Un libro revisa el papel del PCE en la Guerra Civil y desmonta parte de los argumentos incendiarios de las memorias escritas por franquistas y exiliados
Se abre el telón y aparecen un tertuliano conservador, un cenetista y un republicano exiliado debatiendo en televisión sobre la Guerra Civil. Los antidisturbios rodean el plató. De pronto, contra todo pronóstico, los invitados comienzan a darse la razón compulsivamente. ¿Cómo se llama la película? El oscuro papel del Partido Comunista durante la Guerra Civil. En sus mejores librerías desde 1939.
Las memorias escritas tras la guerra, marcadas por «la autojustificación, el ajuste de cuentas y un subjetivismo lacerado por la derrota y el exilio», tenían algo en común: su ataque al PCE. O al menos eso sostiene el historiador Fernando Hernández en Guerra o revolución (Crítica), un ensayo monumental sobre el papel del PCE durante el conflicto que llegó ayer a las librerías.
Un libro destinado a convertirse en el texto de referencia sobre un tema vapuleado históricamente por la información de mala calidad, el sectarismo y un extraño consenso entre grupos antagónicos. «La guerra terminó con la división de las izquierdas. Había que echar la culpa a alguien del desastre colectivo. Se produjo cierta unanimidad entre socialistas, anarquistas y parte de los republicanos: la culpa la tuvo el PCE por su afán proselitista, su búsqueda de la hegemonía y su sumisión a intereses foráneos», cuenta Hernández a Público.
Experimento estalinista
Este caldo de cultivo se renovó con la Guerra Fría. Empezó a propagarse la idea de que en España no había tenido lugar exactamente una guerra contra el fascismo, sino un intento de implantar una democracia popular como la que se había impuesto a los países del Este a partir de 1945. Moscú había utilizado la guerra de España como campo de pruebas de un experimento político en tres fases: alcanzar la hegemonía, someter al resto de partidos e implantar la dictadura del proletariado.
Como se hartaron de contar historiadores conservadores como Julián Mauricio o Ricardo de la Cierva, en España se había librado de forma exitosa la primera batalla contra el comunismo mundial. «Las historias del PCE son el resultado de los ajustes de cuentas del exilio, por un lado, y de la Guerra Fría, por otro. Sobre esas dos patas se inserta una tercera: la lucha ideológica del franquismo. El franquismo, además de su viejo mensaje anticomunista, no aporta nada nuevo; bebe fundamentalmente de las querellas del exilio», dice el autor.
La contrapartida a esta oleada de visiones anticomunistas la puso el PCE en la hagiografía Guerra y revolución en España, redactada en los sesenta por una comisión del Comité Central que vino a concluir que el partido había encarnado como nadie la resistencia antifascista y que el resto de las izquierdas habían propiciado el desastre por sus intereses mezquinos.
Hernández se ha propuesto ir más allá de las «interpretaciones interesadas y los estudios polemistas basados en fuentes secundarias» para analizar qué hay de cierto en los mitos que circulan sobre el PCE. Leyendas alimentadas por hechos de difícil comprensión, como el meteórico ascenso del partido durante la guerra. En efecto, sólo una gigantesca maquinación ruso-masónica podía haber logrado que el PCE pasara de grupúsculo extraparlamentario a aspirante a fuerza hegemónica de la izquierda en cuestión de meses.
De la nada al infinito
La cosa, desde luego, tenía una pinta extraña. El PCE era una organización tan pequeña durante la dictadura de Primo de Rivera que su dirección llegó a camuflarse como la directiva de un equipo de fútbol. Y ocupó un lugar «marginal» en el sistema de partidos mientras mantuvo un discurso «esencialista, radical y sectario», según el autor del libro. «En las condiciones de legalidad de la República apenas incrementó sus filas», cuenta Hernández sobre una organización radicalizada que denunciaba el «socialfascismo» de los republicanos y apenas contaba con un millar de militantes en 1931. Su ascenso empezó a fraguarse tras la fallida revolución asturiana de octubre de 1934, gracias a su campaña por la amnistía de los presos políticos y el apoyo a huérfanos y detenidos.
Con todo, el PCE sólo contaba con 46.000 miembros en febrero de 1936. Poco más de un año después, tras los éxitos de la defensa de Madrid y la batalla de Guadalajara, «alcanzó los 350.000 afiliados», aunque la mitad se limitó a tener el carné. «Numéricamente no tenía fuerza para imponer su hegemonía a las dos grandes corrientes, socialismo y anarquismo, que habían monopolizado la izquierda durante el primer tercio del siglo», razona. Su número de afiliados se desplomó a la mitad según se fueron deteriorando las expectativas de victoria en 1938. Números, en cualquier caso, alejados del millón de militantes que se le llegó a adjudicar.
El partido se nutrió principalmente del aporte de dos corrientes: «Los jóvenes sin experiencia militante previa, radicalizados en los años de la República y fascinados por los mitos de la revolución soviética, y los afiliados a la UGT», explica Hernández. Pero también de una gran cantidad de mujeres jóvenes, que vieron en la militancia comunista «su acceso a la modernidad y su oportunidad de jugar un papel en la sociedad». La mayor controversia giró en torno a la supuesta obediencia ciega del PCE a las órdenes que emitía el padrecito Stalin. En realidad, la cadena de mando no era tan unidireccional como parecía, aunque sólo fuera porque la guerra obligó a tomar decisiones urgentes en clave nacional que escapaban a la lógica de la geopolítica internacional.
Hernández enumera las decisiones más cruciales tomadas por el PCE a espaldas de Moscú. Como la entrada en el Gobierno del socialista Largo Caballero en 1936. «La estrategia de Moscú estaba clara. En Francia, el PCF apoyaba al Frente Popular en el Parlamento, pero no estaba en el Gobierno. La idea era acercarse a Francia e Inglaterra para defenderse de Alemania. Moscú no quería que los comunistas accedieran a los gobiernos para no asustar a las cancillerías occidentales», dice. No obstante, en septiembre de 1936, dos ministros comunistas entraron en el Gobierno de Caballero. «La decisión la tomaron los dirigentes nacionales. Luego se lo comunicaron a Moscú», añade.
El PCE también actuó por su cuenta durante la caída de dicho gobierno en 1937. Moscú quería que Caballero dejara de ser ministro de la Guerra, pero continuara como presidente del Gobierno. «Stalin le dijo a Alberti que quizás Caballero no era un buen ministro, pero sí un presidente a conservar», relata. Con todo, una fuerte campaña del PCE llevó al derribo total del político.
También, dice, se produjeron divergencias sobre el acoso de los trotskistas del POUM. «Moscú se quejó de la tibia implicación del PCE en la campaña para su liquidación total». El POUM había sido el invitado sorpresa en los enfrentamientos de mayo de 1937 entre anarquistas (CNT) y comunistas (PSUC).
Choque de trenes
Los anarquistas habían aprovechado el semiderrumbe del Estado en el 36 para impulsar una revolucionaria colectivización del campo y la industria en sus zonas de influencia. Para los comunistas, lo más importante era «oponer a un golpe de Estado de un ejército centralizado con un mando único y apoyos exteriores, una maquinaria de guerra similar», explica el autor. Concentrados en poner en marcha un «esfuerzo de guerra total contra un proyecto de guerra total», los comunistas cargaron contra la fragmentación en proyectos locales que, decían, detraían energías para el mantenimiento del esfuerzo bélico. En última instancia, lo que se puso en juego en mayo del 37 fue el choque entre dos conceptos antagónicos: «La necesidad de culminar un proceso de centralización y reconstrucción del Estado o el mantenimiento del poder colectivo de la calle», afirma.
Sobre este conflicto emergió el periférico POUM, que acabaría pagando los platos rotos de la división de las izquierdas. «No se ha divulgado suficiente que una parte de la CNT estuvo en contra del estallido. Los hechos de mayo, en parte, son el resultado de una escisión en el seno de la CNT, que tenía tres ministros en el Gobierno, pero cuyas bases no renunciaban a su proyecto libertario y antiestatalista», cuenta. Por esta rendija se coló el POUM, que pretendía «explotar estas contradicciones para sacar rentabilidad política en Catalunya». Paradójicamente, su aparición «sirvió de pretexto a los comunistas, que presentaron al POUM como un agente del enemigo que había montado una guerra civil dentro de la guerra civil».
Los tentáculos comunistas eran alargados, sí, pero no tanto como para imponer la cacareada dictadura del proletariado. En marzo de 1939, durante la última reunión de la dirección del PCE en España, Palmiro Togliatti, de la Internacional Comunista, le preguntó a Enrique Líster si habían podido tomar el poder. La respuesta fue un no rotundo. «Nunca se planteó realmente esa posibilidad. Ni se formuló una estrategia para logra el objetivo de tomar el poder», dice el historiador.
El mayor éxito del PCE, según Hernández, fue ir más allá de la retórica marxista-leninista para «asumir un ideario republicano de izquierdas» que hacía hincapié en «la justicia social, el federalismo, el laicismo, y la necesidad de extender la educación». Las organizaciones que habían blandido antes esa bandera no estaban preparadas para afrontar los desafíos del 36. Mientras que los viejos partidos republicanos «no tenían un potente aparato organizativo» y «dependían de la valía intelectual de sus líderes», el PCE creó un partido republicano de masas gracias al uso de «técnicas aprendidas de la propaganda bolchevique», conjugando «el ideario popular con las métodos modernos de agitación y propaganda. El éxito del PCE fue convertirse en el mejor partido republicano conocido hasta entonces», concluye.
¿Su mayor fracaso? Su imagen «vanidosa, prepotente y arrogante», propia de las organizaciones que crecen muy rápido e intentan «apropiarse del ideario popular». «Los demás partidos vieron al PCE como una fuerza avasalladora», zanja.
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Las polémicas cifras del ‘caso Paracuellos’
El contexto. Entre octubre y noviembre de 1936, los bombardeos aéreos sobre Madrid se cobraron 2.000 muertos. «La aproximación del enemigo, la intensificación de que la sensación de derrota iría acompañada de una brutal represión, acentuó la ola de terror depurador en la retaguardia».
Los fusilados. El número de presos fusilados en Torrejón y Paracuellos (incluidos oficiales del ejército nacional) entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre fue de 2.400.
La orden. «La responsabilidad por las sacas correspondió a un sector neocomunista y otro anarquista de las organizaciones madrileñas. Pero si a ellos compete la ejecución material, la incitación tuvo un origen externo», escribe Hernández.
La papeleta. La orden la dieron miembros del comisariado ruso del NKVD, posiblemente sin consultar a Moscú. «No era fácil, en aquella dramática situación en la que se debatía la capital martirizada por los bombardeos, discutir las orientaciones de un camarada que hablaba con la autoridad de su condición de agente soviético».
Fuente: http://www.publico.es/