) va a descubrirnos (si la pandemia de Covid 19 no lo pone todo patas arriba) que también dejó esbozada, en algún texto encontrado ad hoc, la Teoría de la Relatividad. Para algunos, por origen, Elkano no podía ser otra cosa que un dechado de virtudes, como los Ugarte, los Foronda o los Santiago Archéliz. Sin embargo, en mi modesta opinión, construir identidades nacionales con los mismos materiales y lógicas con las que las configuraron los opresores no es un buen negocio; de alguna manera, fabricar mitos siempre requiere manipular el pasado o, en su caso, actuar como un niño de finales del franquismo que juega con su madelman, vistiéndolo de marinero, de aventurero, de soldado, de “humanista” o de “antiimperialista”, según convenga.

Cuando todos pensábamos que era inmortal, mi padre falleció con 99 años y se hizo amortajar abrazando una cruz de grandes dimensiones, como aquellas que Peter Cushing alzaba contra Christopher Lee en las películas de los 60, para que el vampiro quedase neutralizado. Era tan llamativo su tamaño, que el cura, cuando fue a dar un responso en el tanatorio, hizo un movimiento de sorpresa, a lo Chiquito de la Calzada, asegurando que nunca había visto un difunto tan reafirmado en su fe. Fe que fue reforzada en los últimos años de su vida viendo Intereconomía, mandando cartas personales de admiración a Federico Jiménez Losantos o leyendo libros del gran erudito Pio Moa. Fe en el Sagrado Corazón, fe en la Virgen del Carmen, devoción hasta el delirio por Juan Pablo II y fe en su España eterna e inmutable.

Intuyo, que en las raíces de la neurosis de mi padre, hubo en su día también, un niño maltratado y sometido crónicamente al miedo y a la justicia entendida exclusivamente como castigo. Me consta que las sotanas estaban también implicadas en aquella labor de obediencia basada en el terror. Sólo desde esta perspectiva, puedo establecer algún tipo de compasión con el niño que mi padre fue.

Yo tuve la suerte, de tener o disfrutar una especie de exilio intrafamiliar patrocinado por mi madre. Conocí, entonces, por primera vez, la educación pública, en otro país, en otras coordenadas, y escuchando otro idioma ( aparte de mi idioma materno); era una sociedad agitada que buscaba también, de forma dramática, su manera de construirse, de respirar y de ser. Un lugar en el que era común ver circular por las calles de ciudades y pueblos, tanquetas y Chrysler 150 con las ventanillas bajadas por las que asomaban fusiles cetme y ametralladoras Z.

Los años han pasado, y puedo decir, que aunque nací en lo que llaman España, jamás habité afectivamente aquel lugar; para mi, España era un ente del cual, había que ponerse a salvo. Por todo ello, cuando leo y releo los contenidos del chat del general Francisco Beca y sus colegas, tiemblan algunos sedimentos de mi memoria, cuyos epicentros son mi padre y mi primer centro educativo (por llamarlo de alguna manera).

Los contenidos de este chat son algo más que una casualidad; no son una boutade de unos irresponsables. Hay mucho mar de fondo. Medios de comunicación de la derecha, incluso los generalistas, llevan calentando el ambiente desde hace años, mintiendo descaradamente y mostrando un panorama apocalíptico de supuestos recortes de libertades; el confinamiento por la pandemia ha sido aprovechado de manera desaforada para agitar el miedo entre las clases medias, ese miedo que en este caso no inmoviliza, sino que carga y justifica todo tipo de conspiraciones contra cualquier reforma equilibradora socialmente. Así, estas clases medias, convenientemente inducidas y en plena disociación psicótica, son capaces de pegarse un tiro, ya no en el pie, sino en la cabeza.

Este es el contexto previo a las opiniones vertidas en el chat; hay, no obstante, que agradecer a Francisco Beca y sus amigos su sinceridad, que en el fondo es la misma sinceridad que mostró Margaret Thatcher cuando visitó al general Augusto Pinochet en octubre de 1999, para agradecerle los servicios prestados. La Dama de Hierro obsequió al cirujano de hierro chileno con una botella de whisky escocés, porque según ella, “los británicos creen en la lealtad con sus amigos”. Se trata de una elocuencia que históricamente pone las cartas boca arriba; del mismo modo, Francisco Beca también explicita un saber de dónde se viene y hacia dónde se va, y sobre todo, qué se espera de los uniformes. La democracia liberal tiene sus “límites” y de vez en cuando, si las cosas se tuercen, hay que saber enderezarla, hay que saber hacer limpieza. El general Beca, otro fiel lector según él reconoce, de Pio Moa, lo cuantifica en 26 millones de fusilados. Yo no creo que sean necesarios tantos. La misma pedagogía del terror economiza los esfuerzos; no tienes que golpear cabezas y dar bofetones a los niños todos los días, y con un solo golpe en la jaula del canario basta. Además, ya lo dijo el mismo Pinochet cuando le preguntaron por las fosas comunes: “Fíjense, qué economía más grande”.

El historiador Francisco Espinosa se tropezó con una comunicación mediante misiva, de dos militares asesores de Queipo de Llano, en la cual reflexionaban sobre los límites que debía tener la represión que ejercían. Las conclusiones eran claras y de una franqueza escalofriante: los límites estaban en no dislocar el sistema productivo, o como me explicó Francisco Espinosa con sorna y de manera coloquial: “mi general tenga cuidado con cuántos fusila, no vaya a ser que luego no tenga quien le recoja la cosecha”. ¿Cómo habrían desarrollado esta cuestión hoy Francisco Beca y sus amigos uniformados? Bien pudiera ser: “mi general tenga cuidado con cuántos fusila, no vaya a ser que deje menguada la plantilla de Amazon y luego no le llegue a tiempo el último libro de Arturo Pérez Reverte”.

No sé porqué, pero intuyo que soy uno de los 26 millones de hijos de puta susceptible de ser fusilado. Bueno, que le vamos a hacer, pasado el ecuador de mi vida, al menos tengo claro que prefiero ser un hijo de puta a ser una buena persona al modo en que lo entienden los mencionados generales. Después de tantos años, solamente aspiro a vivir íntimamente sin miedos.

Mi perro, me está observando. Acaba de cenar pero me interpela para que deje de escribir y le siga dando algo de comer; no respeta la propiedad privada, sobre todo si se trata de zapatillas, calcetines o pedazos de pan que quedan encima de la mesa. Supongo que este proceder lo convierte automáticamente en un socialcomunista. Ayer volvió a abalanzarse sobre otro trozo de pan; no muestra por tanto, ningún tipo de arrepentimiento, y esto claramente lo acerca a Bildu. Empiezo a pensar, con estremecimiento, que es otro hijo de perra candidato a desaparecer en una perrera. Pero aviso: quien toque un pelo a mi perro me va a encontrar de frente, y pelearé por tierra, mar y aire.