El mito en torno a la vida de Marylin Monroe se creó por su papel como símbolo sexual. Su excesivo amaneramiento sensual, su figura ampulosa, su ropa ajustada y su contoneo lascivo la convirtieron en un paradigma de lo apetecible. Su carnalidad la extendió hasta su manera de hablar con una voz afectada, de tonos […]
El mito en torno a la vida de Marylin Monroe se creó por su papel como símbolo sexual. Su excesivo amaneramiento sensual, su figura ampulosa, su ropa ajustada y su contoneo lascivo la convirtieron en un paradigma de lo apetecible. Su carnalidad la extendió hasta su manera de hablar con una voz afectada, de tonos graves y decir pausado que era una manera de expresar su morbidez auditiva. Llegó a ser un símbolo de Estados Unidos, de tanta intensidad y extensión como la Cocacola. No ha sido la única rubia tonta en la historia del cine que se ha visto endiosada como alegoría de la concupiscencia regocijada. Antes de ella Jean Harlow, Carole Lombard, Jayne Mansfield y Mamie Van Doren gozaron de una reputación similar.
Su biografía se vio adornada con una muerte ambigua. Hasta el día de hoy no se ha podido determinar claramente si su deceso se debió a un suicidio o a un asesinato. Según algunos el FBI cometió el crimen para desaparecer –junto con su diario– a la depositaria de demasiados secretos políticos producto de su relación venérea con los hermanos Kennedy. Otros estiman que su vida –excesivamente atormentada por las abyecciones y envilecimientos necesarios para el escalamiento de una carrera en Hollywood–, hizo crisis por una conciencia desolada. De todos es conocida su adolescencia en orfanatos, su temprana violación, su relación con Sinatra y el Presidente Kennedy, sus matrimonios con la estrella deportiva Joe DiMaggio y la estrella cultural Arthur Miller, su espiral de drogas, alcohol y abortos. Muchos la recuerdan en su insuperable papel de «Some like it Hot» junto a Tony Curtis y Jack Lemmon que algunos críticos consideran la mejor comedia jamás filmada. Otros, sin embargo, no olvidan su extraordinario papel en «Los caballeros las prefieren rubias», donde hizo una sensacional interpretación de la melodía «Diamonds are a girl´s best friend».
Son conocidas las respuestas ingenuas que daba a los reporteros –posiblemente preparadas por astutos libretistas–, que sirvieron para consolidar su imagen de estólida y simplona. Cuando le preguntaron que usaba para dormir respondió que Chanel número cinco. Al ser requerida por la sinfonía de Beethoven que prefería declaró que las amaba a todas, las diez en su conjunto.
El famoso director Billy Wilder dijo de ella que sus pechos eran como granito pero su cerebro, como un queso gruyere. Cuando la dirigió en el rodaje de «La comezón del séptimo año», le hizo filmar cincuenta y nueve veces una escena en la que solo tenía que decir diez palabras. En ese filme tuvo la percepción feliz de mostrar a la Monroe sobre una claraboya del metro en el instante en que pasa un tren subterráneo y el aire le alza la falda., Acuñó así una de las imágenes imborrables de la diva y uno de los iconos indelebles del séptimo arte. Sin embargo tuvo una época durante la cual pretendió ser una actriz seria y tomó lecciones del competente maestro Lee Strasberg en su taller del «Actor´s Studio». Como resultado de aquél vínculo quedó una permanente relación con Paula Strasberg, quien fue su tutora inseparable desde entonces. Cuando Teodoro Adorno escapó del nazifascismo alemán y llegó a Estados Unidos se declaró sorprendido al hallar un código de valores muy similar al que había dejado atrás. Solamente se le había resemantizado con una lectura política diferente. El culto a las estrellas del cine, a los cantantes de rock, a los artistas de telenovelas es simiular al que se profesa a los caudillos y héroes y surge como expresión exitosa de objetivos malogrados que se esconden en los apetitos cotidianos de las masas.
Como bien ha dicho Umberto Eco el kitsch se caracteriza por una ausencia de medida y la cursilería es un lenguaje de la pequeña burguesía para sustituir la realidad inalcanzable por imitaciones secundarias. En la sociedad actual muchos desean ser rubios, de ojos azules, conducir Ferraris y asumir el timón de un balandro frente a las costas de Montecarlo mientras una modelo de Givenchy, en un exiguo bikini, dora su piel en la proa. Lo cierto es que hay que levantarse a las siete de la mañana, tomar un vehículo atestado y entrar en una oficina repelente donde un jefe abusador nos hace víctimas de su autoritarismo y hacemos cuentas del presupuesto familiar que no alcanza para llegar a fin de mes. Entonces vemos a la estrella de nuestra predilección envuelta en un visón y sentimos que esa imagen nos compensa de nuestras miserias cotidianas. Es un ideal colectivo que sirve de contrapeso a las fatigas y carencias que padecemos. Como afirmaba Susan Sontag entre la sucia realidad y su imagen edulcorada, preferimos la imagen.
De todos estos acaecimientos atormentados y equívocos en la vida de Marylin Monroe ha quedado un mito poderoso que el tiempo no ha podido borrar. Más de trescientos libros biográficos y monografías se han escrito sobre ella. Y ha quedado una obra teatral, «Después de la caída», escrita por el hombre que quizás sea el único que logró comprenderla hondamente, el genio del teatro contemporáneo Arthur Miller.
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