Las relaciones entre lengua, soberanismo y construcción de pasados míticos han sido un tema recurrente en el mundo occidental desde la Revolución Francesa. En los tiempos que corren, el soberanismo, es decir, el intento de ciertos territorios de segmentarse políticamente del resto, tiene mucho que ver con el rearme de muchas regiones en un contexto […]
Las relaciones entre lengua, soberanismo y construcción de pasados míticos han sido un tema recurrente en el mundo occidental desde la Revolución Francesa. En los tiempos que corren, el soberanismo, es decir, el intento de ciertos territorios de segmentarse políticamente del resto, tiene mucho que ver con el rearme de muchas regiones en un contexto de competitividad sin fin, de volatilidad de las inversiones en un contexto económico desregulado, en definitiva con el triunfo del neoliberalismo a escala planetaria Casi siempre estos territorios, como es el caso de Euskadi, Cataluña o las regiones del norte de Italia, tienen unos niveles de renta per cápita por encima de la media nacional y casi siempre disponen, además, de una lengua propia. Pero el deseo de segmentarse de una forma o de otra del resto de los territorios que conforman un Estado es mucho más general, es común a muchos otros espacios regionales con políticas competitivas y no sólo a aquellos con tradiciones lingüísticas propias.
Así, los políticos de la Comunidad de Madrid vienen articulando desde hace algún tiempo un sorprendente mensaje latentemente local-chauvinista construido alrededor de la prosperidad económica de la región, de una suerte de patriotismo del bienestar de signo local aderezado de ingredientes históricos reinterpretados de una forma bastante problemática. Las guerras del agua entre las regiones levantinas y Aragón se insertan en esa misma lógica competitiva igual que las regiones ricas de Bolivia que hoy plantean reivindicaciones secesionistas frente al gobierno popular de Evo Morales con el fin de bloquear la transferencia de recursos a las regiones más pobres del país.
Por tanto, la lengua no es el único elemento presente en el deseo de romper los lazos de unas regiones con otras. Sin embargo, sigue siento un argumento central en muchos de ellos. Máxime en España donde dos de las tres regiones más ricas tienen una lengua propia más antigua que el castellano. Pero ¿es inevitable que la diferenciación lingüística alimente el soberanismo, el deseo de romper los lazos que se han ido trenzando entre territorios y poblaciones a lo largo de los años? ¿es imposible coexistir aún cuando no exista una única lengua? Aquí pensamos que no, que aunque la diversidad lingüística sea efectivamente una herramienta excelente en manos de proyectos competitivos de inspiración neoliberal, que instrumentalizan los territorios, incluidas su cultura y sus tradiciones, para competir económicamente en un mundo cada vez más hostil, esta no tiene por qué generar fragmentación y distanciamiento. Otras cosa es que ni en el pasado ni en el presente se haya conseguido formular el problema en estos términos o que no se hayan sabido aprovechar las oportunidades para que dicha diversidad no conduzca a la segmentación y a la liquidación de las políticas territoriales solidarias y cooperativas. Nos remitimos a la historia del regeneracionismo español.
La primera oportunidad: el regeneracionismo
Los regeneracionismos/renacimientos castellano y catalán, el andaluz, el gallego y, en un sentido algo diferente también el vasco (renaixença, rexurdimento, berpizkude) surgieron casi de forma simultánea a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. En realidad, todos ellos atravesaron casi las mismas estaciones: el redescubrimiento de la lengua y la revisión de su funcionalidad social, la exploración del territorio y la geografía, la reivindicación de la educación popular incluidos sus aspectos recreativos de las actividades de tiempo libre, el intento de recuperación del folklore, el fomento del excursionismo y del contacto con la naturaleza etc.. Aquí hay que mencionar la importancia los juegos florares, unos certámenes literarios de signo regional y base popular destinados a darle una expresión literaria al sentimiento local y al renacimiento de las lenguas, que se inauguraron en Barcelona hacia 1860 y que se extendieron en poco tiempo por toda España[1]. Todos ellos obedecieron al deseo de reinventar lo compartido, de acercarse a la experiencia práctica de las clases trabajadoras, de los «pueblos», de redescubrir todo aquello, que hasta entonces, no contaba en la alta cultura oficial mayormente dominada por el uso del castellano. Fueron, en definitiva, intentos de reivindicar una dimensión concreta y sensorial de los espacios de socialización, de buscar ese país (o esos países, regiones y lugares) «reales» y palpables situados más allá del formalismo y de la nostalgia imperial, de esa superestructura estatal ineficaz y distante que no se tenía en cuenta los problemas reales de la gente, las culturas y las estructuras del canovismo basadas en ideas completamente construidas, en pura metafísica histórica y cultural revestida de un fuerte exclusivismo de clase.
Es importante no reducir los movimientos de recuperación de las lenguas, que formaban parte de un proceso político y social más profundo, a la acción de los intelectuales. Como ha subrayado Moreno Fernández «los intelectuales decimonónicos cumplieron una función importante en el proceso de revitalización de las lenguas en cuestión, escribieran en la que escribieran, pero fueron un eslabón más dentro de un largo proceso. Pensar que el cultivo actual de la lengua catalana se debe a la influencia del pensamiento de Almirall y de la obra de Jacinto Verdaguer sería tan ingenuo como pensar que el amplio uso del español en el siglo XVIII nació de la influencia directa del pensamiento de Quevedo y de la lectura de la obra de Cervantes»[2]. Es importante efectivamente no reducir los movimientos regeneradores de esos años a simples iniciativas culturales. Las nuevas semillas metafísicas que plantaron muchos de estos intelectuales en las conciencias políticas de la época o que adoptaron y revivieron del pasado (la idea de «renacimiento» implica un vínculo con el pasado susceptible de transformarse en nuevas mitologías) alejaron muchas iniciativas producidas por aquel movimiento, del país o de los países reales que se pretendían redescubrir y vivificar, para escayolar de nuevo estos países en nombre de un nuevo discurso mítico. Así, cuando Sabino Arana reivindica el euskera, adopta o incluso radicaliza el prejuicio del «bascuence como locución angélica» formulado por Manuel de Lerramendi en el siglo XVII y otras metafísicas similares que siguen estando presentes en el imaginario político de algunas formaciones políticas. Unamuno y Ortega escribieron cosas similares sobre la lengua castellana[3], muchas de las cuales se han asentado en el imaginario político de algunos partidos estatales. Todas estas semillas acabaron siendo enormemente corrosivas para la trayectoria política del país inaugurada por el regeneracionismo. Resultaron nefastas, concretamente, para la consolidación del segundo proyecto republicano pues bloquearon la posibilidad de encajar la diversidad en un orden estatal racional y solidario cuando, en 1931, surgió una oportunidad histórica para hacerlo. La España de las autonomías arrastra aún este bloqueo. No obstante, el núcleo principal de aquellos movimientos fue vitalizador y democrático, fue literalmente «regenerador» de una sociedad adormecida y desigual, con un Estado secuestrado por los intereses de la burguesía rentista completamente alejado del «país real». Además, la mayoría de los intelectuales no plantearon la necesidad de recuperar las lenguas vernáculas en términos de enfrentamiento entre todas ellas. Así es como efectivamente han sido interpretados posteriormente estos movimientos por los partidos nacionalistas, pero esto no coincide con la realidad. El asturiano Gaspar Melchor de Jovellanos defiende la enseñanza y el uso literario del mallorquín, Aribau escribió casi toda su obra en castellano y también Rosalía de Castro, la autora de Cantares galegos.
A pesar de nacer de la misma situación histórica y de tener numerosas cosas «reales» en común por brotar de raíces y necesidades casi idénticas, todos aquellos proyectos de regeneración y renacimiento cultural, que de alguna forma sirvieron para definir los cauces por los que habrían de transcurrir los torrentes de la España moderna, nacieron sin coordinación y sin apenas conexión entre sí, evolucionaron de forma paralela. Aún cuando su enemigo común fuera esa España Única apolillada sin sustancia práctica-sensorial ninguna, sin realidad ni relieve cotidiano, no consiguieron actuar coordinadamente, no fueron capaces de trenzar referencias cruzadas. Ni los unos ni los otros acertaron a definir todo lo que tenían y sobre todo podían tener en común susceptible de ser aprovechado en beneficio de una coexistencia mutuamente enriquecedora de tradiciones lingüísticas, culturales, etnográficas y de estrategias para subsistir frente a las adversidades de la vida cotidiana. Lo que primó fue la ignorancia y la negación del otro o incluso la rivalidad entre la cultura castellana y las culturas periféricas. La diferenciación acabó triunfando sobre la puesta en común y los renacimientos culturales y lingüísticos, que podían haber servido para generar un nuevo aglutinante identitario plural y unificador de dimensiones estatales, acabaron alimentando el ideal nacionalista a ambos lados del Ebro. Hoy se repite la misma historia, aunque triplemente impulsada por el espíritu ultracompetitivo propio de la civilización neoliberal dominante.
Responsabilidad de la cultura castellana
Las razones de la dispersión de todos estos movimientos de redescubrimiento y regeneración cultural son complejas, pero una cosa parece evidente: el que todos ellos tuvieran, casi desde el primer momento, un fuerte componente mítico e irracionalista es una de las más importantes. Este componente es, en buena medida, responsable de que acabaran haciéndose incompatibles entre sí. Los mitos en general, y los mitos nacionales en particular pues trazan fuertes líneas separadoras entre dentro y fuera, son siempre incompatibles entre sí con lo cual, antes o después, acaban chocando como trenes. Especialmente la idea de que Castilla y la lengua castellana son la personificación del «alma milenaria española», como no se cansaban de repetir autores como Unamuno, Azorín y Unamuno pero también la mitología del pueblo vasco y catalán definidos como contrapunto y diferenciación esencial de «España», apuntaron desde el principio a un tipo de evolución que sólo podía conducir, primero a un dialogo de sordos, y luego a un choque artificial pero no por ello menos brutal y continuado entre culturas e identidades sin acomodo territorial completo. Porque ¿qué va a pensar un catalán o un vasco cuando lee decir a Ortega que «sólo las mentes castellanas tienen capacidad adecuada para percibir el gran problema de una España unida», que van a pensar hoy cuando Ortega se convierte en el pensador oficial de la democracia española?
Es comprensible que aquello de la «España unida» orteguiana no vaya con este catalán o este vasco, que el mito castellano produzca un contramito catalanista y vasco que, a su vez, alimenta su contraparte castellana y así hasta el infinito. Es el punto débil de toda metafísica: al nacer y reproducirse sin objeto sensorial, sin conexión con la vida cotidiana de las personas no hay nada, excepto ella misma o otras construcciones de idéntica naturaleza, que la pueda alimentar o impugnar desde fuera, es totalmente inmune al mundo empírico-real y el derecho positivo, a esa realidad concreta que reivindica la izquierda y que sin duda es el antídoto más poderoso frente a los grandes relatos definidos por los postmodernos. Por muy convincentes y lógicamente coherentes que sean los brotes metafísicos, por muchos recursos que proporcione la cantera de la historia para facilitar la demostración de su presunta objetividad o de todo lo contrario, lo cierto es que las construcciones metafísicas, y dentro de ellas los mitos, crecen y engordan hasta que uno de ellos siente la necesidad de expulsar al otro del escenario, destruirlo o, como poco, ignorarlo. Entre 1886 (fecha de publicación de Lo Catalanisme) y 1936, hubo ocasiones para construir nuevos sentimientos de pertenencia compartida, pero el peso de los aglutinantes míticos y metafísicos en general acabó siendo demasiado grande como para permitir la puesta en marcha de un proyecto tan complejo como ese y que además requiere de una considerable altura de miras, de visión a largo plazo. Las cuatro o cinco décadas que transcurrieron entre los primero brotes del regeneracionismo y la promulgación de la Segunda República, cinco décadas de extraordinaria creatividad cultural, simplemente no fueron aprovechadas políticamente.
El hecho lingüístico tiene una importancia sobresaliente en los procesos de refundación identitaria como los que se produjeron a lo largo de aquellas décadas en todo el Estado y los que están por venir en los próximos años, pero la lengua es una presa fácil de los intentos de mitologización. Aquí el foco castellano tiene -y sigue teniendo- la principal responsabilidad histórica pues su peso dentro del conjunto del Estado era -y sigue siendo- mucho mayor que el resto. Además, el movimiento de renovación que surge en Castilla tiene otra particularidad. Mientras las movilizaciones de 1900 conducían en Barcelona a la creación de la Lliga Regionalista y a un debilitamiento de las fuerzas monárquicas en Cataluña, en Castilla la regeneración cultural se quedaba en palabras sin apenas hechos, en un puro hecho cultural cada vez más alimentado de mitos, sin sustancia político-organizativa y por ello perfectamente asimilable por la tradición canovista. Sin embargo, las décadas del tirón regeneracionista-republicano fueron aprovechadas por los movimientos nacionalistas que consiguieron afianzarse entre sectores amplios de la población, sectores que fueron radicalizándose progresivamente en el caso de Cataluña y Euskadi, ocupando el amplio espacio político que venía dejando abierto la decrepitud del canovismo aunque en Andalucía y en Galicia también empezaron a dejar algún que otro rastro de proyecto político. No así la mayoría de los movimientos castellanoparlantes que no abandonaron su componente retórico, contemplativo y especulativo y que sólo empezaron a pasar a la acción política algunos años después, a partir de 1914. La sofisticada oratoria de muchos políticos como Azaña y Ortega tiene un notable interés literario, pero también refleja una fuerte tendencia al quehacer retórico-especulativo que no ha de ser interpretada necesariamente como una virtud.
Esta pérdida de tiempo de los castellanoparlantes tiene seguramente varias y complejas explicaciones. Por un lado, los recursos que los regeneracionistas castellanos tuvieron que destinar para combatir a las aún poderosas fuerzas españolistas eran muy importantes, pues la hegemonía cultural no había sido aún ganada en Castilla por las fuerzas del cambio y la renovación. En segundo lugar, parece que en un país de largo pasado colonial y con una lengua con más hablantes fuera que dentro de sus fronteras nacionales, genera una cierta incapacidad de imaginar una cultura lingüísticamente plural basada, no ya sólo en el reconocimiento de la «dignidad e igualdad de todas las lenguas» (Juan Carlos Moreno Cabrera)[4], sino en la construcción política de un único cuerpo social multilingüe que nazca y crezca con ese reconocimiento. En países con pasados imperiales la fuerza del mito es especialmente poderosa, especialmente cuando se traslada a la lengua. Además, para un país con tantos analfabetos como España, con unas élites fuertemente acomplejadas por sentirse alejadas de la gran cultura internacional, el listón del multilingüismo resultaba demasiado alto como para poder identificarlo en toda su trascendencia política a largo plazo. Era más cómodo hacer las paces con el mito, seguir soñando con Don Quijote e intentar aprender a chapurrear inglés (alguien ha definido al español como un individuo que se pasa toda la vida aprendiendo inglés sin conseguirlo), que remangarse para abordar un problema tan único y original como el de la necesidad de organizar un encuentro identitario entre varias lenguas y territorios.
En tercer lugar, hay que mencionar la hegemonía del esquema republicano francés de uniformización lingüística dentro de la propia tradición republicana española. A diferencia del modelo soviético previo a los tiempos de Stalin, que hizo un esfuerzo único por fomentar y regularizar el uso de numerosas lenguas autóctonas[5], el modelo francés establecía una relación causal entre monolingüismo y lucha contra el particularismo local de origen medieval. En la tradición republicana española seguía estando plenamente vigente la tradición republicana francesa, es decir, la tradición de unificación lingüística nacida de la Revolución Francesa de forma que la pluralidad lingüística fue vista -y así sigue siendo aún- por muchos republicanos como una evocación nostálgica de un pasado comunitarista y semifeudal que la modernidad tenía que barrer para facilitar la cohesión nacional y el progreso.
En la era neoliberal este esquema es completamente inoperativo. Las lenguas y las culturas forman parte de un vasto patrimonio común, que incluye también el patrimonio natural, paisajístico y territorial, y que hoy está seriamente amenazado por las fuerzas económicas que intentan instrumentalizarlo para su aprovechamiento económico privado al tiempo que lo destruyen. Todas las lenguas con un número de hablantes por debajo de un cierto límite tienen que ser protegidas activamente por los poderes públicos si no quieren sucumbir a la uniformización cultural que emana del dominio del inglés y de la cultura comercial en los grandes medios de comunicación, de la misma forma que los poderes públicos tienen que proteger a los colectivos más débiles (mujeres, niños, enfermos) o a las especies animales y vegetales en peligro de extinción y de la misma forma que la Organización de las Naciones Unidas tiene encomendada la protección de las voces nacionales menos poderosas de la comunidad internacional. La trasposición mecánica de otras experiencias republicanas europeas dejó el campo abierto al surgimiento de nuevos nacionalismos que se encontraron con un riquísimo patrimonio cultural no revindicado por nadie pero sumamente rentable políticamente por enlazar con los sentimientos y las formas de vida de un sector importante de las clases populares. Los nacionalismos supieron revestir su defensa con argumentos ahistóricos y iusnaturistas arrebatándole a la izquierda su reivindicación.
Pero sea cual sea la explicación, lo que es indudable es que todo esto junto impidió la unificación de los diferentes focos de refundación político-identitaria nucleados alrededor de las diferentes lenguas del Estado, una situación que pronto empezó a debilitar el proyecto republicano y su intento de construir un Estado solidario y redistributivo y, ya durante la guerra civil, incluso su capacidad militar frente al fascismo. Ni las Misiones Pedagógicas de la República, cuyo objetivo no sólo era el de fomentar la cultura escrita entre la población rural sino también el de «enseñar nacionalismo a través del conocimiento de las realizaciones de los españoles (por ejemplo, la mayor parte de las proyecciones eran de documentales acerca de los paisajes y los monumentos de otras parte de España que los campesinos de aquel lugar no habían visto nunca)»[6]; ni mucho menos aún la mayoría de los escritores en castellano de la época fueron conscientes de la necesidad de tratar el patrimonio lingüístico del Estado como un todo orgánico que debiera ser asumido y defendido también de forma colectiva por el conjunto de la nación. Ese todo habría permitido refundar el país también en el plano de esos aglutinantes emocionales, aglutinantes o «identidades» que tienen que existir de una forma o de otra para generar estructuras redistributivas solidarias y una sensación compartida de pertenencia.
Hay que insistir en que la responsabilidad histórica de los castellano-parlantes era y es muy superior a la de los hablantes de las demás lenguas. El objetivo de estos últimos consistía en la reivindicación de la legitimidad de lenguas aún no reconocidas frente al monolitismo del castellano, que era el lado más fuerte y dominante, mientras que el objeto de la mayoría de los regeneracionistas castellano-parlantes siguió siendo la legitimación de la asimetría que existía entre todas las lenguas del Estado. Esto significa que sólo un cambio en Madrid podía y puede impulsar el inicio de un cambio en todo el Estado, sólo de Madrid, de un Madrid que vuelva a su pasado tolerante y sensible para con la heterodoxia, puede partir un movimiento sostenible de construcción identitaria en clave de diversidad. Cuando es en la periferia donde se reivindican las demás lenguas del Estado, el intento siempre acabará reforzando al nacionalismo tanto en su versión periférica como en su versión centralista que su reacción y contraparte natural, es decir acabará reforzando los mitos a ambos lados del Miño y del Ebro. El proceso de construcción de identidades obreras dentro del socialismo y del anarquismo tampoco tuvo en cuenta la inclusión del tema de la diversidad cultural lingüística por irrelevante o redundante sufriendo las mismas consecuencias que el republicanismo, es decir, su debilitamiento y la fragmentación organizativa de las clases populares de todo Estado. Al menos habrían podido estudiar las experiencias innovadoras que se estaban ensayando en la URSS por aquellos años…
Todo esto produjo una evolución de tipo centrífugo y no un encuentro de todos los brazos del regeneracionismo, de forma que muchas décadas después de que Valentí Almirall escribiera en 1886 que «se necesita hacer un gran esfuerzo de imaginación para convencerse de que Andalucía o Galicia forman una sola patria con Cataluña», muchos españoles lo sigan sintiendo efectivamente así. Bastó para que surgiera un roce institucional entre la España Única y los nuevos focos de renacimiento cultural, como fue la absurda anulación de la Mancomunidad Catalana por parte de Primo de Rivera para que lo que lo que habría podido ser un movimiento de regeneración paralela se transformara en un movimiento refractario radicalizado, en un movimiento de lucha por la independencia nacional que creció como la espuma hacia principios de los años treinta. El resultado final fue la configuración no de un único aglutinante identitario plural y multilingüe, sino la formación de cuatro o incluso de cinco y, como posibilidad teórica, aún de algunos más. Ni la historia institucional (por ejemplo los fueros) ni la estructura social (por ejemplo la industrialización de Cataluña y Euskadi), ni las costumbres que emanan de ella y, desde luego, ningún argumento racial o iusnaturista explican por sí misma esta diferenciación progresiva cuyas fuerzas aún siguen vivas y radicalizadas, especialmente en algunas comarcas catalanas y vascas.
Es, por tanto, un problema político que podría haberse regulado si se hubiera entendido la importancia política que tiene la lengua y las posibilidades de desarrollo que puede abrir la ruptura del monopolio del castellano como lengua de comunicación dentro de todo el Estado. En la lengua cristalizan prácticas y sensibilidades sociales profundas propias de las clases populares. Pero las clases populares no son las que construyen los mitos históricos, una actividad reservada a los intelectuales, sino las que sufren la mayoría de sus consecuencias. Para afrontar este problema no había soluciones homologadas en los espacios de la alta civilización europea, tal vez con la excepción de la experiencia suiza o la de la URSS anterior a Stalin, que sí podrían haber ofrecido referentes prácticos practicables, de forma que la creatividad se convirtió en un recurso clave para hacerlo. El que en un Estado que se configuró históricamente muy pronto se hayan conservado varias lenguas diferentes con una entidad propia, algunas de ellas con literaturas al menos tan antiguas como la de la lengua castellana, no es una desventaja como pensaban muchos republicanos, sino una gran ventaja, un gran acerbo patrimonial. Las fuerzas insensibles a este acerbo acabaron imponiéndose y en la Constitución de 1931 ni tan siquiera se mencionan explícitamente las lenguas no castellanas sino utilizando el término genérico de «lenguas regionales». En dicha Constitución incluso se establece, en realidad de forma un tanto sospechosa por la contundencia con la que se formula, el carácter «no exigible» de su uso (§ 4)[7]. Frente a este panorama, el nacionalismo siempre se sintió y se seguirá sintiendo legitimado para impugnar la injusta asimetría entre todas las lenguas dentro del territorio único del Estado. Una ventaja extraordinaria como es la riqueza lingüística, que es un patrimonio común a preservar y tutelar de forma compartida como cualquier otro, se acabó convirtiendo en una desventaja, en una fuente de alimentación del particularismo, de la insolidaridad y de la exclusión en ambos sentidos. Y en una fuente de división de la izquierda. Hasta hoy.
Porque aún cuando el plurilingüismo forma parte hoy de la realidad cotidiana de más del 40% de la población española, en el actual contexto político e identitario esta diversidad sigue siendo una fuente continua de problemas y enfrentamientos entre tres polos uniformizadores: el del nacionalismo castellano-españolista continuador del que liquidó a la República y que por razones obvias nunca ha sentido simpatía por una pluralidad lingüística asumida de forma conjunta; el del españolismo republicano representado por intelectuales como Claudio Sánchez Albornoz, que tolera el empleo de otras lenguas pero considerándolo un hecho sólo aplicable a unas determinadas zonas del Estado (el «hecho diferencial» de hoy); y el del nacionalismo periférico que acepta el plurilingüismo como una realidad pero sólo en sus territorios y que, imitando las prácticas de sus correligionarios en Madrid, como una realidad temporal que hay que ir sustituyendo a medio y largo plazo por una uniformización lingüística en «sus» territorios que acabe siendo similar a la que quieren conservar sus colegas nacionalistas al otro lado del Ebro que es donde empieza ese otro «Estado rival».
La importancia de Azaña
Azaña es el político republicano en cuyas manos convergieron los hilos del problema catalán[8]. Por extensión, se convirtió en el máximo teórico del encaje autonómico del Estado y, de alguna forma, en el antecesor de lo que hoy es el Estado de las autonomías. Aún cuando Azaña no supiera resolver este encaje -él mismo es parte de un proceso de regeneración nacional con múltiples focos lingüísticos que apenas se refieren los unos a los otros- al menos intuyó lúcidamente el problema. Esto tiene mucho mérito si tenemos en cuenta la apabullante presencia de mentalidades españolistas incluso dentro de las filas republicanas y socialistas, pero también su propia formación francesa, que podría haberle inclinado a apoyar un modelo estatal monolingüe de raíz centralista y jacobina como el que caracterizó la mayoría de los procesos de construcción nacional del siglo XIX, y que fue el que siguieron muchos de sus correligionarios republicanos, liberales y socialistas[9]. En primer lugar, Azaña fue consciente de que los aglutinantes emocionales no son componentes periféricos y residuales, sino que son centrales para cualquier proyecto político. Además entendió que la lengua se sitúa en el centro de dichos aglutinantes con lo cual la cuestión lingüística, y todo lo que esta trae tras de sí, se convierte en la llave del encaje político de Cataluña y de todo el nuevo Estado republicano[10]. Sin embargo, si bien lo supo reconocer y respetar para Cataluña, lo subestimó o ignoró para la construcción de un programa identitario válido para todos los territorios de la República al margen de algunas manifestaciones puntuales marcadas por el apasionamiento personal. En realidad, el principal error de Azaña, sin duda la cabeza más avanzada en este tema, fue deshistorizar el proceso de creación de identidades, es decir, el considerarlo un proceso dado para siempre por las circunstancias pretéritas. Esto le llevó a cometer dos errores adicionales, o mejor, tres.
El primero fue considerar que las nacionalidades históricas (Cataluña pero, por extensión, también Euskadi y Galicia) han existido desde siempre e ignorar que también ellas, como todas las demás «nacionalidades» o «naciones» son el producto de la «invención» (Eric Hobsbawm) y por tanto, de la acción política, como ha podido demostrar la historiografía moderna[11]. Esta deshistorización de un proceso tan histórico como este o la aceptación de que dicha historia se remonta a un pasado inmodificable ya por el presente, restó recursos a la República para ensayar de la creación de una nueva identidad compartida que integrara todas las identidades territoriales, incluidas las «viejas» y ya existentes. Al descuidar la posibilidad -y también la necesidad- de construir nuevos aglutinantes identitarios y a pesar de haberlos intuido, Azaña tendió a reducir el proyecto político republicano a sus elementos discursivos y racionales descuidando su flanco identitario, incluidos sus contenidos lingüístico-emocionales. «La diferencia política más notable que yo encuentro entre catalanes y castellanos» declara en su trascendental discurso en las Cortes del 27 de mayo de 1932, «está en que nosotros los castellanos, lo vemos todo en el Estado y donde se nos acaba el Estado se nos acaba todo, en tanto que los catalanes, que son más sentimentales, o son sentimentales y nosotros no, ponen entre el Estado y su persona una porción de cosas blandas, amorosas, amables y exorables que les alejan un poco la presencia severa, abstracta e impersonal del Estado»[12].
El segundo error de Azaña fue reducir la legitimidad de los aglutinantes emocionales al caso catalán y no reconocer lo propio para Castilla. La reducción de Castilla a una fría superestructura institucional es una forma de reduccionismo racionalista que Azaña aplica a «lo castellano» aunque acierte a aplicarlo a «lo catalán». Aquí influye seguramente la situación defensiva en la que se encontraba el republicanismo frente a las aún poderosas mitologías nacional-imperiales, que aconsejaba tomarse las cosas de Castilla con extrema sangre fría, sin «blanduras». Pero también influye su formación francesa, el racionalismo ahistórico que siempre se cuela incluso por los entresijos de sus mejores tradiciones emancipatorias. La lucha que la intelectualidad laica y republicana tenía que librar aún contra aquellos castellanos que colocaban «entre el Estado y su persona» otra porción más de «cosas blandas, amorosas, amables y exorables» y que les alejaban de la «presencia severa, abstracta e impersonal del Estado», es decir, que utilizaban los sentimientos para legitimar un tradicionalismo obsoleto, obligó a Azaña a desarrollar un discurso distinto para Cataluña que para Castilla, inclusivo de lo emocional y «amoroso» para aquella, pero exclusivamente racionalista «severo, abstracto e impersonal» para esta. Este desdoblamiento y sus causas -la fuerza de la España tradicionalista que se niega a aceptar un cambio- es la síntesis del problema de configuración nacional que tenemos hoy en España. El tercer error de Azaña, que también se deriva de dicha deshistorización de los proceso de formación de identidades nacionales, emana de los dos anteriores: a Cataluña, y por las mismas razones a las demás nacionalidades históricas, Azaña le reconoce el derecho a construir identidades multilingües pero no así a Castilla, que queda reducida a un proyecto institucional sin sedimento identitario y, aparentemente, sin «problema lingüístico».
Repetición de errores en la transición
Lo que pasó a lo largo de esas décadas decisivas para la construcción política de la España moderna se parece mucho a lo que sucedió en los años más valiosos de la transición política. Esta se construyó por inercia y prolongación de los experimentos republicanos en temas autonómicos que, obviamente, incluyen los errores de Azaña. El resultado es que tampoco la segunda democracia española consiguió crear aglutinantes compartidos en todos los territorios del Estado. El doble rasero de Azaña es la semilla de las políticas de «hechos diferenciales» que se volvió a imponer en la transición por causas muy parecidas. Así, la Constitución de 1978, es un marco abierto y ecléctico en este tema central pues no especifica, no se atreve a especificar «qué es lo básico y qué tienen en común todos los españoles» como señala críticamente el catedrático catalán de derecho constitucional Marc Carrillo[13]. Esto crea una situación en la que no son tanto el contrato y el consenso políticos, sino las coyunturas del momento y sobre todo las fuerzas económicas más influyentes las que van a ir definiendo y llenando de contenido aquello que se pueda llegar a tener hipotéticamente en común. El proyecto político de 1978 no ha tenido nunca vocación de crear un único aglutinante identitario porque considera, igual que Azaña, que las identidades son cosas que han existido desde siempre, que ya hay cuatro identidades históricas (la española y las tres periféricas) y estas no sólo marcan el principio sino también el final de la historia política del país. Esta interpretación, que comparten todos los nacionalismos incluido sin duda alguna también el españolista, para el que la «nación española» no se remonta ya a la Edad Media como la «nación catalana» sino a los romanos, los íberos y a las cuevas de Altamira, es la que sirvió para alcanzar un consenso en el proceso constituyente. Llevaba implícita la asunción de un sinfín de mitologías y metafísicas políticas impropias de un proceso constituyente moderno con vocación redistributiva. Se entiende perfectamente que a partir de ese momento se hicieran inevitables los encontronazo permanentes, latentes o floridos, entre todos aquellos que pretenden demostrarse mutuamente que su aglutinante es el más natural, el más verdadero, el más legítimo sin tan siquiera caer en la cuenta de que, lo que hay que hacer, es construir uno nuevo que los abarque a todos juntos por igual. Para demostrarlo abren sus respectivos baúles llenos de mitos y metafísicas que naturalmente son intrínsecamente irreconciliables entre sí. El choque se hace inevitable.
La política de hechos diferenciales del actual período constitucional volvió a dejar a los demócratas españoles sin referente identitario, especialmente en el momento en el que aquellos otros de tipo socialista o incluso socialdemócrata vinculados a los estados redistributivos de las décadas anteriores al neoliberalismo, sufrieron una fuerte erosión en la década de los noventa del pasado siglo. Este desdoblamiento condujo a la fórmula de multiculturalismo y multilingüismo mecánico que domina en la actualidad. Fue una segunda oportunidad perdida para construir un multiculturalismo «orgánico» soportado por un proceso no traumático pero activo y constante de construcción de un nuevo espacio identitario compartido que se correspondiera -eso es lo principal- al surgimiento continuo y espontáneo de identidades cruzadas en la vida de cada vez más personas y familias a ambos lados del Ebro y del Miño. El tema lingüístico es, simplemente, esencial. Basta con analizar los documentos de los partidos independentistas o las biografías o profesiones de sus máximos representantes para adivinarlo. En realidad es el problema sobre el que pivota el problema nacional de España o del «Estado español». Pero no es un problema que sólo se pueda solucionar recurriendo de nuevo a los mitos. El problema de la identidad compartida es un problema no metafísico de articulación de una cultura cotidiana plurilingüe legitimada democráticamente que no necesita de artificios irreales para asentarse de forma sostenible y racional en la conciencia de los ciudadanos. Si seguimos a García de Enterría, Azaña acertó a vislumbrar esta organicidad en el plano del derecho constitucional, organicidad que también se incluye en la Constitución de 1978, que habla de la subordinación de todos los órganos autonómicos a las leyes de la Constitución (§§152, 161.2 etc.). Pero la solución de dicha organicidad en el plano racional y discursivo, que es el que recoge la Constitución, no lleva automáticamente a su solución en el plano emocional e identitario puesto que se mueve por otras dinámicas y requiere de algo más que un marco político abierto y general. La evolución del país en este plano sigue cauces completamente contingentes y dejados a la coyuntura política del momento produciendo un derroche extraordinario de energías precisamente porque no es abordado como un problema que tiene que ser solucionado activamente como se desarrolla cualquier programa político consensuado.
En contra de lo que la izquierda ha venido pensado en muchas ocasiones, el principal perdedor de esta dinámica no es la derecha sino ella misma, su principal ganador es el nacionalismo de uno u otro signo. Su resultado es un orden mecánico y aditivo sin aglutinantes comunes así como la ocupación, por parte del nacionalismo, de los huecos que el nuevo Estado democrático se abstuvo de cerrar en un proceso constitucional transparente y deliberativo por no querer (o no poder) enfrentarse ni al nacionalismo periférico ni a los continuadores modernos de la España Única. Pero el que, por las razones que fueran, no se abordara esta tarea en aquel momento no suprime la necesidad de hacerlo de una forma o de otra. Todo lo contrario. Dejar las cosas como están refuerza al propio nacionalismo de uno y de otro signo contraviniendo el día a día de muchas personas, sus identidades cruzadas, en definitiva el multiculturalismo que ya domina la vida de muchas personas. Este multiculturalismo que, de hecho, existe en el Estado español, no acaba de encajar sin embargo en las dinámicas pendulares provocadas por el nacionalismo como se ha vuelto a comprobar en las últimas consultas electorales, especialmente en el referéndum sobre el Estatut y, tal vez, con la preocupante excepción de Madrid. Es otro de los costes que todos -y especialmente la izquierda- tenemos que pagar por una transición hecha a medias.
Azaña sufrió una gran decepción al comprobar la deslealtad del nacionalismo para con la República en los momentos en los que ésta era más necesaria, en los meses finales de la guerra civil. Una decepción similar es lo que probablemente habría sufrido Tomás y Valiente si hubiera podido comprobar que su apelación al «fomento de la conciencia de integración estatal» destinado a «hacer patentes las ventajas de esta integración» para que «se desatasque (y no se silencie, olvide u omita) la existencia de una secular historia común, de una lengua también común y se haga hincapié en que lo común no excluye lo diferencial»[14] está cayendo hoy en saco roto. Tomás y Valiente pensaba con razón que la organicidad hay que legislarla, es decir, construirla activa, políticamente. Sin embargo no cayó en la cuenta, de la misma forma que tampoco lo hizo Azaña de que dicha construcción debería extenderse al componente emocional que gravita precisamente alrededor de la lengua como supo ver muy bien, por cierto, el filólogo Antonio Gramsci[15] y supo intuir -sólo intuir- el jurista Azaña. Ese componente no tiene que conducir necesariamente al antirracionalismo y la mitología sino que puede ser combinado con el sentido común, la tolerancia y el raciocinio.
Lenta y pacientemente -puesto que las identidades se construyen lentamente o no se construyen nunca- habría que ir naturalizando el uso de varias lenguas y, sobre todo, el conocimiento de la vivencia de las culturas asociadas a ellas, hacerlo en un proceso que requiere al menos tanto empeño y discreción, tanta actividad y tanta planificación a largo plazo como la del legislador. Es, ciertamente, un proceso gradual que dejará frutos a medio y largo plazo. Empezaría con la introducción de cuñas plurilingües en guarderías y en la enseñanza preescolar, con la creación de canales de televisión y medios de expresión estatales multilingües, con el establecimiento gradual de programas de estudios en los que la enseñanza de, al menos, una lengua co-oficial se hiciese obligatoria en las escuelas primarias y secundarias de todo el Estado, con en el intercambio de estancias en entornos lingüísticos cruzados y con la utilización de cada vez más lenguas en las universidades y los sistemas científicos del Estado. Obviamente la densidad de hablantes de euskera o del catalán será siempre mayor en Euskadi y Cataluña que en Sevilla, pero su utilización no estará limitada al territorio de Euskadi sino a todo el territorio nacional. Al mismo tiempo, en Euskadi y Cataluña el uso del castellano empezará a naturalizarse de nuevo aunque esta vez sin desplazar a las lenguas propias como sucedió en tiempos anteriores. Los profesores de lenguas vernáculas empezarían a circular por todo el país, se muliplicarán las burbujas plurilingües en territorios hasta ahora lingüísticamente monolíticos desmontándolos poco a poco. También se le empezará a poner fin a la discriminación que representa para un castellano-parlante no tener acceso al aprendizaje de tres de las cuatro lenguas de su propio país, por ejemplo para poder aspirar a presentarse a muchas oposiciones en Cataluña, Galicia o Euskadi. Esto difuminará las fronteras y los atrincheramientos, producirá conexiones culturales mucho más estrechas y romperá la dinámica pendular de los nacionalismos.
En realidad, al tratar el tema de las universidades catalanas Azaña da con una solución parecida a la que proponemos aquí, en este caso polemizando contra los nacionalistas de Esquerra que apostaban por una universidad segmentada lingüísticamente: «estimamos que la universidad única y bilingüe es el foco donde pueden concurrir unos y otros; en vez de separarlos hay que asimilarlos, juntarlos y hacerlos aprender y estudiar y estimarse en común; este es el carácter que tiene la cultura española en Cataluña: doble pero común»[16]. Porque (seguimos citando a Azaña) si «la cultura catalana y la cultura castellana son la cultura española y cada una de ellas forma parte alícuota en la cultura de mi patria y es absurdo sembrar la discordia, crear un resquemor injustificado cuando a la noble ambición de aquellos hombres que traen de su país una aspiración, un lenguaje y una ambición legítimas se les pone, como valladar, el respeto de la cultura castellana, que nada tiene que temer de ninguna otra cultura nacional, puesto que forma parte, como las otras, de la cultura española»[17]. Se ve que Azaña describe perfectamente el problema aunque lo reduce al ámbito universitario. ¿Cómo se eliminan hoy este tipo de temores y este tipo de situaciones en todo el mundo? Naturalmente fomentando el uso cruzado de todas las lenguas por igual ¿Qué razones hay para no extender la solución que Azaña proponía para las Universidades al conjunto de la enseñanza, del territorio y de los medios de comunicación del Estado, hoy que el nivel de instrucción formal de la población es infinitamente superior al de aquellos años y que además tenemos datos sólidos que demuestran que el plurilingüismo es una fuente extraordinaria de generación de capacidades intelectuales de todo tipo? Requeriría de políticas cuidadosas y graduales, pero no por ello menos activas y persistentes. Las apelaciones a la buena voluntad de los políticos y de la sociedad civil como las de Tomás y Valiente pueden ser un refuerzo, pero desde luego nunca podrán sustituirlas.
Izquierda y multilingüismo
¿Qué lugar ocupa la izquierda no nacionalista en todo este proyecto? En primer lugar hay un aspecto que debería quedar incorporado definitivamente a su discurso: la preservación de las lenguas, su difusión y su uso naturalizado es una forma de resistencia constructiva frente a las tendencias homogeneizadoras del neoliberalismo. Esta preservación es, en esencia, idéntica a la preservación de otras formas de patrimonio colectivo también susceptibles de sucumbir a la destrucción por efecto del neoliberalismo tales como la naturaleza, los edificios y barrios históricos o la salud humana. Es decir, la defensa, en este caso del euskera, del catalán y del gallego, forma parte de un proyecto más general de lucha contra esa destrucción cada vez menos «creativa» y menos schumpeteriana que provoca la lógica neoliberal. Pero hay un segundo argumento de fondo que legitima que la izquierda estatal asuma como un proyecto suyo la construcción de un único espacio plurilingüe e identitario en el Estado español que es el siguiente: todas las organizaciones políticas que suscriben la doctrina de la competitividad fomentan hoy el enfrentamiento entre territorios, incluso entre aquellos que no tienen lengua, ni siquiera partidos nacionalistas propios y a veces incluso dividiendo a los propios partidos estatales como se ha puesto de manifiesto en las guerras entre el Partido Popular de Murcia y el de Castilla-La Mancha por el tema del agua. ¿Podría ser de otra forma en un mundo en el que el bienestar y el desarrollo es una cosa provisional, incierta y muchas veces puramente retórica que depende cada vez más de la capacidad de un país y de una región, especialmente de sus clases más desprotegidas, de quitarle los puestos de trabajo, los recursos de todo tipo y sobre todo las inversiones a los que tiene al lado se hable o no en ellos una lengua distinta?
El tema de la lengua es, por tanto, un tema inserto en un problema mucho más amplio. El neoliberalismo provoca una confluencia entre nacionalismo y neoliberalismo que atiza el problema lingüístico convirtiéndolo en parte de un problema general de competitividad y competencia. Pero provocaría y provoca estos problemas en otras zonas del mundo donde no existe ningún tipo de problema lingüístico o identitario. Este argumento es el que ata la solución del problema de la configuración nacional de España (o del Estado español) a la refundación de una izquierda estatal con capacidad de aprender del pasado. Sólo un bloque político -naturalmente con sensibilidad multilingüe- situado al margen de la lógica neoliberal es capaz de darle una solución sostenible al problema identitario de España. Porque el multilingüismo no sólo es una forma de defender las lenguas y el enriquecimiento humano al margen de la funcionalidad económica y mercantil, sino que además es una forma de lucha contra la competencia interterritorial. Pero este programa sólo puede funcionar si se arrinconan los mitos y la utilización de la historia como una ciencia destinada a legitimarlo. Todos los que hoy viven y se enriquecen culturalmente gracias a un entorno bilingüe en Cataluña, Euskadi y Galicia tendrían que ocupar un lugar preferente en la construcción de esta nueva identidad compartida de lo plural pues, de alguna forma, son su avanzadilla social. Son grupos sociales que tienden de forma natural hacia la izquierda de forma que no es descabellado pensar que puedan llegar a formar núcleos activos en una lucha más amplia contra el neoliberalismo. Pero Madrid es esencial por las razones arriba expuestas. Su alianza con sectores políticos madrileños sensibles a estas propuestas resulta por tanto prioritaria pues sólo esta alianza puede generar el desempate en esa dinámica infernal entre centro y periferia. Dicha alianza, comprometida con un proyecto estatal solidario para el reparto racional de recursos al margen de la lógica neoliberal, generaría apoyos en cascada en el resto del Estado. Por tanto la nueva identidad sólo puede encontrar un acomodo sostenible y civilizatorio -entendiendo por civilizatorio su capacidad de preservar recursos colectivos y de poner fin a la cultura de la competencia entre territorios y «naciones»- si va rodeado de una ancha y renovada franja tan opuesta a la civilización neoliberal como a todos esos mitos que han venido alimentando el actual ordenamiento político del Estado español.
Notas:
[1] F. Moreno Fernández: Historia social de las lenguas de España. Ariel, Barcelona 2005, p. 212.
[2] id. p. 209
[3] Ver, por ejemplo, recientemente Henry Kanen: Del imperio a la decadencia. Los mitos que forjaron la España moderna. Temas de Hoy, Madrid 2001.
[4] J.C. Moreno Cabrera: La dignidad e igualdad de las lenguas. Crítica de la discriminación lingüística. Alianza, Madrid 2000.
[5] «La política étnica de la URSS en los años veinte fue única en su generosidad. Se crearon lenguajes escritos para 48 etnias por primera vez. El analfabetismo fue erradicado con escuelas de lenguas vernáculas étnicas, desde el bielorruso y el hindis al uzbeco y el kiguiz. En nombre del internacionalismo, se dio a 70 lenguas de la URSS (una) escritura latina» Göran Therborn: Europa Hacia el siglo XXI, Siglo XXI, México 1999, p.50.
[6] Joseph Fontana: «Una temible revolución: de habitantes a ciudadanos», en: Biblioteca en guerra. Catálogo de la exposición organizada por la Biblioteca Nacional. Madrid 2006, p.148.
[7] Artículo 4 dice: «El castellano es el idioma oficial de la República. Todo español tiene obligación de saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias o regiones. Salvo lo que se disponga en leyes especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional».
[8] E. García de Enterría: Estudio preliminar en: M. Azaña: Sobre la autonomía política de Cataluña. Tecnos, Madrid 2006, p.17
[9] Sobre la autonomía política de Cataluña. Selección de textos y estudio preliminar de Enrique García de Enterría. Tecnos, Madrid 2006, p.111.
[10] Op. cit. pp. 92, 94, 123, 212, 137ss etc.
[11] Ver, por ejemplo, E. Hobsbawm: La invención de la tradición. Crítica, Barcelona 2002 o B. Anderson: Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. FCE, México 2006
[12] Manuel Azaña: Sobre la autonomía política de Cataluña. Selección de textos y estudio preliminar de Enrique García de Enterría. Tecnos, Madrid 2006, p.149.
[13] Entrevista en Las Mañanas de Radio 1 de Radio Nacional de España.
[14] F. Tomás y Valiente: F. Tomás y Valiente:»El desarrollo autonómico a través del Tribunal Constitucional», en Historia nº200, 1992, p.43.
[15] Gramsci escribe en los Cuadernos de la Cárcel: «La cultura, en sus diversos grados, unifica una mayor o menor cantidad de individuos en estratos numerosos, más o menos en contacto expresivo, que se entienden entre sí en grados diversos etcétera. Son estas diferencias y distinciones histórico-sociales las que se reflejan en el lenguaje común y producen aquellos «obstáculos» y aquellas «causas de error» de las que trataron los pragmáticos. De esto se deduce la importancia que tiene el «momento cultural» incluso en la actividad práctica (colectiva): cada acto histórico no puede ser realizado sino por el «hombre colectivo», o sea que presupone el agrupamiento de una unidad «cultura social», por la que una multiplicidad de voluntades disgregadas, con heterogeneidad de fines, se funden para un mismo fin, sobre la base de una concepción (igual) y común del mundo (general y particular, transitoriamente operante -por vía emocional- o permanente, por lo que la base intelectual es tan arraigada, asimilada, vivida, que puede convertirse en pasión). Puesto que así sucede, se ve la importancia de la cuestión lingüística general, o sea del logro colectivo de un mismo «clima» cultural», en: Cuadernos de la cárcel. Tomo 4, §44. Ediciones Era, Mexico, p.209s.
[16] M. Azaña Op. cit. p. 139
[17] M. Azaña Op. cit. p. 94, ver también p.163.
Blog del autor: http://asteinko.blogspot.com/
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