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Los Festivales de Ballet de La Habana

Mitos y nostalgias

Fuentes:

El XVII Festival Internacional [2000] de Ballet de La Habana forma ya parte de la historia. La mayoría de los invitados de Alemania, Suiza, e incluso del lejano Kazajstán, se han despedido entre lágrimas – no siempre oportunas- y sonrisas -muchas veces espontáneas -, el aire otoñal del Prado acabará por desprender los carteles que […]

El XVII Festival Internacional [2000] de Ballet de La Habana forma ya parte de la historia. La mayoría de los invitados de Alemania, Suiza, e incluso del lejano Kazajstán, se han despedido entre lágrimas – no siempre oportunas- y sonrisas -muchas veces espontáneas -, el aire otoñal del Prado acabará por desprender los carteles que anunciaban la gala en homenaje a George Balanchine o la presentación del Joven Ballet de Cámara de Madrid y en el portal barroco del Gran Teatro se irán apagando los ecos de los fanáticos que discuten si el mejor momento de Lorna Feijóo fue en el estreno de Ballo della Regina, en montaje de Merrill Ashley o su Odette en brazos de un virtuoso excepcional: José Manuel Carreño. Todo pasa, hasta la rutilante gloria de las estrellas del ballet. Habría que rectificar; algo queda: la condición de La Habana como plaza fundamental para la danza.

Como recordaba el escritor Cintio Vitier en las palabras de apertura del Festival y glosando al ministro de Cultura, Abel Prieto, el primero de estos eventos culturales se convocó entre marzo y abril de 1960, en medio de circunstancias conflictivas en el plano político social para la isla, pero -es necesario agregar, – los antecedentes habría que buscarlos mucho más lejos, todavía veinte años más atrás, cuando Alberto Alonso, director de la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro Arte Musical, organizara unos festivales en los que los alumnos de la academia servían como corps de ballet y marco para un conjunto de figuras invitadas: así la élite habanera pudo contemplar en 1945 una Giselle encarnada por Alicia Alonso junto a Fernando Alonso y con los bailarines del American Ballet Theatre, Rosella Hightower y Simon Semenof en los roles de Mirtha e Hilarión, respectivamente. Fue esta también la vía para llamar la atención sobre la incipiente coreografía cubana y dar a conocer obra s como Forma, pieza enigmática, estrenada en 1943, en la que un texto de Lezama era ilustrado por la coreografía de Alberto acompañada de una partitura de gran rigor contrapuntístico creada para la ocasión por José Ardévol.

Más tarde, a partir de la fundación del Ballet Alicia Alonso en 1948, su dirección continuó esta política favorable a la invitación de creadores e intérpretes extranjeros y así pudo el público cubano disfrutar de las presentaciones de Igor Youskevich, André Eglevski, Bárbara Fallis y de la labor coreográfica de Mary Skeaping. No era raro pues que una vez consolidado el Ballet Nacional de Cuba, fuera preciso sustraerlo de todo aislamiento y abrirlo al quehacer universal.

Si el primer intento de Festival, fue apenas un anuncio de lo que en ellos germinaría después, al concluir su decimoséptima edición es posible afirmar que sin estos encuentros, la cultura danzaria en Cuba no sería la misma. Cómo olvidar que ellos permitieron que compañías tan diversas como el Ballet Bolshoi, el Ballet del Teatro Colón de Buenos Aires, el Ballet Nacional de España-Clásico y el experimental Ballet de Ana María D’Angelo, pisaran las tablas cubanas, ni que fuera posible, con sólo pagar las localidades más baratas del mundo, aplaudir a estrellas como Carla Fracci, Eva Evdokimova, Gislaine Thesmar o a la excepcional bailarina negra norteamericana Judith Jamison, o que los fans del «paraíso» aplaudieran con cierta reserva a un Vladimir Vasiliev ya tardío pero siempre magistral, antes de llegar al delirio con las presentaciones de Julio Bocca y Maximiliano Guerra. Sólo en la imaginación delirante de un Severo Sarduy podría guardarse un dato como éste: en 1978 se pres entó un bailarín japonés Yasuyo Omoto, como partenaire de dos gemelas -idénticas hasta el delirio- Hiroko y Yuko Tomoda, en el pas de trois El océano y las perlas con música de Drigo, donde se lograban efectos de simetría y espejo que parecían vedados a quien no perteneciera a la cultura del Lejano Oriente.

Más no todo en los Festivales debía venir del exterior: en ellos era posible seguir la evolución de una Giselle o de una Carmen donde Alicia Alonso suplía las decrecientes cualidades físicas con extremos de despliegue interpretativo, como ocurría con aquel pas de deux del II Acto de El lago de los cisnes, cuyo adagio se hizo cada vez más lento y estático para permitir el elaborado idilio de aquella ave espiritualizada hasta el punto de carecer de volumen y peso. También en ellos ha sido costumbre el presentar temporadas de un clásico: Lago, Bella Durmiente, Don Quijote, para confrontar las primeras figuras de la compañía con otras invitadas. Esto ha permitido esos instantes excepcionales del Festival, cuando el público, agolpado en la vecina parada de la ruta 82 o en una pizzería cercana, ajena a todo protocolo, discutía, a veces con vocabulario beisbolero sobre los méritos de aquella Odile de Aurora Bosch, cuya risa sardónica no era fácil de olvidar, a lo que alguien contrap onía la coda que en ese rol lograba Rosario Suárez, quien no hacía la «vaquita» en penchée porque «no se lo permitían»: se llevaban averages de fouettés y escalafones de danzarinas con un ímpetu deportivo que muchas veces concluía con trifulcas histéricas.

Anécdotas aparte, los Festivales Internacionales de Ballet de La Habana han sido la mejor vía de comunicación entre el público cubano y la danza escénica internacional, es cierto que no todo ha sido bueno en ellos, que han abundado las coreografías frágiles que sólo se sostienen en escena una noche, o que se han presentado en ellos artistas a quienes sólo la buena voluntad pudo invitar, pero gracias a estos encuentros los cubanos hemos conocido las coreografías del Roland Petit tardío, allí se desplegó el quehacer de Maurice Béjart desde Bhakti a Heliogábalo, sin olvidar que en sus funciones de concierto también han cabido la danza-teatro, el minimal, en convivencia con el afán muy postmoderno de hacer revivals de las danzas de corte, como lograra con humor y factura impecables el grupo francés Ris et danceries hace unos años. Asistir a un Festival es actualizarse, hasta donde es posible, en un bienio de la danza mundial. Cada cual preferirá una edición diferente, hay balletómanos que siguen añorando aquel encuentro de 1974 en que Cynthia Gregory hizo arder la sala del García Lorca, otros insisten en la perdida felicidad de aquellos años 80 en que fue posible encontrarse por tres veces con Ana María D’Angelo y su troupe. Y de seguro otro habrá que prefiera reservarse aquella Carmen de una fría noche de noviembre de 1976 en la Ciudad Deportiva, más perfecta porque ningún cineasta pudo atraparla y tenía el fatal atractivo de lo efímero y también, porqué no, la velada de 1980 en que volvió, tras décadas de ausencia a las tablas cubanas, la anciana Mariemma para bailar una jota como sólo podrían hacerlo los ángeles ibéricos. De este Festival que ha concluido también saldrá un mito así y muchas nostalgias…

http://cubaalamano.net/sitio/muestra_especial.asp?art=4091