¿El desarrollo de la ciudad va a seguir dependiendo de los intereses inmobiliarios y, ahora, también de los intereses de los sectores más directamente relacionados con el turismo?
Recién constituidos los nuevos ayuntamientos, la gran mayoría de los nuevos (o reelegidos) alcaldes y alcaldesas se han apresurado a afirmar que gobernarán «para todos», que buscarán la colaboración «de todos» y que sus prioridades serán la creación de empleo, facilitar la movilidad, atender a los barrios más pobres y cosas por el estilo, todas ellas políticamente correctas. O sea, lo que dijeron ellos mismos, o sus antecesores en el cargo, hace cuatro años y, casi seguro, volverán a decir, ellos o sus sucesores, dentro de otros cuatro. Nadie (o casi nadie, para dejar algún resquicio a la duda) ha entrado en la cuestión central de cuál es el modelo de ciudad (o de pueblo) que tienen como objetivo y a qué se comprometen para tratar de materializarlo por medio de los presupuestos -y, ¡ojo!, de la ejecución de estos- y de medidas concretas de gobierno. Porque una cosa son los discursos de tomas de posesión o los eslóganes electorales y otra presentar a reflexión y debate ciudadano el modelo de ciudad que se propugna. Aquí ya no valen naderías. Y solo si conocemos este modelo podremos valorar adecuadamente las propuestas concretas de actuación.
El problema estriba -aunque casi nadie lo dice, porque ya están pensando en las próximas elecciones- en que un modelo de ciudad no puede ser compartido por todos, ya que favorecerá u obstaculizará intereses concretos. Incluso si se pudiera llegar a ciertos consensos, estos no pueden existir de partida sino ser resultado de una discusión democrática (y transparente) no limitada a los partidos políticos sino con participación de la sociedad civil organizada. Porque el modelo de ciudad no es una cuestión técnica sino política y no se puede obviar aduciendo que el objetivo sea realizar «una buena gestión». Esto debería ser obligatorio -lo que es incompatible con el favorecimiento de lobbies, con la deriva de comisiones al partido o al bolsillo, o con cualquiera otra forma de corrupción- pero es radicalmente insuficiente. Si bastara con ello, las elecciones políticas deberían ser sustituidas por oposiciones a administrativos. Y, sin embargo, incluso partidos o grupos que llevan en sus programas cientos de medidas -muchas de las cuales, en sí mismas, pueden aparecer como razonables- no las contextualizan en un modelo de ciudad, por lo que no cobran sentido más allá de reflejar buenas intenciones o simples ocurrencias; unas y otras estériles.
En los últimos tiempos, la necesidad de plantear el modelo de ciudad se pretende sustituir, desde algunos de los llamados think tank (gabinetes de pensamiento o algo así) de ciertos partidos, por la propuesta de un «urbanismo inteligente» que habría de producir «innovación», atracción de «emprendedores» y «capital humano» y que conduciría a la «inclusividad social». El problema es que explican muy poco sobre en qué y cómo se traduciría ese modelar la ciudad inteligentemente. Porque la inteligencia, como el talento (otra palabra mágica actual), no es el genio de la lámpara de Aladino sino que trabaja sobre realidades ya existentes y con lógicas y objetivos que no pueden sino responder a determinados valores sociales. Para concretar: ¿qué relación tendría ese urbanismo con el valor de mercado del suelo en los distintos territorios urbanos (barrios, distritos) de la ciudad, que es lo que está en la base de la existencia de barrios-casi ghettos, empobrecidos y crecientemente degradados, y de zonas de estratos medio-altos o parquetematizadas? ¿El desarrollo de la ciudad va a seguir dependiendo de los intereses del mercado inmobiliario y, ahora, también de los intereses de los sectores más directamente relacionados con el turismo como casi monocultivo económico (insostenible socialmente y cada día más depredador ecológica y patrimonialmente) en nuestras ciudades históricas? ¿Prioridad para lo privado (en educación, sanidad, vivienda, movilidad, servicios…) o para lo público, entendiendo este no como una simple titularidad sino como una lógica de funcionamiento sujeta al control comunitario? ¿Peatonalizaciones y carriles bici a costa del espacio para los peatones y los árboles o reduciendo la «libertad» de los vehículos privados?
Contestar a estas preguntas con la referencia a un «urbanismo inteligente» no es otra cosa que eludir las respuestas. Me temo que lo que realmente se propugna es un urbanismo desregulado, abierto a la extracción de beneficios por parte de muchos listos (sean o no inteligentes) y confiado en la supuesta virtud equilibradora de la «mano oculta» del Mercado. Lo que dejaría a nuestras ciudades, más aún de lo que ya están, a la libre disposición de este, aunque ello quiera maquillarse con el anuncio triunfalista de que nuestra «marca-ciudad» es cada día más competitiva respecto a las de otras ciudades (sobre todo en número de turistas, de bodas, desfiles y otros eventos similares).
Isidoro Moreno es Catedrático emérito de Antropología
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